(Publicado en Diario16 el 2 de junio de 2021)
El Centro Memorial Víctimas del Terrorismo abierto en Vitoria-Gasteiz es una gran noticia en medio del vendaval de desastres y calamidades que soporta este país. Y no solo porque servirá para que todas las personas que pasen por allí accedan a información detallada sobre el macabro mundo terrorista y pasen por una experiencia emocional fuerte, sino porque el proyecto se ha abierto en el País Vasco, algo impensable hace solo una década, cuando las pistolas hablaban y las bombas imponían su ley.
Parece un milagro lo mucho que ha avanzado la sociedad vasca desde que ETA anunció “el cese definitivo de su actividad armada”, hace ahora una década. Las heridas, si bien no han cicatrizado totalmente (eso llevará al menos un par de generaciones) sí han cerrado lo bastante para que no supuren. Hoy los vascos bien en paz, nacionalistas y españolistas conviven, se reúnen sin miedo en las fiestas del pueblo, confraternizan en las tabernas alrededor de unos txikitos y hablan de todo con total libertad y sin miedo a que un encapuchado aparezca de repente para poner fin a la conversación. No hay chivatos o confidentes en todas partes, no hay atentados sangrientos en las calles, el imperio del terror ha sido derrotado.
Es cierto que todavía subsisten focos de intolerancia y elementos radicales que tratan de hacernos retornar a los años del plomo. Como también es verdad que de cuando en cuando aparecen noticias inquietantes sobre algún enfrentamiento por motivos políticos. Pero los vascos, masivamente y por lo general, han dicho que quieren seguir viviendo así, en concordia y en paz.
El Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo se inauguró ayer en una ceremonia elegante y discreta, sin boatos ni histrionismos patrioteros, que es como se deben hacer estas cosas. Fue un momento más para la reconciliación y la reflexión en una etapa de la historia de España especialmente crítica, cuando la extrema derecha, con su discurso del odio, sigue tratando de reabrir viejas heridas a costa del terrorismo ya vencido, superado y enterrado. Es como si las fuerzas reaccionarias de este país necesitaran volver a la pólvora y la sangre obcecadamente, como si creyesen que con ETA se vivía mejor.
Sin embargo, es todo lo contrario. Si algo estamos aprendiendo de este triste drama del terrorismo etarra que nos acompañó durante sesenta años, que se dice pronto, es que los vascos quieren empezar de cero y que los fanatismos de uno y otro signo se retroalimentan: uno no puede vivir sin el otro y viceversa. Ese es el drama y esa es la amenaza contra la que tendremos que luchar para que la historia no se vuelva a repetir.
Salvando las distancias, el centro de interpretación de Vitoria-Gasteiz es nuestro Auschwitz particular, la sala más oscura de nuestro pasado. Todo se expone con la frialdad del dato y con la brutal inevitabilidad con la que sucedieron los acontecimientos, sin concesiones al exceso ni lugar para la histeria o la estridencia. Sobrecoge el rincón dedicado a los “ataúdes blancos”, los 35 niños asesinados (21 por ETA y 9 a manos de los yihadistas). Cada recuerdo está enfocado para que el visitante palpe el miedo, huela el humo de las bombas, sienta el terror en sus propias carnes, y para que empatice con las víctimas, que es tanto como aprender por la vía de la experiencia personal. Esa y no otra es la función que tienen los objetos y documentos expuestos: la carta que el empresario Julio Iglesias Zamora escribió a su hijo durante su secuestro, el patinete con el que Ignacio Echeverría se enfrentó en Londres a los yihadistas que lo mataron o la bandera y el tricornio que cubrió el féretro de Antonio Jesús Trujillo, el guardia civil elegido para simbolizar a los 224 agentes asesinados por los etarras.
Pero si hay un elemento verdaderamente sobrecogedor es la réplica del oscuro y angosto zulo en el que ETA encerró al funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara durante 532 días. El agujero sin ventilación ni luz solar de apenas 3 metros de largo, 2,5 de ancho y 1,8 de altura en el que sus carceleros lo mantuvieron encerrado sin sentir la más mínima muestra de compasión. El austero camastro; la mesa desnuda; el plato y el vaso; la toalla y esos pósteres de revistas con imágenes del mar y de islas lejanas colgados de la pared, el único contacto imaginario de Ortega Lara con la realidad durante su cruel cautiverio.
Entrar en esa sala de los horrores produce angustia, claustrofobia y tristeza, mucha tristeza por las maldades que pueden llegar a perpetrar unas mentes enfermas. Nadie que pase por allí lo podrá olvidar jamás. Nadie podrá evitar ponerse en lugar del secuestrado y tratar de sentir lo que sintió él en aquel agujero inmundo y sin luz donde no le dejaban tener ni una pequeña radio para sentirse algo más acompañado. Solo el silencio sepulcral, solo la oscuridad más absoluta, solo el miedo constante a vivir en un ataúd y a que aparezca el carnicero con la Parabellum para dar el tiro de gracia. Cualquiera con un mínimo de sensibilidad humana que esté allí cinco minutos notará como las fuerzas flaquean, falta el aire, la respiración y el pulso se aceleran y la mente empieza a fallar, el primer estadio antes de caer en la locura.
El proyecto, tan necesario como hermoso, demuestra lo importante que es la memoria histórica, tan denostada por algunos que como Pablo Casado consideran que eso es cosa de gente extraña que va por ahí buscando los huesos del abuelo. Ahora que Euskadi ya ha dado el primer paso en la recuperación e interpretación de la página más ignominiosa de nuestra historia reciente, es buen momento para reclamar que el Valle de los Caídos, otro zulo todavía más colosal y aterrador, se convierta también en un museo de la memoria, de la guerra civil y la dictadura. De lo contrario, el friqui prior Cantera terminará imponiendo su teoría o chifladura de que el mausoleo del dictador fue construido por alegres voluntarios bien nutridos y pagados en lugar de por esclavos republicanos sometidos a torturas y a los más crueles trabajos forzosos (esa es la conclusión a la que llegan todos los grandes historiadores e hispanistas, tanto de aquí como del extranjero).
Por lo demás, el acto de inauguración del Memorial de Vitoria sirvió para demostrar que cuando hay una buena causa por medio las instituciones pueden trabajar juntas en leal cooperación. Por cierto, el Gobierno Urkullu estuvo impecable y también los reyes de España en su paseo por las instalaciones. Al César lo que es del César.
Viñeta: Ben
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