(Publicado en Diario16 el 27 de octubre de 2019)
Las banderas deberían usarse siempre con moderación y mantenerlas a buen recaudo, en la medida de lo posible. Un exceso de enseñas, divisas y estandartes conduce indefectiblemente a una borrachera patriótica multicolor que suele acabar mal. Ya lo hemos visto en las últimas semanas de convulsión en Cataluña. Cuando alguien se envuelve en la bandera ya no hay nada más que importe en la vida. Ni la familia, ni los amigos, ni el trabajo, ni los estudios universitarios. Todo se termina haciendo por y para ese trapito de colores que en realidad no significa nada, aunque sea muy útil para que una minoría de listos convenza a una mayoría de tontos de que deben hacer la guerra por su cuenta. Hoy era el día de los otros, los del bando contrario, los unionistas.
Miles de personas se han lanzado a las calles de Barcelona en la manifestación constitucionalista convocada por Sociedad Civil Catalana (SCC). Tras el empacho de esteladas tocaba el empacho de rojigualdas. En España hemos llegado a un punto en que se trata de ver quién grita más alto, quién suelta el insulto más grosero, quién pega el porrazo o la pedrada más fuerte y quién la tiene más larga (la bandera). Cosas propias de pueblos sin civilizar. Ya lo dijo Schopenhauer: “Todo imbécil execrable que no tiene en el mundo nada de que pueda enorgullecerse se refugia en este último recurso de vanagloriarse de la nación a que pertenece por casualidad”.
Inicialmente Vox no estaba invitado al acto, pero el cabeza de lista al Congreso por Barcelona, Ignacio Garriga, ha acudido para acusar a los socialistas de “traición a la patria”. Los de Abascal no pierden la oportunidad de echar una palada más de odio. Los organizadores habían dejado claro que la formación ultra no era bien recibida, pero Abascal respondió que miembros de su partido acudirían a la cita sí o sí porque no necesitan “permiso de nadie”. Aquí ya no se trata de resolver nada, sino de liarla. La cuestión es cuánto va a tardar en estallar el polvorín.
En otro orden de cosas, cuentan las crónicas que la manifestación ha comenzado en el cruce del paseo de Gràcia con la calle Mallorca bajo el lema “Por la concordia, por Catalunya: ¡Basta!”, y que los participantes llevaban numerosas banderas nacionales. De concordia queda ya muy poco. Y respecto a Cataluña, unos y otros dicen amarla mucho cuando en realidad la están matando poco a poco. De aquella tierra rica, próspera, culta, moderna y acogedora solo quedan ya las hogueras medievales, las barricadas, la lluvia de adoquines y los ejércitos de anarcos que campan a sus anchas dando caza al ‘botifler’ españolista.
A la manifestación han asistido los ministros José Luis Ábalos y Josep Borrell; el primer secretario del PSC, Miquel Iceta; el líder del PP, Pablo Casado; el líder de Cs, Albert Rivera; la candidata popular al Congreso por Barcelona, Cayetana Álvarez de Toledo, y la de la formación naranja, Inés Arrimadas, entre otra gente que por lo visto ha renunciado ya a resolver el drama catalán y ha optado por la pancarta y el eslogan callejero. El pueblo tiene derecho a la protesta; el político tiene la obligación de resolver los problemas, que para eso les pagan. Está muy bien que todos esos dirigentes se manifiesten para decirle a los violentos que la calle no es suya y para defender la Constitución. Pero mejor harían en sentarse a dialogar para reformarla y adecuarla a los nuevos tiempos que corren antes de que el edificio, aquejado de una grave aluminosis política, se nos venga abajo irremediablemente.
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