(Publicado en Diario16 el 7 de julio de 2021)
Llegados a este punto tenemos que admitirlo. Nos guste o no, España es cada vez más racista. Y no es que lo digamos nosotros, los rojos irredentos de Diario16, es que lo dicen todas las encuestas, los observatorios oficiales de la cosa y los informes anuales de las oenegés, que son las que están al pie del cañón, luchando en primera línea de combate contra el monstruo que se abre paso en toda Europa.
Hace cuarenta años, cuando salimos del túnel del franquismo y abrazamos la modernidad, la liberación sexual y “la movida” cultural, dimos por derrotado el virus del racismo. En aquella época ser racista estaba mal visto y a todo aquel que se declaraba xenófobo se le echaba de las discotecas, como a un apestado, por la mala propaganda que atraía y para que no hicieran daño a nadie en una especie de apartheid a la inversa necesario, ético y legítimo. Entre los mítines humanistas de Tierno Galván, las películas de Almodóvar y los editoriales fuertes de El País (cuando El País era El País) dimos por derrotado al racismo, que es el cemento del fascismo, pero nos equivocamos al pensar que aquello se acabó.
Cuatro décadas después el engendro sigue más vivo que nunca. Los prodigiosos avances y conquistas sociales del Estado de derecho van camino de ser enterrados para siempre y ser racista se ha convertido, otra vez, en todo un orgullo. Este año, para dar placer a sus socios ultras de Vox, Martínez Almeida ha ordenado retirar la bandera del arco iris del balcón del Ayuntamiento, lo cual supone una involución gravísima y un enorme paso atrás en los derechos cívicos que no ha sido suficientemente ponderado por la sociedad madrileña. Se empieza por meter la bandera LGTBI en el cajón y se termina por instaurar la festividad de la sangre española. Cualquier día el alcalde se carga el Día del Orgullo Gay del calendario y lo sustituye por el Día de la Raza con muchas carrozas forradas en rojigualda y repletas de falangistas pintureros, la Legión desfilando a pecho descubierto y la discomóvil a todo trapo con el Cara al Sol rompiendo tímpanos.
Fue Guerra quien dijo aquello de que, tras los oportunos cambios socialistas, a España no la iba a reconocer ni la madre que la partió. Y así ha sido, pero para mal. Hemos ido para atrás como los cangrejos y hoy hasta los jueces de la Audiencia Provincial de Madrid se han subido a la moda ultra para dar amparo a los bulos racistas propalados por Vox contra los “menas”. Esa parte de la sentencia que reconoce que los niños inmigrantes “representan un evidente problema social y político” para el país resulta especialmente triste por lo que tiene de discriminación de la infancia. La resolución es tan retrógrada y lamentable que hace perder la confianza en el género humano pero nuestros jueces hace ya tiempo que no dictan sentencias, sino que redactan panfletos políticos o editoriales fuertemente ideologizados, como denuncia el certero periodista Enric Juliana.
Hoy el xenófobo o racista confiesa su mal sin complejos y ya no se siente un bicho raro porque hay otros muchos trogloditas como él que han salido de la caverna de la historia, que es como salir del armario pero al revés. El odio a las minorías se extiende peligrosamente por todo el país. Y no solo el odio al inmigrante, también el odio al homosexual, el odio a las feministas, el odio al rojo separatista enemigo de la patria. Aquí se trata de odiar por odiar y romper la convivencia y el consenso progre.
Cada vez son más las personas que se dejan seducir por estas ideologías autoritarias y negacionistas de los valores democráticos tan viejas como los grandes imperios de la Antigüedad. El odio como sistema político no es algo nuevo. Mussolini decía sentirse fascinado por la Roma de los césares y Hitler quedó atrapado por las culturas germanas ancestrales. El sentimiento de fobia y rencor no ha cambiado nada desde Atapuerca hasta nuestros días. Siguen siendo las mismas pulsiones de violencia y muerte, las mismas palabras llenas de bilis, el mismo hedor que aterroriza.
¿Acaso no es un disparate hablar de una raza propiamente española, como hacen los nacionalistas hispanos o patriotas de nuevo cuño? ¿No es un contrasentido que un español, quintaesencia del mestizaje a través de los tiempos, sienta rechazo, aversión o xenofobia hacia un extranjero? Don Miguel de Unamuno, siempre tan humanista, respondió a ambas preguntas cuando dijo aquello de que “los unitarios que sueñan con la unidad impuesta por la fuerza hablan de raza española. Es no saber lo que se dice, tantas son las razas que han buscado el calor del sol de España”.
No va a resultar fácil explicar lo que nos está ocurriendo como sociedad y como pueblo. Detrás del fenómeno racista de nuevo cuño hay toda una maraña de factores identificados y otros muchos que aún no hemos conseguido detectar. Sin duda, el racismo vuelve por el propio movimiento pendular de la historia; porque un tipo como Trump lo ha resucitado; por la crisis del Estado de bienestar y de la socialdemocracia (que no ha levantado cabeza desde la caída del Muro); por la globalización que ha propiciado grandes movimientos demográficos descontrolados de un país a otro; por la crisis económica galopante; y por la propia rabia contra el sistema o establishment de políticos corruptos, a quienes el racista señala como grandes culpables del falso mito de que los extranjeros viven a cuerpo de rey mientras los españoles son abandonados a su suerte. Toda esa panoplia de ideas nefastas ha calado hondo y hoy la frase “yo no soy racista pero…” triunfa de costa a costa.
En los años ochenta dos psicólogos sociales, Samuel L. Gaertner y John F. Dovidio, acuñaron el término “racismo aversivo” para definir ese sentimiento de quienes no se consideran racistas pero lo son incluso más que aquel negrero que fustigaba con el látigo al pobre Kunta Kinte en Raíces, la serie que a falta de actividades extraescolares nos educó en igualdad, allá por la Transición. Se trata de todos esos ciudadanos aparentemente honrados que cuentan chistes sobre negros, que piropean a las mujeres por la calle como acosadores consentidos (con la nueva ley se les acaba el chollo) y que se jactan de no ser homófobos porque ellos también tienen amigos maricas, aunque jamás los inviten a un café, no vayan a pillar el sida.
Por supuesto, tales personajes se declaran respetuosos de las tradiciones; católicos, apostólicos y romanos; hombres y mujeres de sus familias y sus casas; y votantes de partidos nostálgicos que vienen a poner orden en esta república sanchista, roja y desmadrada. Ese tipo, por lo general arrogante, faltón y chulo, ha vuelto con su perfume a Varón Dandy, aquella fragancia “genuinamente varonil”, como decía el anuncio. Ayer mismo, el gran Spike Lee denunciaba en Cannes el momento crítico en el que se encuentra la humanidad. “La población negra sigue siendo cazada como animales, vivimos en un mundo dirigido por gánsteres”. En España ya ha comenzado la caza al diferente. Por más que lo intenta, uno no puede quitarse de la cabeza la imagen de Samuel, el pobre chico al que unos energúmenos han matado a patadas. Malditos todos ellos.
Viñeta: Pedro Parrilla
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