(Publicado en Diario16 el 11 de noviembre de 2019)
Albert Rivera ya es historia. Su ambición desmedida ha conducido a Ciudadanos al despeñadero. Pudo gobernar con Pedro Sánchez y le colocó un cordón sanitario. Pudo haber dicho no a la extrema derecha, como hicieron en su día otros partidos liberales europeos, y terminó asociándose con ella. Pudo gobernar en Cataluña tras ganar las elecciones autonómicas contra todo pronóstico pero dimitió de su responsabilidad frente al independentismo, dilapidando la ilusión de miles de votantes unionistas que confiaron en él y se sintieron abandonados. Y pudo regenerar de corrupción la vida pública española, pero se entregó como una simple muleta a los intereses del PP. No hizo nada de lo que prometió, salvo dejarse llevar por un ansia de poder que ha terminado cavando su tumba.
Rivera quiso sorpasar al PP pero no pudo. Pese a todo se autoproclamó líder de la derecha española cuando tenía por delante a otro que sacaba más votos que él. Ha sido el candidato fake, una moda pasajera, un producto cosmético de la terrible mercadotecnia que asola la política española. Preparémonos para asistir en los próximos años al surgimiento de más Riveras, decenas, cientos de riveritas por doquier que llegarán a la política para probar suerte echándole un póker al bipartidismo. Aventureros y oportunistas con deseo de subirse al atril del Parlamento para vivir la experiencia y saber lo que se siente; políticos vacuos sin ideología, sin talento, sin talla ni valía. Agentes comerciales en lugar de estadistas; vendedores de enciclopedias baratas en lugar de políticos intelectual y profesionalmente dotados. Modelos de la pasarela Cibeles-Carrera de San Jerónimo. Trajes parlantes con la etiqueta de emergentes que solo buscan su propia proyección personal. Flores de un día, carne de cañón para los programas rosa y los amoríos con famosas cantantes.
“Dimito para que otro pueda tomar las riendas del proyecto nacional de centro liberal que es Ciudadanos”, ha dicho hoy, solemnemente, durante su emocionada despedida. “Defender a mi país no ha sido cobrar una nómina, ha sido un honor. Me apasiona servir a España”, ha añadido en tono melodramático para terminar citando a Obama, con cuyo ideario político poco o nada tiene él que ver (una contradicción más): “Si para ganar tienes que dividir a la gente vas a dividir a un país”. Y se ha marchado de la política con esa frase machacona sacada de Barrio Sésamo que ha repetido tantas veces en sus intervenciones públicas, su gran aportación ideológica a la historia de España: “No quiero un país dividido en rojos y azules”.
Pero no perdamos más tiempo con un hombre que habla desde la tribuna de oradores del Parlamento como quien habla con el codo apoyado en la barra de un bar; un aficionado de la política que ha sobreactuado todo el rato hasta llegar al histrionismo (recuérdese aquello de la “banda de Sánchez”); un adicto a los trucos, a los artificios efectistas y a sacar conejos de chisteras en los debates televisivos (lo de llevarse al plató un adoquín de las calles de Barcelona fue más propio de un feriante desesperado porque se le va la clientela que de un candidato a presidente del Gobierno).
Su dimisión, probablemente lo único auténtico y sincero que ha hecho durante todos estos años de vorágine política, supone el acta de defunción de Ciudadanos, que queda con 10 raquíticos escaños cuando tenía 57. Al tirar la toalla certifica la derrota de su proyecto y de su estrategia y allana el camino para que Sánchez pueda ser investido con la más que probable abstención de la formación naranja. Esta vez seguramente no habrá cordón sanitario. Ha tenido que reventar el partido entero para que Albert Rivera, el hombre que llegó en pelotas a la política y se va de la misma guisa, se diera cuenta de que no estaba dando una a derechas.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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