(Publicado en Diario16 el 9 de julio de 2021)
La Policía de A Coruña sigue sin descartar nada en el crimen de Samuel, aunque los medios de comunicación empiezan a filtrar que los investigadores barajan una agresión grupal contra la víctima indefensa descartando el delito de odio. Va a ser difícil probar que a este pobre muchacho lo han matado por su condición sexual. En primer lugar porque, por lo visto, los asesinos no lo conocían ni sabían nada de su vida privada. Y en segundo término porque todo apunta a que la paliza no fue premeditada ni planeada en función de la homosexualidad de la víctima, sino que se produjo de una forma espontánea y casual.
Los indicios apuntan a que los integrantes de la jauría, las bestias de la manada enloquecida –bien por influjo del alcohol o las drogas o simplemente porque son una pandilla de delincuentes, cafres o tronados– desencadenaron su espiral de violencia irracional en ese mismo instante fatídico en que se cruzaron con Samuel. Según esa hipótesis, la amenaza que le lanzaron antes de acabar con su vida (“o paras de grabar o te mato, maricón”) sería puramente anecdótica, ya que el crimen fue consecuencia de un calentón.
Juega a favor de la teoría de la agresión espontánea el artículo 510 del Código Penal, que tipifica el delito de odio como la promoción, incitación y difusión de materiales, acciones o violencia hacia personas por su raza, sexo, orientación sexual o identidad de género, entre otros motivos. Es decir, el agresor comete un delito de odio cuando ataca específicamente a una o varias personas de una minoría social, el “grupo diana”, como lo define una circular de la Fiscalía General del Estado que trata de acotar el artículo. No parece que este sea el caso, según dicen los periodistas suceseros con fuentes en la Policía.
Ahora bien, entendidos los argumentos legales, los tecnicismos y la verdad jurídica, cabe preguntarse, desde un punto de vista filosófico y humano, cómo puede ser posible que un grupo de alimañas se abalance contra un muchacho indefenso, lo acorralen al grito de “maricón”, lo cosan a golpes y patadas durante un cuarto de hora y den rienda suelta a sus instintos más primarios hasta acabar con su vida sin que en esa secuencia dramática medie el odio, no ya en su dimensión jurídica y tasada en el articulado de un código penal, sino en su significado más elemental y común. O dicho de otra manera, ¿puede alguien ejecutar un crimen tan nauseabundo sin albergar en su cabeza y en su corazón una potente dosis de odio, de rabia y violencia que en un momento dado actúa como catalizador o combustible para dar mecha a la orgía de sangre y golpes? Ahí está el quid de la cuestión y ahí reside la clave del asunto que no estamos sabiendo calibrar bien.
No se puede matar a una persona sin que brote un ardiente y efusivo odio interior. Un odio irreprimible que florece sin que nadie más que el asesino sepa cómo ni por qué. Lo cual nos lleva a pensar que algo terrible está ocurriendo en cierta parte de nuestra juventud. Cada vez son más los delitos que tienen que ver con la violencia gratuita y sin sentido sin que los sociólogos y psicopedagogos sepan dar una explicación concreta al fenómeno. Sabemos que algo va mal en no pocas cabezas de la muchachada española de hoy pero no podemos hacer nada por evitar que los crímenes sigan ocurriendo. Cada fin de semana, las policías locales de nuestro país elaboran partes de incidencia en los que no falta un buen menú de palizas, peleas, agresiones, enfrentamientos entre bandas futboleras, insultos y abusos sexuales que ponen de manifiesto que el problema de la violencia juvenil, lejos de ser resuelto, se recrudece cada día.
En ese parte dominguero de puñetazos, labios como pimientos morrones y ojos morados pueden influir numerosos factores que se perciben sin necesidad de ser un avezado criminólogo. Así, podemos suponer que existen componentes biológicos (alteraciones orgánicas o patológicas del individuo); psicológicos o psiquiátricos (determinados rasgos de personalidad que inducen al crimen); y sociológicos (influencias externas sociales, económicas y culturales), que mueven a los jóvenes a dejarse llevar por la violencia en un momento determinado. Pero, una vez más, quizá nos estemos olvidando del elemento principal, el factor humano, existencial y filosófico angular para entender el dilema.
Sin entrar aquí en análisis más o menos complejos sobre la teoría científica del crimen, hablamos del odio, del odio al otro y a la sociedad, del odio al diferente, del odio a la humanidad entera como expresión de la más exacerbada misantropía, del simple y puro odio como acelerante de asesinatos monstruosos como el ocurrido en A Coruña. Y ahí, una vez más, tenemos que hacer una profunda reflexión como sociedad, como pueblo y como país.
Estamos fracasando en los primeros peldaños de la educación del niño. Cada vez hay más familias desestructuradas, bien por la situación económica dramática por la que atraviesa el país, bien porque aumenta el índice de rupturas matrimoniales que acaban generando frustración, traumas infantiles y rabia en los menores, cuando no abandono de las tareas de crianza de los progenitores. Por si fuera poco, también estamos fallando en los colegios, donde hemos dejado de enseñar a nuestros alumnos cosas tan elementales como la filosofía, los valores, la ideas y el discernimiento entre lo que está bien y lo que está mal. Hemos creado una generación de traumatizados por el miedo y ya sabemos, por Bernard Shaw, que el odio siempre es la venganza de un cobarde intimidado. Ahí, en las aulas, anida el bullying, el matonismo infantil, el germen del mal que estallará después, ya sea en la época adolescente o en plena juventud. Si no sabemos detectarlo a tiempo, estamos siendo culpables por omisión del futuro homicidio.
Preparamos a pequeños ciudadanos para que sean eficientes con el inglés y la informática, pero hemos desistido ya de formar personas, que más allá del informe PISA debería ser el primer objetivo de todo sistema educativo. Demasiadas escuelas españolas empiezan a parecerse al argumento de Semilla de maldad, aquel clásico de Richard Brooks con Glenn Ford interpretando magistralmente a un veterano de guerra contratado como profesor en un conflictivo colegio público que más que un centro docente parece una cárcel repleta de pandilleros, golfos y delincuentes en potencia. En esa siniestra escuela, los jóvenes con tupé y chupa de cuero han sustituido el bolígrafo por la navaja y los libros por el rock rebelde de Elvis, de modo que son capaces de todo, desde violar a una profesora en medio de una clase hasta apalear a un maestro en el recreo, con tal de parecer más machos.
Cada día es más frecuente ver expresiones de violencia callejera en nuestra juventud: ataques xenófobos, odio contra el inmigrante, machismo, violaciones grupales, exaltación de ideologías políticas aberrantes y de ultraderecha… Tenemos que empezar a ver los crímenes de nuestros jóvenes como errores propios y como expresiones de odio fruto de una sociedad enferma, desintegrada y fallida. Quizá les hayamos arrebatado lo que merecían por derecho propio, condenando a toda una generación al inútil botellón, a la rebeldía contra unas familias frías e indolentes, a la desobediencia contra las instituciones y a la fiebre violenta del sábado noche. O quizá sea radicalmente lo contrario: les dimos todo lo que nos pidieron, libertad, dinero, buena comida, buena ropa, placer, viajes, y nos olvidamos de darles lo más importante: amor y una educación en valores. Ahora tenemos a las jaurías juveniles campando a sus anchas por nuestras ciudades y pueblos y no sabemos qué hacer con ellas. Se nos olvidó explicarles a Platón y pagamos las consecuencias, de tal manera que la terrible pregunta sigue siendo: ¿quién será el próximo Samuel?
Viñeta: Pedro Parrilla
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