(Publicado en Diario16 el 18 de junio de 2021)
En Sed de mal, la mítica película de Orson Welles, hay un momento en que los policías implicados en un caso turbio hablan entre sí:
–¿Falsificando pruebas?
–Ayudando a la justicia, compañero.
El diálogo no desentonaría, hoy por hoy, entre dos señores trajeados de Génova 13, sede del Partido Popular. Todas las resoluciones judiciales de los últimos años han sentenciado en la misma línea: el PP ha destruido evidencias criminales para obstaculizar la acción de la justicia, se ha comportado como una organización delictiva, ha emulado procedimientos mafiosos.
Por mucho que le duela a Pablo Casado, ese partido ha caído en una especie de clan italiano que trabaja con métodos poco ortodoxos al margen de la ley. El último ejemplo es la Operación Kitchen, una sospechosa trama de mercenarios, espías, detectives y falsos curas cuyo primer objetivo era destruir todas aquellas pruebas que pudieran incriminar al partido en el caso de la caja B del tesorero Luis Bárcenas. Hasta donde se sabe, existen suficientes elementos de juicio para concluir que la cúpula del Ministerio del Interior de la época de Mariano Rajoy había construido una organización de policías a sueldo al servicio de los intereses de la formación de la gaviota. O sea, las cloacas del Estado trabajando a pleno rendimiento para el PP.
Afortunadamente, no todos los mandos del Cuerpo Nacional de Policía de aquellos años decidieron mancharse en la Kitchen y otras operaciones de espionaje más o menos sucias como la Policía Patriótica (un aparato ilegal dedicado a espiar con fines espurios a los partidos políticos de la oposición). También hubo agentes íntegros, honestos, funcionarios que no se dejaron amedrentar o contaminar y que trabajaron limpiamente hasta el final. Uno de ellos es el inspector Manuel Morocho, que ha relatado en la Audiencia Nacional cómo el Partido Popular le presionó para que no incluyera el nombre de Mariano Rajoy en sus explosivos informes sobre la trama Gürtel. Y no solo eso, según publica hoy la prensa, también intentaron comprar su silencio ofreciéndole suculentos puestos directivos en consulados y embajadas. Conviene recordar que esto ocurrió mientras el puritano y devoto ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, se encontraba al frente del Ministerio del Interior.
Curiosamente, hoy Fernández Díaz sigue manteniendo una columna de opinión en un periódico de la derecha, desde donde se permite el lujo de dar clases de ética al Gobierno de Pedro Sánchez, al que fustiga desde su tribuna con diatribas de una superioridad moral que asusta. Eso sí, de las alcantarillas del ministerio que dirigió en otro tiempo no dice ni mu.
Pero hoy no toca hablar de Fernández Díaz ni tampoco de la exministra de Defensa María Dolores de Cospedal, la gran dama de hierro del marianismo que también se enfrenta a un oscuro panorama judicial en el que tendrá que aclarar muchas cosas sobre Kitchen. Hoy es preciso que nos detengamos en todos esos agentes y mandos policiales, hombres y mujeres que se resistieron a entrar en el juego macabro que se les proponía y que se mantuvieron firmes en la defensa de la ley. Funcionarios anónimos que trabajan de sol a sol por un mísero salario. Policías que se dejan la piel a la hora de investigar los resortes clandestinos del poder. Sabuesos de la democracia que cuando los siniestros comisarios del alto mando les sugieren que dejen de remover esto o aquello, porque pueden quemarse las manos, se rebelan, le echan coraje al asunto y cumplen con su trabajo arriesgándolo todo, su carrera, el futuro de sus familias y hasta la propia vida. Y no exageramos ni un ápice ya que, aunque todavía no se ha dado el caso de que aparezca una cabeza de caballo en la cama de alguno de estos abnegados y honrados policías (como en la película El Padrino), al paso que vamos quizá no estemos tan lejos.
Manuel Morocho es un caso digno de admiración, un ejemplo de esa saga de buenos agentes condecorados indistintamente por PSOE y PP que no se dejan comprar ni vender, pese a que reciben constantes presiones, amenazas y chantajes para que abandonen su búsqueda de la verdad. Su caso recuerda mucho al de Jaime Barrado, otro comisario de Chamartín al que apretaron las clavijas para que dejara de meter las narices en las cloacas del Estado. Morocho se negaba a firmar los informes llenos de tachones, enmiendas y mentiras que le proponían sus superiores. Lo acusaron de filtrar noticias a la prensa, lo atornillaron, tuvo que vivir el calvario que siempre persigue a los decentes. Quizá por eso acabó encerrándose en sí mismo (quienes le conocen dicen que posee una inteligencia superior a la media y que es metódico hasta la extenuación). Fue él quien dio toda la credibilidad del mundo a la denuncia de José Luis Peñas, el hombre que destapó la trama Gürtel desencadenando el terremoto político que acabó con la moción de censura contra Mariano Rajoy. Sin duda, Peñas pasará como el hombre que levantó las alfombras podridas de Génova, pero su testimonio habría terminado en el cubo de la basura si al otro lado de la ventanilla no hubiese estado un policía como Morocho. “Me escuchó, leyó la denuncia y me hizo unas pocas preguntas (…) Siempre fue amable, aunque nunca se quitó su coraza de policía”, recuerda el exconcejal que reventó toda la porquería del PP.
Hay muchos Morochos en las comisarías de todo el país, buenos policías, empleados públicos que trabajan tras el anonimato que da el número de placa. Son más, muchos más, que las cuatro manzanas podridas del cesto. Hoy el nombre del inspector que ocupa las primeras páginas de los periódicos se ha hecho público, lo que seguramente a alguien como él no le hará ninguna gracia, ya que todo buen policía vive de la discreción y huye de la fama. Como también ha saltado a los diarios y noticieros el nombre del juez de la Audiencia Nacional que está tirando de la madeja de Kitchen: Manuel García-Castellón. Peñas, Morocho, Barrado, García Castellón y tantos otros son lo mejor que tenemos, lo poco bueno que va quedando ya de esta España que se viene abajo estrepitosamente a causa de la galopante degradación moral, social y política. El futuro de este país depende de que los Morochos que sobreviven a la epidemia de corrupción terminen ganándole la batalla silenciosa a los malos. Si ellos salen derrotados, todos estamos perdidos.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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