(Publicado en Diario16 el 5 de noviembre de 2019)
El mundo ha entrado en una especie de curva espacio temporal de la historia que nos ha devuelto directamente a los años 30 del pasado siglo y al auge de los totalitarismos. Los partidos fascistas han salido de sus tumbas y marchan orgullosos por las calles de Berlín, Roma o Madrid. Ya no se esconden y gobiernan en muchos lugares en coalición con partidos supuestamente demócratas, véase Andalucía. Lo facha ya no está mal visto, se maquillan crímenes, holocaustos y dictadores y se recuperan viejos discursos patrióticos e himnos militares. Una especie de “fasciocracia” ha llegado para quedarse, un régimen donde lo fascista convive en perfecta armonía con la democracia en un híbrido tan sorprendente como aberrante.
Tras la Segunda Guerra Mundial los fascismos parecían definitivamente derrotados y las democracias se consolidaban en Occidente. La ONU recuperaba el papel de mediador y garante de los derechos humanos y las economías empezaron a carburar a pleno rendimiento. El sueño de un mundo en paz y libertad parecía cada vez más cercano. Pero todo fue un espejismo. Tras los bloques capitalista y comunista se escondieron los siniestros supervivientes de aquellos regímenes totalitarios que se infiltraron en las instituciones y en la economía del nuevo mundo surgido tras 1945. La crisis de 2008 nos quitó la venda de los ojos y pudimos comprobar en toda su crudeza quién estaba detrás del simulacro de las democracias liberales: un fascismo económico latente, unas élites duras, un totalitarismo financiero que abandona a los más débiles a su suerte; que rescata bancos en quiebra mientras desahucia de sus casas a aquellos que no pueden pagar la hipoteca; que impone un sistema darwinista tan injusto como cruel. Se vio que la economía ultraliberal moderna no difería demasiado de la fascista, donde las grandes corporaciones también se quedaban con las ganancias, mientras los contribuyentes financiaban las pérdidas, tal como dijo cierto pensador.
Hoy los ideólogos de esa economía caníbal, las élites herederas de Hitler y Mussolini, han decidido que es su momento. Tras décadas de ostracismo y clandestinidad han pasado a la acción. Ya no se contentan con dominar Wall Street, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional. Quieren recuperar lo que creen que es suyo: los resortes del poder político, los tribunales de Justicia, los ayuntamientos y los Parlamentos. La consecuencia inmediata es que deportistas negros como Balotelli son abucheados y humillados en los estadios de fútbol por miles de fascistas que se jactan de su nauseabundo supremacismo blanco mientras en ciudades alemanas como Dresde se ha tenido que declarar el estado de “emergencia nazi”.
Pues pese a ello, Abascal se jacta de que si llega al poder una de sus primeras medidas será prohibir partidos nacionalistas centenarios que como el PNV han contribuido de forma decisiva al mantenimiento de la nueva España democrática. El gesto de Aitor Esteban de no querer estrechar la mano de Ortega Smith alegando que no puede entablar relación de amistad con el representante de un partido franquista es perfectamente comprensible. El Partido Nacionalista Vasco jamás apoyó la violencia de ETA, siempre condenó los asesinatos y se desmarcó de la izquierda abertzale. De ahí que la acusación de Ortega Smith de que la formación vasca “recogía las nueces de los palos que agitaba la ETA” y su propuesta de hacer “todo lo posible para ilegalizarlo” es, además de una barbaridad política, otra falsedad más de un hombre fanatizado que ha hecho de la mentira histórica una forma de agitar a las masas más desinformadas y de inocular el odio en la sociedad española. ¿Qué se puede decir de alguien que considera que las Trece Rosas violaban y torturaban en las checas? Ante tal burrada no fundamentada en ningún dato empírico solo cabe echarse las manos a la cabeza y rezar para que esta gente nunca llegue al poder. Porque si alguna vez lo consiguen, que no nos quepa la menor duda de que España volverá a entrar en una de esas etapas negras y convulsas por las que atraviesa cada cierto tiempo.
Es cuestión de pura lógica que quien defiende a Franco, como hace Vox, también tenga las manos manchadas de sangre. Por eso hizo bien Esteban en no ensuciarse las suyas con alguien que ni se inmuta ni reniega cuando se le cuelga el cartel de fascista. Quien calla otorga. Con Vox estamos sin duda ante una versión mutada del franquismo, un engendro evolucionado y extraño propio de este siglo XXI que ha visto cómo las ideologías tradicionales degeneraban, colapsaban y se derrumbaban, surgiendo otras nuevas bajo el disfraz de un nuevo populismo mucho más sublimado y peligroso por lo que tiene de corrosivo para una sociedad desde sus entrañas.
Anoche, durante el debate televisivo entre candidatos, pudimos ver un perfecto representante de esa “fasciocracia” en versión ibérica. Un demagogo del nazifascismo que como el comunismo, el nacionalismo extremista y otras ideologías nefastas son “manifestaciones idiotas, aunque haya mucha gente dispuesta a caldear enormemente sus corazones a través de estas creencias; y esta excitación inmediata les hace olvidar los desastres a largo plazo que son la consecuencia inevitable de semejantes creencias”. Nadie mejor que Huxley explicó el mal que enfermaba al ser humano en 1930. Y nadie mejor que él para explicar lo que nos sucede casi un siglo después.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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