(Publicado en Diario16 el 30 de junio de 2021)
A las cosas hay que llamarlas por su nombre. Un taller mecánico es un lugar donde arreglan coches. Un restaurante es un sitio donde sirven comidas. Y un tribunal es un órgano imparcial compuesto por jueces y magistrados que imparten justicia según la ley y su buen saber y entender. Desde ese punto de vista, el Tribunal de Cuentas no es propiamente un tribunal. De hecho, es imposible que sea imparcial porque, aunque sea autónomo, no es independiente, ya que sus miembros son nombrados por las Cortes Generales, es decir, por los partidos políticos. Una vez más, los lobos cuidando de las gallinas.
En cuanto a la formación de sus integrantes, es cierto que pueden ser jueces y magistrados, pero tal condición no es indispensable, de tal manera que también pueden acceder al cargo funcionarios, auditores, juristas, profesores de Universidad, abogados y economistas, todos ellos de reconocida competencia con más de quince años de carrera. El elenco de profesionales que sueñan con colocarse en este Olimpo de los dioses donde se cobra bien y se vive mejor es amplio.
Por supuesto, cómo no, entre los afortunados que aspiran a una cotizada y golosa plaza en el Tribunal de Cuentas (sus señorías perciben más de 112.000 euros al año más coche oficial, secretarias, dietas y pensión vitalicia) no podían faltar políticos más o menos retirados de la función pública pero que ejercieron un importante papel en el pasado. El carguete es un dulce panal de miel que atrae a las abejas más avispadas. Qué mejor ejemplo que el de Margarita Mariscal de Gante, toda una ministraza de Aznar a la que se le ha encargado la misión de redactar nada más y nada menos que la decisiva sentencia sobre el dinero despilfarrado en el procés, una factura o dolorosa de 5,4 millones de euros que deberán abonar los líderes secesionistas. ¿Es que no había otra persona más parcial, contaminada e ideologizada que ella? Pues por lo visto no.
El asunto es gravísimo, aunque apenas se comente en la prensa. Hablamos de políticos haciendo el papel de jueces y fiscales; políticos como los muñecos de madera del ventrílocuo arrestado José Luis Moreno; políticos ajustando las cuentas, nunca mejor dicho, a otros políticos, en este caso independentistas. Una auténtica aberración jurídica, un desvarío democrático que va contra los principios elementales de la separación de poderes, una singularidad anacrónica que no deja de ser una patata caliente para España, ya que en cualquier momento Europa volverá a darnos uno de sus habituales tirones de oreja por la baja calidad democrática de algunos de nuestros órganos jurisdiccionales. Y con razón.
Ahora entremos en las funciones y competencias de este balneario para instalados que ni la Montaña Mágica. Teóricamente, el Tribunal de Cuentas tiene la misión de fiscalizar los balances económicos de los partidos con representación parlamentaria y así lo hace en sus inspecciones e informes anuales. Curiosamente, y pese a que ninguna formación política, ninguna, ha quedado a salvo de irregularidades contables en más de cuarenta años de democracia, las denuncias contra los incumplidores por haber practicado una financiación interna poco exigente suelen caer en saco roto, rara vez llegan a los tribunales ordinarios de Justicia o a la Agencia Tributaria y a menudo se echa tierra encima, de modo que aquí paz y después gloria.
Todo ello por no hablar de que la lupa nunca se pone sobre los grandes bancos paganinis o del enorme retraso en que suele incurrir el susodicho tribunal cuando se trata de investigar a los partidos políticos. Baste solo un ejemplo: en 2012, cinco años después de estallar el escándalo de la trama Gürtel, sus señorías aún no habían terminado el informe de contabilidad de los partidos correspondiente al año 2007. Tal desidia intolerable en un Estado democrático solo puede tener una explicación lógica: la mayoría de los delitos de financiación prescriben a los cuatro años, de manera que muerto el perro se acabó la rabia.
Pero no solo se registran graves distorsiones en la propia concepción y funcionamiento de una institución regulada en la Constitución Española del 78. De cuando en cuando surgen noticias inquietantes, como que entre los consejeros elegidos no solo figuran exaltos cargos de confianza de los partidos políticos, sino familiares de otros que en algún momento han pasado por este organismo, lo que alimenta de forma preocupante los indicios de enchufe o nepotismo. No hace falta ser un crack del periodismo de investigación para detectar el tufillo sospechoso que emana de este asunto, basta con consultar la Wikipedia: “Casos flagrantes son la elección como consejeros de Manuel Aznar López, hermano del expresidente Aznar; de Antonio de la Rosa ya fallecido, concuñado de Rodrigo Rato; de Juan Velarde, que a la vez era patrono de la fundación del PP FAES; y Margarita Mariscal de Gante, exministra con Aznar. El propio presidente del tribunal, Ramón Álvarez de Miranda, es hijo del expresidente del Congreso y exdefensor del pueblo Fernando Álvarez de Miranda”.
El horror se completa con el siguiente párrafo de la enciclopedia digital: “También hay claros indicios de nepotismo al elegir a los trabajadores y altos cargos del tribunal. Denuncian que de sus algo más de 700 trabajadores, al menos 100 son familiares o allegados de consejeros y altos cargos del propio tribunal o políticos”. Es cierto que para lograr la plaza hay que pasar una oposición, pero son ellos mismos los que examinan al personal. O sea, aquello de todo queda en casa.
Tal desastre que sin duda hunde la imagen de la Justicia española ha sido denunciado incluso por el propio Tribunal Supremo, que en febrero de 2013 se quejó ante la alarmante politización que sufre esta institución y al constatar que en el Tribunal de Cuentas hay más funcionarios nombrados por los partidos que funcionarios de carrera. Casi al mismo tiempo, un informe de Transparency Internacional lamentaba que este organismo esté manipulado, cuando no manejado “desde atrás”, por los dos grandes partidos españoles, “que no podían permitir que un órgano de esta importancia quedara fuera de su control”.
Obviamente, el primer interesado en que todo siga tal como está es el inmovilista y ultraconservador Pablo Casado. Quizá sea por eso (porque el PP controla la mayoría del Tribunal de Cuentas desde hace 15 años), por lo que el jefe de la oposición se niega, una y otra vez, a renovar los cargos que integran el ente supuestamente fiscalizador. O puede que lo haga para no fastidiarle la jubilación dorada a algunos viejos dinosaurios de este Jurásico pseudojudicial que se eternizan en los despachos hasta los 90 años y más allá. Hoy, más que nunca, lo mejor que podemos hacer con este Tribunal de Cuentas es cerrarlo.
Viñeta: Pedro Parrilla
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