Toda Italia llora la muerte de Raffaela Carrà. Miles de personas despiden a la diosa cantando sus grandes éxitos, lanzándole rosas amarillas desde los balcones y visitando la capilla ardiente en la Piazza del Campidoglio de Miguel Ángel para darle el último adiós. No es para menos. Fue una diva, una artistaza inmensa, una Afrodita platino, y merecía el mejor de los homenajes. Ni siquiera el calor que funde Roma esta semana impedirá que los italianos estén con ella estos tres días de luto oficial.
La Carrà no fue historia de la televisión. Era la televisión en sí misma. Fue ella, con sus audiencias estratosféricas, la que levantó el imperio de la RAI. La gran show girl (así la bautizaron cuando la vieron moverse en el escenario por primera vez) puso patas arriba la sociedad italiana y el mundo del espectáculo allá por los setenta. No fue una cantante más sino una revolución social, política y sexual. Un auténtico torbellino de libertad, una Venus de Milo enfundada en un ceñido maillot rojo de licra que hizo temblar los muros de San Pedro. No en vano, la Iglesia de Roma condenó sus modelitos cortos de tela y generosos de piel por provocativos y por incitar a los pecados de la carne. La curia nunca perdonó a ese ombligo libertino que parecía tener vida propia, hasta tal punto que su canción Tuca Tuca sigue estando en el canon de las obras prohibidas y heréticas desde que el papa Pablo VI iniciara una campaña de desprestigio contra ella en L’Osservatore Romano. Todo fue inútil, nada pudo frenar a la rubia indomable.
A la Carrà los poderes fácticos más retrógrados la etiquetaron como la perdición hecha mujer, el diablo corporeizado, un peligro público para la moral y las buenas costumbres. A buen seguro, más de un cura sigue teniendo pesadillas lúbricas con sus bailes sensuales, sus golpes de cadera y de melena salvaje, sus escotes adelantados a una época y su simpática sonrisa entre ingenua y picante como no habrá otra (tenía algo entre Sophia Loren y Audrey Hepburn que la hacía irresistible). Cuando cantaba aquello de “para hacer bien el amor hay que venir al sur”, sin complejos y con descaro, socavaba los cimientos mismos del Vaticano y se desataba la enésima crisis de gobierno en el Palacio del Quirinal.
Gozaba de una voz misteriosamente polifónica mitad femenina, mitad masculina o incluso neutra, y aún no ha nacido el musicólogo que consiga descifrar cuál es el secreto de esa voz, una voz que eran muchas en una, una voz de arco iris que abarcaba todos los colores y tonalidades. Quizá fue ese mestizaje tonal (y su libertinaje racial, por supuesto) el que cautivó a las personas LGTBI, que la elevaron a los altares como un icono antisistema. Triunfó como nadie con superventas como Explota, explota, Fiesta, o Caliente, caliente, auténticos cantos a la alegría de vivir ante los que los gazmoños, pacatos y tristes puritanos no podían hacer otra cosa que taparse los oídos y suplicar que aquella seductora de Satán acabara cuanto antes. Puso banda sonora a la Transición española, hasta tal punto que su música estaba en cada playa, en cada chiringuito, en cada discoteca de verano con aquellas bolas plateadas de cristal que giraban como estrellas en el cielo. Ay, la música disco, cuánta nostalgia.
Hoy, cuando el ministro Garzón nos sugiere que dejemos de comer chuletones y lonchas de ibérico, último placer del castigado proletariado, recordamos aquellos años ingenuos en los que los españolitos atrasados se alimentaban con la carne visual de la Carrà. Tuvo buenas ofertas del cine americano, pero aquello no cuajó probablemente porque el falso decorado hollywoodiense no estaba hecho para alguien que era auténtica, una artista cercana, una diva del pueblo alejada de todo elitismo y falso glamur. “Ni bebo ni me drogo, por eso Hollywood no era para mí”, confesó. Raffaela, nuestra Rafi, podía estar en una lujosa gala de la RAI y en la verbena de cualquier pueblo. Era como esa amiga terremoto algo alocada y divertida que aparece con un chiste y una botella de vino para alegrarle a uno el día. La condesa descalza de la música italiana, un espíritu libre, una mujer comprometida y de férreas convicciones.
Ha dejado instrucciones exactas para que la lleven al otro mundo en un simple ataúd de pino. Sin más boato, sin ninguna exaltación de riqueza. “Siempre voto comunista. Implica una manera de vivir y una responsabilidad muy grande”, dijo en cierta ocasión sin ocultar sus ideas políticas. Y no solo eso. También se declaró firme defensora de los derechos de las minorías sexuales. La derecha llevaba décadas bailando por Raffaela en banquetes, bodas y comuniones sin saber que detrás de la estrella había una bolchevique hasta las trancas. Han estado bailando y cantando al ritmo de una rojaza convicta y confesa sin saber todo lo que había detrás de sus mensajes calientes, revolucionarios y subversivos contra el mojigato orden moral establecido.
La derecha quiso apropiarse de ella cuando recaló en nuestra tierra y se hizo medio española ya para siempre. Qué ridícula y patética llega a ser toda esta gente. Como no profundizan, como se quedan en la manida consigna patriotera, como no leen ni saben de nada, llegaron a pensar que la Carrà era como ellos. Nada más lejos. Sus letras hablan de libertad sexual, de homosexualidad, de transgresión, de buen rollo y de alegría de vivir. Todo lo que repudia este personal triste y luterano de la extrema derecha que vive por y para el odio. Primero la idolatraron como una patriota más de su extraño mundo casposo y taurino y ahora que descubren su marxismo ortodoxo quieren enterrar su memoria. En las redes sociales ya la están linchando por comunista millonaria, traidora, utópica ingenua y mil estupideces más. Algunos, llenos de furia y fanatismo, habrán roto sus vinilos al enterarse de que más que una Tosca italiana era una troska peligrosa. Es la última batalla victoriosa de una camarada que siempre fue valiente e hizo lo que le dio la gana. Ciao bella, jamás te olvidaremos.
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