(Publicado en Diario16 el 31 de enero de 2022)
Galicia en Común lleva hoy al Congreso de los Diputados varias preguntas para que se investigue la puntuación detallada del jurado en la final del Benidorm Fest. Durante la retransmisión quedó claro que Rigoberta Bandini y Tanxugueiras eran las dos grandes favoritas del público, pero finalmente la ganadora fue Chanel, la candidata del jurado. Desde ese momento, el escandalazo estaba servido. En las redes sociales se ha extendido la idea de que hubo manipulación, Televisión Española ha tenido que emitir un comunicado defendiéndose de las acusaciones de tongo y pucherazo y los sindicatos televisivos denuncian “las presuntas irregularidades”, sugiriendo que el certamen debería repetirse para elegir, con garantías de transparencia, al cantante o grupo que debe representar a España en el próximo Festival de Eurovisión.
Ya se sabe que en este país se politiza todo, los tribunales de Justicia, el cine, el fútbol, los toros, la carne que comemos y hasta el tenis (ahí están los partidarios de Nadal y de Djokovic atizándose duramente, o sea las dos Españas reencarnadas en provacunas y antivacunas). De modo que lo que debía ser un simple concurso musical ha terminado convirtiéndose en un asunto político de alcance nacional que vuelve a resucitar el guerracivilismo entre izquierdas y derechas (las primeras defienden la canción protesta, étnica y feminista mientras que las segundas apuestan por el reguetón caliente, choni, comercial y macho del SloMo de Chanel). Hasta Pablo Casado ha entrado en la guerra eurovisiva, errando como suele hacer casi siempre, al exigir “menos soflamas feministas”, un claro desprecio a la canción de Rigoberta Bandini que habla de los derechos de la mujer. Pero qué sabrá Casado de música ni de nada. Él se limita a contar las ovejitas que le quedan para llegar a la Moncloa y con eso y con que Aznar no le ponga la zancadilla tiene bastante.
Vaya por delante que Chanel es una artista total que se come el escenario con sus ritmos latinos y sus coreografías sensuales. Posee talento, es profesional y va a reventar las pistas de baile. Seguro que va a tener una larga carrera llena de éxitos y no se merece el linchamiento público al que está siendo sometida a manos de las hordas haters y trols de Twitter. Pero detrás de su polémica victoria, detrás de los focos, las lentejuelas y los vestuarios circenses del mundo friqui eurovisivo, hay sin duda un debate sobre lo que somos como sociedad.
En primer lugar, lo que se está jugando es, ni más ni menos, si tenemos un país auténticamente democrático o entregado a unas élites económicas y televisivas que lo controlan todo. Es decir, si el pueblo español goza de la plena soberanía para algo tan sencillo como elegir a sus representantes en la Unión Europea musical, que a fin de cuentas eso es Eurovisión, un Parlamento del espectáculo que se rige por criterios políticos, diplomacias secretas y afinidades o fobias entre Estados vecinos más que por patrones estéticos o de calidad artística. Y ahí es donde parece que España sigue siendo un país tutelado por poderes fácticos ocultos, como en los tiempos del franquismo. Si ni siquiera nos dejan elegir a nuestros músicos patrios, si en algo tan trivial como un certamen musical nos dan el golpe de Estado verbenero con un burdo pucherazo, ¿cómo podemos ni siquiera plantearnos un referéndum monarquía/república? Esa es la clave de la cuestión.
Con sus complejos protocolos y sistemas de elección controlados por las altas esferas, TVE decidió dar más poder a un jurado selecto que a la voluntad popular, que optaba claramente por artistas comprometidos con causas de la más candente actualidad como Rigoberta Bandini (su Ay mamá es todo un canto a la liberación de la mujer simbolizada en la teta como gran madre del cosmos) o Tanxugueiras (un trío de aguerridas pandeireteiras gallegas que claman por la multiculturalidad al sacar la muñeira folk del olvido y la marginación para darla a conocer al mundo, tal como sugirió Núñez Feijóo, alguien nada sospechoso de socialcomunista).
Es evidente que los españoles querían llevar a Europa canciones con mensaje, con letra, repletas de denuncia, cultura y compromiso social en un momento especialmente delicado, cuando los movimientos ultraderechistas predican la “batalla cultural” contra la mujer y el inmigrante (la xenofobia en todos sus frentes), y un fascista representante del patriarcado más trasnochado como Putin amenaza con invadir el viejo continente en plan Hitler. Sin embargo, los directivos de TVE terminaron por imponer un sistema de votación tan complicado y farragoso como oscurantista. ¿Por qué? Obviamente porque tenían un as debajo de la manga, un caballo ganador antes de que empezara la carrera: Chanel, la candidata del establishment, del negocio, del dinero.
Las sospechas de tongazo crecieron cuando, de los cinco miembros del jurado, los dos internacionales votaban por Tanxugueiras (emocionados con la sinfonía cristalina de voces celtas), mientras los tres jueces nacionales decantaban la balanza por Chanel. Otro dato que vino a empañar aún más la limpieza de un concurso que si no estaba teledirigido o amañado al menos lo parecía, ya que el voto de tres miembros del jurado prevaleció sobre la mayoría del país. A la porra la democracia. O como dijo Pablo Echenique tirando de ironía y sarcasmo: “El jurado del Benidorm Fest es como el Consejo General del Poder Judicial”.
Hasta Ramón Lobo, un hombre al que Eurovisión debe darle bastante igual, se sintió estafado cuando tras gastar unas monedas en la votación telemática a favor de Rigoberta Bandini vio cómo la ganadora era la candidata oficialista. El popular reportero de guerra y escritor terminó desencantado con los “impostores del tongo fest” y animó a desenmascarar otros tocomochos como el de la Sanidad pública madrileña.
En definitiva, lo que se jugaba en un festival que quedará para la historia era el idealismo frente al poder del éxito fácil y el dinero; los valores y principios morales frente a la formidable maquinaria del negocio; la democracia frente al engranaje financiero. Al final, si alguien no lo remedia, llevaremos a Eurovisión una canción que dice muy poco de la sociedad española, plural, culta y diversa, y mucho del pelotazo musical facilón, que además llega tarde porque el reguetón tuvo su momento y hoy soplan otros vientos musicales. “Yo hago boom boom y zoom zoom pa mi daddy…”, dice Chanel, reina del perreo. Música líquida para tiempos líquidos.
Viñeta: Pedro Parrilla
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