(Publicado en Diario16 el 14 de noviembre de 2019)
En el mes de julio, cuando se agotaba el plazo para formar Gobierno o ir a nuevas elecciones, Gabriel Rufián instó a PSOE y Unidas Podemos a ponerse de acuerdo antes de las vacaciones porque en septiembre “todo sería diferente”. De esa manera, dejaba claro que ERC estaba dispuesta a arrimar el hombro en ese momento para sacar adelante un Ejecutivo progresista, pero si se dejaba el examen para después del verano la oferta de mano tendida caducaría. Al final, como todos sabemos, no hubo pacto de izquierdas, llegó el otoño caliente, la sentencia del “procés”, el clamor ciudadano, el vendaval callejero y la lluvia de fuego y adoquines. Tal como advirtió el joven líder republicano catalán hoy todo es diferente y aunque tras las elecciones del 10N el acuerdo entre socialistas y morados está prácticamente cocinado (más por necesidad e instinto de supervivencia de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias que por sintonía política) ahora es Esquerra la que no puede dar el “sí” gratis total porque está maniatada por las graves circunstancias que vive Cataluña. De hecho, Rufián ya ha puesto sus condiciones al exigir la convocatoria de una mesa de partidos para resolver el conflicto territorial. El documento que han firmado Sánchez e Iglesias apuesta efectivamente por el diálogo y no por soluciones represivas, pero siempre dentro del “orden constitucional”. Una propuesta que para ERC va a resultar insuficiente y difícilmente asumible, ya que excluye de la mesa el referéndum y la amnistía de los presos soberanistas. Ni una cosa ni otra pueden ser debatidas, ya que ambas están prohibidas por la Carta Magna.
De modo que la investidura de Sánchez pasa necesariamente por ERC, que vuelve a tener una de las muchas llaves que necesita la debilitada coalición PSOE/UP. Y será en esa encrucijada donde Rufián se verá obligado a decidir, y no precisamente sobre el manido derecho a la autodeterminación, sino sobre cuestiones que tienen más que ver con los principios y las ideas, con la altura de miras, con la valentía y la dignidad de un líder que se dice de izquierdas y que aspira a alcanzar algún día la consideración de hombre de Estado. Fue Camus quien dijo aquello de “amo demasiado a mi país como para ser nacionalista” y ese es el gran dilema al que tendrá que enfrentarse Rufián en las próximas semanas cuando se suba al escaño del Congreso de los Diputados y tenga que votar sí o no a Sánchez.
Será entonces cuando el solvente gran actor de la impresora, las esposas y la fusta contra los instalados del Sanedrín parlamentario tendrá que mirarse al espejo, evaluarse a sí mismo y decidir si hace política audaz, valiente, a lo grande, permitiendo que millones de españoles y catalanes se beneficien de medidas sociales y reformas democráticas urgentes o si sigue instalado en la política de lo diminuto, en las costumbres y tradiciones del hermético terruño, en el conservadurismo nacionalista. Rufián debe decantarse entre la dialéctica fácil independencia-unionismo o colaborar en la lucha mucho más honrada y épica contra la ultraderecha carpetovetónica, contra las poderosas élites y el gran capital.
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