(Publicado en Diario16 el 6 de julio de 2021)
Han matado a un pobre muchacho al grito de “maricón” y aún se duda de la homofobia de los asesinos. Mañana matarán a un inmigrante a la voz de negro de mierda y dirán que no hay racismo por ningún lado. O coserán a puñaladas a una mujer indefensa y negarán el terrorismo machista. Y así se va deshilachando el tejido moral de una sociedad, a fuerza de retorcer la realidad, crear una neolengua extraña y trastocar el sentido de las palabras.
El crimen de Samuel es execrable en sí mismo. Debe haber mucho odio acumulado en esas cabezas capaces de patear a una persona en el suelo hasta darle muerte. Más allá de la condición de homosexual de la víctima, el suceso estremece por la violencia y el grado de salvajismo de las alimañas que lo perpetraron. Es pura barbarie, pura crueldad, puro fascismo (entendido como el exterminio del más débil a manos del más fuerte) que debe llevarnos a una profunda reflexión sobre lo que nos está ocurriendo como país. Ya no podemos mirar más hacia otro lado. Las estadísticas del Ministerio del Interior alertan de que los delitos de odio crecieron en España un 8,6 por ciento entre 2018 y 2019, un sensible incremento de 256 ataques a 278. No es para tomárselo a broma.
Ayer, los negacionistas de la violencia machista, homófoba y racista volvieron a emplear todo su arsenal de artificios dialécticos y retóricas vacías para desvincular el vil asesinato del origen, de las causas, de los condicionantes ideológicos que lo hacen posible. Pero detrás de todo delito siempre hay una filosofía de vida, ya sea política, social o económica. Sin duda, están los que dan la patada en la cabeza a un buen chico y los que crean el ambiente propicio, el caldo de cultivo, la violencia social soterrada y latente. Esto del fascismo está ya muy estudiado. Hasta llegar a las cámaras de gas hubo toda una minuciosa labor de adoctrinamiento y lavado de cerebros en el pueblo alemán. Se les educó en ideas diabólicas; se les dijo que las minorías –judíos, negros, gais y discapacitados, entre otros–, eran razas inferiores; se les convenció de que toda esa gente diferente no era muy distinta de los animales, de la basura, de la escoria que era preciso limpiar. Y el pueblo les creyó.
Los que han matado a Samuel probablemente no sepan ni una palabra de historia ni tengan ni pajolera idea de lo que es el fascismo. Lo más seguro es que sean tipos huérfanos de libros sin oficio ni beneficio, frustrados o castrados emocionales, la mala gente que camina y va apestando la tierra. Pero de alguna manera, conscientemente o sin saberlo, llevan el mal interiorizado dentro de sí, practican el odio como religión y son capaces de todo con tal de satisfacer sus instintos más primarios, su colmillo babeante y su salvaje voluntad de poder. Son la jauría, la carne de cañón perfecta para formar parte del macabro plan supremacista y autoritario trazado por Orbán.
El crimen bestial de A Coruña está siendo investigado por la Policía. A esta hora no se ha demostrado la homofobia como móvil del asesinato y se apunta a una borrachera mal digerida como desencadenante del suceso. No sería la primera vez. En este desgraciado mundo en el que ya hemos visto de todo hay gente que mata por matar, gente que, en su locura, asesina a otro solo porque cree que le ha mirado mal o en este caso porque le asaltó la paranoia delirante de que alguien les estaba grabando con un teléfono móvil. Desde los tiempos de Caín y Abel, el monstruo siempre busca cualquier excusa para aniquilar al ángel inocente que ni siquiera sabe cómo defenderse porque repudia la violencia.
Sin embargo, tenemos las declaraciones de los testigos que presenciaron el linchamiento, el atestado policial y los testimonios de los amigos del infortunado joven, cuyo único delito fue estar en el lugar equivocado a la hora fatídica, en el punto maldito cuando los cabestros salieron a pastar por su vereda de muerte y su noche de sangre. Finalmente, todo se aclarará. La verdad resplandecerá. Los tronados de la homofobia que salen a dar su paseíllo violento de madrugada, los que juegan a la ruleta rusa con la vida de los demás (eligen la presa al azar y actúan sin pensarlo dos veces), los que matan como quien se toma un café, terminarán derrumbándose y confesándolo todo. Y luego, llegado el día del juicio, cuando sus abogados les aconsejen que se pongan sus mejores trajes para parecer buenos chicos, pedirán perdón a la familia del muerto, derramarán lágrimas de cocodrilo e implorarán la clemencia del tribunal para ahorrarse unos cuantos años de cárcel. Ese será el peor momento, ese será el instante en que la locura tendrá menos sentido que nunca.
De este triste episodio (no será el último, hay más brutos en el mundo que botellines de cerveza) nos queda algo bueno que nos lleva a no perder la esperanza y también algo terrible que no nos deja conciliar el sueño. Lo positivo: la reacción conmovedora de un padre templado que pide cordura para que no se instrumentalice políticamente el crimen y la respuesta cívica de una ciudadanía asqueada de tanta homofobia. Lo negativo ya lo sabemos: los de siempre con sus discursos desalmados que revuelven las tripas a las gentes de bien. Ayer se vio lo mejor y lo peor de este país: la civilización contra la barbarie; la democracia contra el fascismo retoñado que vuelve en forma de matón de discoteca; el bien contra el mal.
A falta de que lo diga la Justicia, mucho nos tememos que han matado a Federico otra vez. “El pelotón de verdugos no osó mirarle la cara. Todos cerraron los ojos; rezaron: ¡ni Dios te salva!”, escribió Machado. Aquí hay martillos y hay yunques. Aquí hay lobos y corderos. Aquí está el eterno retorno de la sangre y la rabia sin sentido. El crimen fue en Galicia, pero podría haber sido en Granada, en cualquier lugar de este país enloquecido que se empeña en volver, una y otra vez, a lo peor de sí mismo.
Viñeta: Pedro Parrilla
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