(Publicado en Diario16 el 7 de julio de 2021)
El Consejo de la Unión Europea podría aplicarle el artículo 7 del Tratado de Lisboa a la Hungría ultraderechista de Orbán por sus políticas homófobas y racistas. ¿Qué quiere decir eso? Que a la vista de que el Gobierno de Budapest ha violado gravemente valores y principios democráticos elementales, como los derechos humanos o el imperio de la ley, podría ser sancionado con severas multas y bloqueos comerciales, con la pérdida del derecho al voto y, en el supuesto más grave, con la expulsión del club comunitario. Todo eso podría ocurrirle a España algún día si triunfan las políticas supremacistas de Santiago Abascal.
Las ideologías neofascistas se extienden peligrosamente por toda Europa y Bruselas ha decidido cortarlas de raíz antes de que la historia vuelva a repetirse y un nuevo Führer imponga sus asquerosas leyes raciales, tal como ocurrió en los años treinta del pasado siglo. Recuérdese cómo empezó todo aquello. En el mitin de Núremberg de 1935, Hitler anunció que ponía en marcha la mayor maquinaria criminal en la historia del ser humano. Aquellas horrendas normativas negaban a los judíos la ciudadanía alemana y les prohibían casarse o mantener relaciones sexuales con personas de “sangre alemana o afín”. También se les negaba el voto, se les privaba de los derechos políticos y civiles y se les impedía trabajar en determinadas profesiones.
Las Leyes de Núremberg, racistas y antisemitas, fueron impulsadas por el jurista (por llamarlo de alguna manera) Wilhelm Frick (a la sazón ministro de Interior del Reich) y rubricadas por Julius Streicher como siniestro coautor. Bajo la coartada de que los judíos suponían un “tumor cancerígeno” para Alemania que debía ser extirpado cuanto antes (idea contenida en el Mein Kampf de Hitler) se inició la persecución del pueblo hebreo que acabaría con las cámaras de gas, la solución final y el brutal exterminio de seis millones de personas. Aquel disparate jurídico fue, a la larga, uno de los detonantes de la Segunda Guerra Mundial y la confirmación fehaciente de que el rascismo siempre es la palanca del odio y de la guerra.
Las políticas de apartheid y discriminación racial engendran violencia. Mejor dicho, suponen en sí mismas la institucionalización oficial de la violencia. No vamos a ser tan imprudentes de decir aquí que Víktor Orbán está dispuesto a asfixiar a millones de homosexuales europeos a cubatazos de Zyklon B, la sustancia utilizada por los nazis para gasear a las víctimas, pero nadie debería poner la mano en el fuego por un tipo así. Cuando el complejo engranaje de la historia se pone en marcha resulta imposible frenarlo. El día que el tal Frick sancionó sus leyes de “purificación racial” (macabro eufemismo) pocos alemanes pensaban que aquello acabaría en un infierno en la tierra para millones de pobres desgraciados. Y sin embargo ocurrió.
Las leyes de Orbán contra la homosexualidad prohíben, entre otras cosas, que los niños aprendan en las escuelas y en la televisión lo que es la diversidad sexual. Pocas monstruosidades de este calibre se han visto en Europa desde aquellos tiempos oscuros en los que el partido nazi imponía su régimen de terror. Condenar a las personas LGTBI al ostracismo y al silencio, hacerlos pasar por enfermos mentales o por elementos asociales peligrosos para la estabilidad de un Estado, es la primera piedra para sentenciarlos a la muerte civil, cuando no al gueto. Ya hemos dicho antes que resulta descabellado pensar que el fulano Orbán esté pensando en dar matarile a miles de ciudadanos no heterosexuales, pero indudablemente la estigmatización y criminalización del colectivo va por el mismo camino de aquellas leyes fascistas de depuración sanguínea. La nomativa antigay húngara bebe de la misma filosofía supremacista nazi; se inspira en los mismos aberrantes fundamentos biológicos, religiosos y políticos que empleaban los nazis; es una legislación prima hermana de las disposiciones nazis porque, salvando las lógicas distancias, persiguen los mismos objetivos: arrinconar a una minoría social hasta reducirla a la categoría de marginal, apestada, inferior e invisible.
Las leyes de Núremberg pasaron por todos los estamentos y filtros del Estado sin que la comunidad internacional moviera un solo dedo para aislar al verdadero y auténtico cáncer, que no era otro que el enloquecido Führer. Las potencias aliadas miraron para otro lado y cuando se quisieron dar cuenta los carniceros nazis bebían champán a los pies de la Torre Eiffel. Hoy, casi noventa años después de aquello, la historia amenaza con repetirse de nuevo, no sabemos si como gran tragedia o como miserable farsa, como advirtiera Marx, pero por la cuenta y riesgo que nos trae, y por razones evidentes, más nos vale no pararnos a comprobar si el vaticinio del judío de Tréveris vuelve a cumplirse inexorablemente. Hará bien el Consejo de Europa en hacer recaer todo el peso de la ley y del Estado de derecho contra el homófobo Orbán por sus coqueteos con las reaccionarias leyes de depuración de la sangre que no llevan a ninguna parte más que a conflictos y guerras. La expulsión de la UE aún no se contempla porque sería injusta para esa otra parte de húngaros demócratas a los que no debemos abandonar bajo ningún concepto. Pero a medio plazo, de persistir Orbán en su Mein Kampf particular, quizá no quede otra salida.
En España también tenemos nuestros admiradores de las políticas discriminatorias y de apartheid. Cuando una señora analfabeta concejal de no sé qué exige el pin parental en las escuelas de su pueblo para erradicar la educación en igualdad, eso es prenazismo además de incultura y papanatismo. Cuando se retira la bandera LGTBI del balcón de un ayuntamiento, como ha hecho Martínez Almeida en Madrid, eso es complicidad con el prefascismo. Y cuando el señor Abascal se declara ferviente admirador del presidente Orbán (el pequeño hitlerito a quien considera un ejemplo para España), eso es, cuanto menos, connivencia con el supremacismo totalitario. Abascal tiene un plan perfectamente trazado para este país, Pablo Casado no. Abascal sabe lo que se hace; Casado juega a dos barajas, lo cual da mucho el cante y por eso no despega en las encuestas. Abascal es un peligro para la democracia tal como hoy la conocemos porque su intención es instaurar un régimen autoritario un paso más allá del aznarismo.
Es más que probable que el líder de Vox llegue a ser ministro del Interior con Casado algún día, convirtiéndose en el Salvini español. Ese será el momento en que a España le caerá la pertinente sanción europea. A fin de cuentas, quizá sea eso lo que anda buscando el Caudillo de Bilbao, ya que además de simpatizante de un régimen homófobo es un euroescéptico de libro que sueña con aquella España encerrada en sí misma, aislada y autárquica de Franco. No le demos más vueltas. Vox es lo que es: un partido que pone en la diana al director de una revista satírica como en los peores tiempos del totalitarismo. Los islamistas radicales quisieron acabar con Charlie Hebdo a balazos. Vox pretende clausurar El Jueves por la fuerza del miedo y la extorsión en las redes sociales. El sentido del humor es el arma más letal que existe contra el fascismo precisamente porque pone al retrógrado ante el espejo de su puritanismo hortera, su patrioterismo infantiloide y su propia estupidez. Ánimo compañeros viñetistas, que no pasarán.
Viñeta: Pedro Parrilla
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