(Publicado en Diario16 el 26 de marzo de 2021)
En cualquier país civilizado del mundo, a un representante del pueblo que deja la función pública se le suele decir adiós con cordialidad, con elegancia y con la digna solemnidad que exigen las instituciones democráticas. Sin embargo, España es ese país cainita que entiende la vida pública como una corrida de toros y al enemigo se le saca del ruedo político, si es posible, arrastrado por las mulillas, bien rejoneado y en medio del abucheo, el bárbaro clamor y el improperio del tendido.
Viene esto a cuento de la triste despedida que han dado sus señorías de la bancada conservadora a Pablo Iglesias Turrión. Al vicepresidente, unos y otros le tenían ganas y lo estaban esperando, sobre todo Teodoro García Egea, el diputado popular con quien Iglesias ha mantenido antológicos cara a cara y cuerpo a cuerpo cada sesión matinal de control al Gobierno. Ese irónico “buenos días don Teodoro…” con el que Iglesias saludaba cada miércoles al portavoz popular, algo displicente y por encima del hombro, todo hay que decirlo, es algo que el político del PP no podrá olvidar jamás. De ahí que el murciano le tuviera reservada al odiado vicepresidente una última puñalada trapera en forma de diatriba envenenada: “De usted ya no esperamos nada (…) Acabará en la Puerta del Sol, pero en la plaza para ver las cosas buenas que hace el PP (…) Ha sido un placer debatir con usted, pero tanta paz lleve como descanso deja”.
De un hombre que se ha dedicado el agropecuario deporte del lanzamiento de aceituna no se pueden esperar modales, lindezas o finos estilismos, pero al menos podría haberse comportado como requería el momento y despedir con protocolaria diplomacia al que ha sido su más encarnizado rival. No obstante, tras su desplante chulesco, el envarado Don Teodoro había despertado al animal político y racial que Iglesias lleva dentro, un pura sangre herido que se revolvió para darle una soberana coz dialéctica. “Vuelven a presumir de tamayazos y de comprar diputados. Ya está bien de corruptos, de comprar diputados, ya está bien de impunidad”, le afeó el líder de Podemos antes de advertir a su antagonista que piensa llevar a la Fiscalía la compra de los tres diputados regionales de Ciudadanos Murcia que se dejaron seducir por un carguete y unos cuartos a cambio de frenar en seco la moción de censura contra el popular Fernando López Miras.
Pero si la preocupante falta de cultura y fair play democrático es un mal que aqueja desde hace tiempo a nuestra derecha carpetovetónica, asilvestrada, bárbara y montaraz, menos nobleza aún demostraron sus señorías de la extrema derecha de nuevo cuño que nos ha tocado sufrir en desgracia por influencia del trumpismo internacional que se abre paso en toda Europa. “Nada de lo que deja es bello, todo es feo. Todo su legado es triste”, aseguró en tono apocalíptico y agorero Espinosa de los Monteros. “Usted dijo que venía a mejorar la vida de la gente y, como todos los comunistas, lo único que ha mejorado es la suya”, le reprochó con otro golpe bajo.
Hubiera sido el momento de dar una tregua al guerracivilismo que con tanto ahínco practican los que se autodefinen como herederos del franquismo. Obviamente, si no son capaces de condenar el fascismo, de esta gente no se puede esperar otra cosa que odio, rencor y un nuevo intento de limpieza étnica, o sea aquello de fusilar a 26 millones de comunistas. Iglesias, que sabía que no lo iban a despedir precisamente poniéndole la alfombra roja, tiró de orgullo y se defendió con la brillantez retórica que le caracteriza. Porque otra cosa no, pero las Cortes pierden a un gran orador, una de esas voces propias del parlamentarismo clásico republicano que desde los tiempos de Azaña no se escuchaban en la carrera de San Jerónimo. De ahí que, tras sufrir la última afrenta de Espinosa de los Monteros, Iglesias le echara en cara al diputado dandi de Vox sus presuntas irregularidades urbanísticas. Quedaba claro que el vicepresidente tenía purgante de mala educación para todos.
El espectáculo que cada semana montan las derechas en el Parlamento nacional no solo es triste y lamentable, sino que está terminando por liquidar el poco espíritu democrático que queda en el hemiciclo. A las Cortes hace tiempo que sus señorías de la bancada conservadora y ultra ya no van a hacer política, ni a arreglar los problemas de los ciudadanos, sino a crispar, a embroncar, a hacer la guerra por otros medios. Esa tradición de conservadurismo suevo por civilizar que se perpetúa desde los tiempos absolutistas de Fernando VII, es nuestra gran tragedia nacional. Ya nos hemos acostumbrado a que entre aquellas cuatro paredes del sagrado templo de la democracia se escuchen estufidos, insultos, expresiones machistas, afrentas, groserías, maldiciones y juramentos de todo tipo más propios de una corrala de bestias que de gente que se supone ha pasado por un colegio de pago. Y la enfermedad no parece tener cura.
Se va Pablo Iglesias, abandona su escaño para bajarse al barro, a la barricada, a la batalla de Madrid contra Díaz Ayuso. Puede ser su última incursión en el peligroso territorio de la política. Por el bien de la izquierda es de desear que le vaya bien en las elecciones, aunque es cierto que su apuesta a todo o nada huele a testamento político, a epílogo, a salida del escenario por la puerta de atrás. Como todo líder o estadista deja luces y sombras. En su haber se anota la revitalización de una izquierda que cuando él llegó estaba lánguida, si no moribunda, y que finalmente el PSOE ha tenido que asumir algunos de los postulados pablistas en política social. En su debe, inevitablemente, hay que apuntar que se haya dedicado a la ideología más que a la gestión de los problemas reales de los españoles; que no haya terminado la tarea que vino a cumplir; que no haya pasado ni siquiera del entresuelo en su pretendido asalto a los cielos; y que haya arrojado la toalla antes de tiempo, dejando huérfana a su parroquia morada que esperaba mucho más. Ahora la caverna mediática dirá que el bronquista, polarizante y crispador era él. Peste de gente.
Viñeta: Igepzio
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