Cuando se cumplen noventa años de la proclamación de la Segunda República nos siguen llegando testimonios desgarradores de quienes arriesgaron sus vidas en la lucha desigual contra la barbarie fascista, historias de auténticos héroes que lucharon por la libertad, no como esos mamarrachos que hoy se autoproclaman libertadores de la cruzada nacional y fieles seguidores de las patrañas de Isabel Díaz Ayuso.
Una de las historias que nos siguen estremeciendo casi un siglo después nos habla de Leoncio Badía, el enterrador de Paterna que vivió de cerca el horror de cientos de fusilamientos y que lejos de mirar para otro lado decidió tomar partido y ayudar a las familias de los represaliados franquistas. Hoy mismo se ha sabido que el Ayuntamiento de la localidad valenciana rendirá tributo al hombre, a título póstumo, con una escultura del artista Nassio Bayarri.
El alcalde de Paterna, Juan Antonio Sagredo, asegura que “esta escultura es un reconocimiento al coraje y sensibilidad de Leoncio, que a través de recortes de tela, mensajes en botellas, botones y mechones de pelo, intentó sembrar esperanza en las heridas abiertas en muchas familias para que pudieran cerrarse en un futuro y dignificar así su memoria”. La decisión del consistorio levantino viene a sumarse a la concesión de la Alta Distinción de la Generalitat Valenciana a su hijo más ilustre “por ayudar a tantas familias a dar dignidad a la memoria de sus seres queridos” y supone un gran avance en la recuperación de la memoria histórica precisamente en un momento en que no se debe dar ni un paso atrás ante el avance de la extrema derecha, que se abre paso en toda Europa, lamentablemente también en España.
Por mucho que escuchemos la historia de Badía sigue impresionándonos como la primera vez. Cierto día, los prebostes franquistas llamaron a su puerta y le dijeron: “Oye, rojito, ¿tú quieres trabajar? Pues ve a enterrar a los tuyos”. Y así fue como se convirtió en el sepulturero oficial del cementerio municipal de Paterna, trabajo que desempeñó entre 1939 y 1945, los años más duros por la cantidad de fusilamientos y juicios sumarísimos registrados. Ante los ojos de Leoncio fueron pasando los peores horrores de la represión franquista, ya que fue testigo directo de todo lo que ocurrió en el paredón de Paterna (se cree que allí fueron pasados por las armas más de 2.200 republicanos inocentes). La mayoría de los asesinados fueron enterrados por Badía con sus propias manos, pero lejos de quedarse como un eslabón más en la macabra cadena de sangre y muerte del franquismo, el enterrador decidió pasar a la acción, rebelarse silenciosamente, y hacerle la guerrilla y la disidencia a Franco desde lo más hondo y profundo: los sentimientos humanos.
Ya entrada la noche, cuando las alimañas se habían retirado a sus moradas y el cementerio quedaba solo y en silencio, Badía lavaba los cuerpos de los muertos y se los enseñaba a sus familiares para que pudieran llorarlos dignamente y darles el último adiós. Incluso les entregaba algún recuerdo de la víctima y les mostraba el lugar exacto en el que iba a ser sepultado el cuerpo, datos que han resultado cruciales para que muchas personas sepan dónde se encuentran los restos de sus parientes fusilados.
“Si no fuera por Leoncio, todo esto no existiría”, asegura la familia de uno de los represaliados, que reconoce el valor de Badía y su contribución fundamental a la recuperación de los cadáveres. “Gracias a su trabajo, la mayor parte de las familias pudieron identificar las fosas. Y a partir de ahí, nosotros, ochenta años después, podemos iniciar procesos de excavación y exhumación”, asegura Miguel Mezquida, arqueólogo implicado en la restauración de la memoria histórica.
Todo lo que hizo Badía fue por pura humanidad. No ganaba nada con ello, al contrario, si era descubierto por la Policía franquista él también hubiera corrido la misma suerte que los pobres desgraciados que fueron cruelmente fusilados. Pero ganó la batalla silenciosa por la dignidad y su nombre hoy es recordado con orgullo mientras al dictador lo saca el pueblo de su panteón de oro y mugre. El valiente enterrador Badía hizo buena aquella cita grandiosa de Camus que rezaba: “¿Qué es un rebelde? Un hombre que dice no”. Así de simple, así de sencillo. A fin de cuentas un héroe siempre se forja bajo el yugo de la injusticia. Badía aprendió por la vía de la experiencia y el sufrimiento interior lo que el filósofo francés teorizó sobre el papel: que la España de aquellos años enseñó a toda una generación que uno puede tener razón y ser derrotado, que la fuerza puede destruir el alma y que a veces el coraje no obtiene recompensa.
Hoy, en el noventa cumpleaños de la proclamación de la Segunda República, cabe preguntarse cuántos héroes anónimos arriesgaron sus vidas en la lucha contra el fascismo salvaje e inhumano, cuántos leoncios hicieron las veces de ángeles mudos, pero eficaces, en medio del estruendo, el infierno y el horror. Vivimos tiempos de infames revisionismos históricos. La extrema derecha pretende apropiarse del concepto de libertad en una maniobra grotesca que supone un insulto para todos los que murieron defendiéndola de verdad. Ver a Santiago Abascal subido a la tribuna de oradores de la Cortes con un adoquín en la mano, como si se tratara de un mártir perseguido por el totalitarismo rojo, produce vergüenza, sonrojo y miedo. Vergüenza porque con su puesta en escena propia de un mal caricato está jugando con el dolor de las familias de miles de personas asesinadas; sonrojo porque no se da cuenta de que está haciendo el ridículo ante el mundo entero; y miedo porque su intento de resucitar el guerracivilismo más atroz va camino de cuajar para desgracia del país.
“Si mi partido devolviera los adoquines habría un enfrentamiento civil. A nosotros nos van a encontrar en la defensa de la libertad, el orden constitucional, la legalidad y la persecución de los culpables”, asegura en otro hito del esperpento patrio el Caudillo de Bilbao. Que haya nacido en un 14 de abril, el mismo día que fue proclamada la Segunda República, dice mucho de las contradicciones políticas de este oscuro personaje. Sin duda, a él le hubiese encantado venir al mundo un 18 de julio, día del Alzamiento Nacional, pero no pudo ser. Caprichos del destino. Por una vez funcionó la justicia poética.
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