(Publicado en Diario16 el 7 de abril de 2021)
El mundo del fútbol anda revuelto después de que el jugador del Valencia Diakhaby haya denunciado que un contrincante del Cádiz, Juan Cala, le llamó “negro de mierda”. Aunque el episodio está aún por aclarar, cuesta trabajo creer que un futbolista en pleno partido sea capaz de inventarse semejante historia que no viene a cuento. Cuando la pelota rueda un jugador está a lo que está, al pase, al cabezazo, al gol y al penalti, y en lo último que está pensando es en organizarle un montaje mediático a un rival. No encaja. No tiene sentido. Dicho lo cual, es preciso insistir en que toda persona tiene derecho a la presunción de inocencia mientras no se demuestre lo contrario y es cierto que Cala está siendo sometido a un juicio paralelo antes de que se pruebe que es culpable de una de las conductas más execrables que puede cometer no solo un deportista sino cualquier persona: el racismo.
El caso Cala demuestra que aquella frase proverbial de Unamuno, “el fascismo se cura leyendo y el racismo se cura viajando”, no es del todo cierta, ya que los futbolistas viven en un avión de un país a otro y, por lo visto, en ese gremio de millonarios hay más nostálgicos del hitlerianismo posmoderno que en una convención de Vox. Pero mientras se depuran responsabilidades –si se demuestra que el gaditano profirió semejante insulto contra Diakhaby debería caer todo el peso de la ley sobre él en forma de suspensión de la licencia federativa– conviene poner el foco sobre un asunto que últimamente se le está yendo de las manos a la UEFA, a la FIFA y por lo visto también a la Liga de Fútbol Profesional, o sea Tebas.
Cada vez son más los casos de racismo en el mundo del balompié, un cáncer letal que nace en una sociedad enferma y que se traslada después a los estadios, nuevo circo de gladiadores donde la muchedumbre vuelca toda su bilis xenófoba. Están frescos en nuestra memoria tristes episodios como el que sufrió el delantero del Athletic Club Iñaki Williams, que dijo haber sido objeto del escarnio segregacionista por parte de la grada del RCDE Stadium durante un partido que el conjunto vasco disputó contra el RCD Espanyol. “Me voy un poco triste por el empate y sobre todo porque he sufrido insultos racistas. Es algo que ningún jugador de raza negra o de cualquier raza quiere escuchar, que está totalmente fuera de lugar”, dijo el jugador bilbaíno con más razón de un santo.
Ha habido muchos más casos de vejaciones contra futbolistas negros, como la cruel persecución a la que fue sometido Mario Balotelli, exjugador del Brescia, quien harto de que parte de la afición del Verona lo denigrara por el color de su piel decidió retirarse de la competición; o la humillación que soportó el exjugador del Barcelona Dani Alves, que vio cómo un bestia supremacista le lanzaba un plátano al césped al grito de mono. Recuérdese la gallardía y nobleza que demostró el lateral brasileño, que tuvo la sangre fría de recoger la banana, pelarla y darle un mordisco que pasó a la historia. Por no hablar del espectáculo denigrante que se vivió el pasado año, cuando un cuarto árbitro se dirigió despectivamente a un miembro del cuerpo técnico del Estambul durante un partido de Liga de Campeones entre el equipo turco y el París Saint-Germain. El incidente provocó que los jugadores de ambos clubes abandonaran el césped en un gesto sin precedentes, más tarde se demostró que el colegiado había llamado “negro” al técnico Achille Pierre Webo y fue inhabilitado temporalmente por conducta inapropiada.
Aquella cita magistral de Eto’o –“correré como un negro para vivir como un blanco”– se está haciendo tristemente realidad y no debemos consentirlo. Quiere decirse que esta fiebre asquerosa, repugnante, cruel, que emana del populismo político de extrema derecha y contamina nuestros campos de fútbol, debe ser atajada de forma radical. Ya no vale con que la UEFA organice el clásico posado protocolario de los cuatro niños desplegando una gran bandera de seda en el centro de la cancha con el manido eslogan de “No al racismo”. Urgen medidas mucho más contundentes y eficaces, como apartar de los estadios a todos aquellos energúmenos que ya cuenten con antecedentes por racismo declarado; incrementar la vigilancia con videocámaras, tanto en la grada como en el terreno de juego; cerrar estadios racistas e imponer sanciones ejemplares a todos esos futbolistas (por llamarlos de alguna manera) que debajo de la elástica del club llevan adosada a la blanca piel su auténtico y siniestro uniforme: el de nazi de las SS.
Por supuesto, nada de todo eso servirá si no se educa a los jóvenes deportistas desde abajo. A los niños, ellos y ellas, no solo hay que enseñarles cómo lanzar una falta o un saque de banda, es preciso que se les inculque en la cantera de la igualdad y en la escuela del humanismo para que aprendan que el gran éxito no es derrotar al equipo rival por goleada, sino salir del campo todos hermanados y en alegre fraternidad. Aunque se ha mercantilizado al extremo, el deporte debería ser, ante todo, transmisión de valores; luego, si de la futura promesa o perla del club sale un nuevo Leo Messi, miel sobre hojuelas. Pero ante todo hay que educar a hombres y mujeres en los principios del movimiento Olímpico fundado por el barón de Coubertin, o sea respeto al otro, juego limpio y no discriminación de ningún tipo.
Ya no basta con la suspensión temporal del dominguero totalitario, supremacista o agresor, es preciso que las autoridades futbolísticas abran juicio contra el depredador de otras razas y, una vez demostrada la culpabilidad, sea apartado de la práctica del fútbol para siempre. Los padres llevan a sus hijos a un espectáculo deportivo, no a un linchamiento público del negro a manos de la horda fascista, el hincha exaltado o la estrellita de turno con el escudo del Ku Klux Klan clavado en el pecho. No hicieron bien los jugadores del Valencia en regresar al juego una vez que Diakhaby ya había sido vilmente maltratado. Si estaban seguros de que Cala había proferido un insulto intolerable contra su compañero tendrían que haberse quedado en el vestuario y renunciar a disputar el resto del partido. No solo cayeron derrotados por 2 a 1. También perdieron la batalla por la dignidad del ser humano.Viñeta: Pedro Parrilla
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