sábado, 17 de julio de 2021

EL BÚNKER JUDICIAL


(Publicado en Diario16 el 15 de julio de 2021)

Lo hemos dicho aquí antes: la extrema derecha no necesita dar un golpe de Estado sencillamente porque, siguiendo el manual de estilo Trump, ya lo ha dado. El mejor ejemplo de preocupante tendencia hacia el conservadurismo más reaccionario que promueve Vox es la reciente sentencia del Tribunal Constitucional que tumba el estado de alarma y confinamiento decretado por el Gobierno para luchar contra la pandemia por supuestamente atentar contra derechos fundamentales, como el de libertad de movimiento, consagrados en nuestra Carta Magna. Algunos vocales del Constitucional ya han mostrado su “estupor” por la deriva que han tomado algunos de sus compañeros de la mayoría conservadora, que muestran un peligroso deslizamiento hacia posiciones “profundamente antigubernamentales”, según informa hoy mismo la Cadena Ser.

Es evidente que el búnker ha fagocitado las más altas instancias del Poder Judicial para imponer una determinada ideología neocon, y no solo en el Constitucional, también en el Tribunal Supremo y en el CGPJ (máximo órgano de gobierno de los jueces y magistrados españoles). Este proceso no se ha resuelto de la noche a la mañana. Con el paso del tiempo, los peones conservadores se han ido situando estratégicamente siguiendo una hoja de ruta silenciosa pero imparable. La mejor prueba de que hoy tienen la sartén por el mango es que Pablo Casado se niega sistemáticamente, una y otra vez, a sentarse con Pedro Sánchez para renovar los cargos de la cúpula judicial. Por algo será.

Hay sobradas pruebas de esta tendencia hacia la involución, como la infame sentencia de las hipotecas (una lavada de cara a los bancos y al poder financiero frente a miles de consumidores estafados durante años); la sentencia de la manada (aquel magistrado que veía un ambiente de alegría y jolgorio en lo que no era más que una nauseabunda violación grupal); el cable que cierto juez falangista echó a los nietos de Franco en su batalla contra la exhumación de la momia del dictador; y la más reciente sentencia del procés, donde algún que otro juez (por recomendación de una Fiscalía peligrosamente teledirigida por el Gobierno Rajoy) se dejó llevar por el ímpetu patriótico y quiso empapelar a los líderes soberanistas por rebelión en lugar de por sedición, un atropello judicial en toda regla que tuvo que ser corregido a última hora, deprisa y corriendo, en el Tribunal Supremo. El giro de timón made in Manuel Marchena se dio por varias razones: porque era más que evidente que en ningún momento existió violencia ni insurrección por la vía de las armas; porque Europa sin duda entraría de lleno en el asunto en tercera instancia para enmendar la plana a la Justicia española; y porque se vio meridianamente claro que un asunto político como es el conflicto territorial en Cataluña fue gravemente judicializado. La mejor prueba de que aquel proceso fue una pantomima para darle un escarmiento a los independentistas es que Vox, un partido político, ejerció el papel de gran inquisidor contra los enemigos de España al tomar parte en el pleito como acusación particular, una práctica irregular que rompe con el principio de separación de poderes y desprende un tufo a manipulación que tira para atrás. 

Es un hecho incuestionable que algunos de nuestros eminentes togados se están dejando arrastrar por el lado oscuro voxista sin que la democracia pueda hacer nada por remediarlo. La ley está hecha de esa manera precisamente para que los partidos políticos (mayormente PSOE y PP) puedan hacer trilerismo con la Justicia. Además, cualquier intento de mejorar el funcionamiento del Poder Judicial, para hacerlo auténticamente libre e independiente, requiere de una reforma constitucional y ya sabemos que Casado y Abascal se opondrán a tocar una sola coma del sagrado texto del 78. Una vez más, el atado y bien atado sigue funcionando a las mil maravillas, esta vez gracias a los guardianes custodios de Vox.  

Todo ese descrédito de un Poder Judicial politizado de arriba abajo repercute negativamente en la imagen que la ciudadanía tiene de sus jueces y magistrados, tal como revelan los sucesivos informes de transparencia de la Unión Europea. Hasta un 58 por ciento de la opinión pública española tiene una imagen “mala” o “muy mala” de su Administración de Justicia, en buena medida por las interferencias y presiones políticas. Los españoles ya le han visto el truco al juego, que no es otro que el CGPJ se ha convertido en una “mera caja de resonancia de la confrontación partidista, y acarrea importantes consecuencias en este órgano”, en palabras de Ignacio González Vega, portavoz de la Asociación Juezas y Jueces para la Democracia.

El sistema de cuotas políticas y el cambalache, trapicheo o mercadeo de los partidos con los cargos de las más altas instancias judiciales ha terminado por ensuciar el Poder Judicial, pilar esencial de la democracia. Hace tiempo que el Estado español debería haber acometido una reforma en profundidad que garantice un proceso transparente de elección de los miembros de la judicatura con arreglo a unos criterios objetivos basados en el mérito y capacidad de los aspirantes a las plazas a cubrir. Por supuesto, los partidos políticos deben quedar totalmente al margen porque de lo contrario caemos en el mismo error de siempre: poner a los lobos a cuidar de las ovejas. Y ya de paso deberíamos acometer con urgencia la inaplazable reforma de la Fiscalía General del Estado para evitar que el Ministerio Público dependa directamente del Gobierno, tal como reconoció abiertamente Sánchez en aquella entrevista esclarecedora.  

Pero más allá de todo el trabajo que queda por hacer (la Transición de la Justicia quedó a medias) es preciso volver a esa sentencia del Constitucional que tumba el estado de alarma del Gobierno de coalición. La resolución adolece de graves contradicciones (reconoce que el confinamiento era necesario pero aplicando el estado de excepción, no de alarma, lo cual ya es cogérselo con papel de fumar) y también de hechos ciertos que han sido pasados por alto, como que Vox votó en el Congreso de los Diputados a favor de ese polémico decreto del 14 de marzo de 2020, una medida que el propio Santiago Abascal exigió a Sánchez ante el “descontrol de la pandemia”. Al comprarle el relato a los ultraderechistas, los magistrados conservadores del Constitucional no solo dan un precioso balón de oxígeno a los nostálgicos del régimen anterior, sino que obvian que quien primero pidió el decreto es el que interpuso el recurso después. De nuevo, el mundo al revés de los neofranquistas, la demagogia trumpista insufrible y el intento de voladura de la democracia y las instituciones desde dentro, esta vez con cobertura legal, la que han reportado sus señorías al bloque ultra.

El estado de alarma fue una herramienta necesaria, la única con la que, a falta de una ley de pandemias, contábamos en aquellos días negros en que los muertos se contaban por miles cada día. Vox votó a favor por mucho que ahora saque pecho de su victoria judicial. “Fui yo el que le exigió el 10 de marzo el estado de alarma. Ese día le pedí que unificara el mando de las Administraciones, es usted quien debe tener todo el mando. Aproveche sus poderes para minimizar la amenaza a la salud”, le espetó Abascal a Sánchez en aquella acalorada sesión parlamentaria. Ese pescado podrido es el que compran ahora los togados del TC seducidos por el universo casposo y retro de Vox. Patético.

Viñeta: Iñaki y Frenchy

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