(Publicado en Diario16 el 20 de noviembre de 2019)
El caso de Carlota Prado, la joven ex concursante de Gran Hermano que asegura haber sido víctima de una violación durante un capítulo del programa, es el epílogo de una forma de hacer televisión que bajo la excusa fácil del entretenimiento y el objetivo de reventar los índices de audiencia solo ha traído degradación de valores sociales y éticos, incultura, burricie catódica y nefasto elogio del garrulismo poligonero como referente de una sociedad, sobre todo para la población juvenil. Basura televisiva, en definitiva.
Sobra decir que serán los jueces quienes determinen si ese supuesto abuso sexual se cometió finalmente y en su caso impongan el castigo pertinente no solo al presunto autor sino a quienes no quisieron poner los controles necesarios para evitarlo. Pero mientras el asunto se aclara, conviene no mirar para otro lado y reflexionar ante una forma de hacer y entender la televisión que tristemente tuvo su momento y que hoy por hoy se encuentra en franca decadencia, si nos fijamos cómo han ido cayendo las cuotas de pantalla en las sucesivas ediciones de Gran Hermano. Han sido demasiadas horas de estulticia, demasiadas temporadas de un programa zafio y amarillo que durante años ha vomitado ante millones de espectadores lo más bajo del ser humano. Una fórmula basada en la espiral del morbo, el calentón y las trifulcas entre personajes –convenientemente intercalada con horas de anuncios publicitarios– cuyo mayor interés era si fulanito terminaba haciendo el famoso “edredoning” con menganita en la casa de Guadalix de la Sierra. Es decir, en el fondo lo que buscaban los responsables (o irresponsables) del programa era precisamente eso: la consumación del ligue o romance en directo y en prime time, el amor furtivo entre verdosos visores nocturnos, el revolcón a ojos de todo un país −convertido ya en una legión de insomnes voyeurs−, que petara las parrillas horarias. Y al final, como era de esperar, el monstruo se les ha terminado yendo de las manos a los “mengeles” sin escrúpulos de la nueva televisión de hoy.
Durante estas décadas de burdas emisiones, por el universo Gran Hermano ha pasado de todo, generalmente lo peor de cada casa. Macarras, cleptómanos, chulos, matones de discoteca, embaucadores, maltratadores, desalmados, cazafortunas, viejas glorias arruinadas, ágrafos musculados unineuronales, trileros, vagos y maleantes sin que nadie, y esto es lo más grave de todo, pusiera freno y control al engendro. Los fans del programa lo dejaban todo para ponerse delante del televisor durante las galas tan maratonianas como tediosas e improductivas donde lo supuestamente interesante era ver cómo un recién levantado se rascaba los sobacos entre bostezos, saber si una concursante le había robado las bragas a otra o si el gañán de turno sin oficio ni beneficio se apañaba en la cocina friendo un par de huevos. Se acabó imponiendo el todo vale, todo por la audiencia, sin reparar en que lo que se estaba ofreciendo al público era un subproducto de baja estofa. Listeriosis televisiva para el consumidor. ¿Dónde estaba el Defensor del Espectador para velar por la calidad? ¿Dónde la Fiscalía y las comisiones parlamentarias que debían salvaguardar el derecho de los televidentes a no ser acribillados con morralla de ficción? Es evidente que todo ha fallado: desde la política hasta la misma sociedad que ha visto en este tipo de detritus mass media una forma de entretenimiento y una válvula de escape a sus problemas cotidianos. Se ha dejado hacer a la corrupción televisiva y ahora, con el tiempo, recogemos el fruto de lo que se ha sembrado: la cosecha abonada con el estiércol de la falta de valores éticos, culturales y pedagógicos.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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