(Publicado en Diario16 el 24de octubre de 2019)
Franco ya no está en el sórdido mausoleo que se hizo construir con el sufrimiento de miles de presos políticos. La colosal puerta de la Basílica del Valle de los Caídos se abrió hacia las 13.00 horas y apareció la comitiva fúnebre: los Franco portando a hombros el féretro del dictador cubierto con la bandera y el escudo de la Cruz Laureada de San Fernando, máxima distinción del Ejército español. Esa ha sido la única concesión de la democracia española al tirano. No ha habido himno oficial, ni salvas de homenaje, ni desfiles militares, tal como pretendía la familia, que hasta el último momento ha presionado para que se diera al acto el carácter de funeral de Estado. Solo el silencio de la derrota fascista que retumbaba por todo el templo.
La escena ha transcurrido en medio de un vacío absoluto, sordo, monástico. La nada era el premio final que merecía el sátrapa. Únicamente el viento gélido y fantasmal que suele azotar el Valle de los Caídos y algún que otro grito de viva Franco, viva España, han roto la tensión del momento. Finalmente, en la inmensidad de la explanada rodeada de pórticos, bajo la cruz mastodóntica y las esculturas que el propio dictador diseñó según su expreso deseo, aparecieron los coches de la comitiva que debían trasladar los restos de Franco al cementerio de Mingorrubio. A menos de quince minutos de Cuelgamuros, en un campo de tiro cercano al camposanto habilitado como aeródromo improvisado, aterrizaba el helicóptero Súper Puma en el que el general ha culminado su último viaje. Tenía que ser en un campo militar donde claudicara finalmente el mayor golpista de todos los tiempos.
El prior Cantera, mirada hosca y huraña de resentimiento, lanzaba latigazos de agua bendita sobre la caja de su idolotrado dueño y señor. Alguien ha creído ver que una lágrima furtiva se desprendía por su pálida mejilla. A las puertas de la Basílica, al borde de la escalinata, la comisión del Gobierno seguía de cerca cada movimiento. Dos funcionarios y la ministra de Justicia, Dolores Delgado, vestida de negro riguroso, contemplaban cómo la familia Franco conducía lentamente el ataúd hasta el coche fúnebre. La notaria del Reino con el ceño fruncido y el rostro aterido; sus colaboradores sobrios, contenidos, con la mirada en el horizonte. Ha sido una imagen cargada de simbolismo: arriba el poder del Estado de Derecho. Un poder firme, engrandecido, legítimo. Abajo, alejándose ya del agrietado mausoleo que ha cobijado los restos del dictador en los últimos 44 años, los Franco portando el féretro que parecía cada vez más pequeño e insignificante. El hechizo de la pesadilla franquista se disolvía en una especie de catarsis, de conjuro mágico. Por momentos la escena representaba lo que realmente era: no la simple exhumación de un cadáver, no el traslado de unos huesos descompuestos de un punto a otro, sino el destierro post mortem de un dictador, el ostracismo de un caído en desgracia, el juicio final que no tuvo en vida. La derrota y la expulsión de un dictador de su trono que parecía construido para perdurar durante siglos, mil años de Reich, eternamente.
Y así, sin más, empequeñecido por la historia, en medio del olvido más absoluto (solo un puñado de acólitos nostálgicos lo han acompañado en este trance, qué diferencia con aquel fastuoso día de 1975 cuando el dictador fue enterrado en un multitudinario funeral de Estado con 100.000 asistentes) el ataúd fue introducido a empujones en el helicóptero, que se elevó suavemente por los aires para llevarse al tirano de su infame escondrijo y quizá, ojalá, del recuerdo de los españoles. Un pueblo que nunca mereció al jefe de Estado más enloquecido, sanguinario y endiabladamente cruel de toda su maldita y triste historia.
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