(Publicado en Diario16 el 19 de abril de 2021)
El juego de pelota es un deporte tan antiguo como el ser humano. Existen vestigios de prácticas deportivas similares al fútbol ya en la Antigüedad, tanto en las culturas mediterráneas como en las americanas. De hecho, se ha encontrado un relieve de la Grecia clásica en el que se representa a un hombre controlando una pelota con el muslo. Los antiguos griegos lo llamaban episkyros, una especie de fútbol primitivo que se jugaba con un balón de cuero pintado con colores brillantes y dos equipos de doce a catorces jugadores. Los ingleses, siempre empeñados en patrimonializar cada invento del ser humano, dieron forma al juego y crearon la primera competición oficial allá por 1871, el primer paso para la creación de la Copa de Inglaterra.
Desde entonces, el fútbol se ha extendido por todo el planeta, convirtiéndose sin duda en el mayor patrimonio de la humanidad. Un Mundial paraliza el orbe, un Clásico Madrid-Barça es seguido por miles de millones de personas. El fenómeno no tiene parangón, hasta tal punto que un africano y un chino no se entenderán porque hablan lenguas diferentes, pero si echan a rodar una pelota para entretenerse un rato no necesitarán mediar palabra entre ellos para saber cuáles son los códigos, las reglas y las normas que se deben cumplir a rajatabla en la cancha.
Quiere decirse que el fútbol pertenece a la gente, al pueblo, a la humanidad. Hoy un selecto grupo de clubes millonarios pretende apropiarse del deporte rey y planea crear una Superliga europea exclusivista y reducida, desplazando a los equipos más modestos, que a partir de estos momentos estarán condenados a jugar competiciones menores, o sea el gueto deportivo. Estamos asistiendo, por tanto, a la consagración de una especie de Club Bilderberg del balompié, un círculo elitista de poderosos que cierran la puerta a los humildes y con ella la posibilidad de alcanzar la gloria y el dinero que reporta un título europeo. Esto no es otra cosa que una nueva injusticia, la victoria del ultracapitalismo más feroz, la transposición de un sistema económico desequilibrado al mundo del deporte, que debería regirse por otros valores mucho más nobles y edificantes, como el esfuerzo, el trabajo y el talento.
Al pobre le quedaban ya pocas cosas a las que aferrarse y una de ellas era la ilusión de ver cómo el equipo de su pueblo llegaba a campeón de Europa algún día. El desclasado, el condenado al infierno sucio del extrarradio apestado de coronavirus, el “mantenido subvencionado” que acude cada día a las colas del hambre (como dice despectivamente IDA), vivía por y para esas dos horas de efímera felicidad ante la pantalla de televisión dominguera en un bar de mala muerte, donde soñaba con que los paisanos de su barrio le dieran para el pelo al todopoderoso Real Madrid o a los alemanazos supremacistas del Bayern en una especie de venganza justa por tantos atropellos sociales, tantas injusticias, tantas miserias. Pues también eso nos lo quieren arrebatar ahora los señoritos de la incipiente Superliga, la aristocracia del balompié, un hatajo de millonarios que solo ven dinero y no sentimientos románticos en el magnífico espectáculo de masas que es el fútbol. Florentino Pérez y los jeques árabes enriquecidos con el gol han dado un puñetazo en la mesa de la FIFA, que es tanto como perpetrar un golpe de Estado deportivo, y a partir de ahora el fútbol será cosa de unas élites lejanas, nada de equipos formados por parias de la famélica legión.
Para los señores del gang futbolero, las competiciones nacionales se han quedado pequeñas, estériles, poca cosa, como esa tienda de ultramarinos de barrio de toda la vida que molesta en medio de las grandes superficies comerciales y a la que conviene asfixiar a toda costa. Dentro de nada la gloriosa historia de la Liga será reducida a polvo y viejos recortes de prensa amarillentos, y las grandes gestas de los cachorros de San Mamés, del Valencia, del Sevilla o del Betis, de las que nos hablaban nuestros abuelos capaces de recitar de memoria la alineación del Atlético Aviación, quedarán borradas para siempre. La memoria histórica del balompié se habrá enterrado como se enterró la otra y solo quedarán los impersonales y opulentos estadios como edificios de oficinas (los de siempre habrán sido derribados para construir aparcamientos o rascacielos), el inflado fichaje multimillonario del brasileño de turno que no le da una patada a un bote y los lujosos cócteles en el palco VIP, flamantes yates de cemento para hacer negocio, ya lo advirtió Piqué.
Tras la caída del Muro de Berlín en 1989 entramos en una nueva era, en un nuevo orden mundial ultracapitalista caracterizado por el poder omnímodo y absoluto del dinero. Desde entonces vamos para atrás y hoy caminamos hacia la concentración oligopolística en todo, también en esto del deporte, que hace ya tiempo perdió su aura de misticismo romántico para convertirse en negocio puro y duro. Si en el siglo XIX la ópera era cosa de ricos, el fútbol va camino de lo mismo. Los valores de “solidaridad, inclusión social, integridad y fair play” que deben inspirar cualquier práctica deportiva saltan por los aires con un proyecto que aún no ha nacido y ya empieza a dar asco porque divide entre ricos y pobres, porque solo busca el pelotazo de los 3.500 millones en derechos televisivos, porque se olvida de la historia y de los sentimientos de los clubes pequeños y porque se construye sobre los pilares de la corrupción, el elitismo y el capitalismo salvaje que no respeta nada. Florentino quiere ser el nuevo Santiago Bernabéu del siglo XXI, pero el engendro que nos propone no tiene nada que ver con aquella mítica Copa de Europa creada en 1955 por un grupo de idealistas que soñaban con hacer grande el fútbol. Esto es otra cosa. Tajada, rentabilidad, mercantilismo. Por mí, pueden meterse su Superliga de ricos pijos por donde les quepa.
Viñeta: Lombilla
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