(Publicado en Diario16 el 8 de febrero de 2022)
Yolanda Díaz estuvo a punto de arrojar la toalla, según dejó caer sutilmente en el programa de Gonzo. La ministra también confesó que lleva meses sin librar los fines de semana, sin vacaciones, trabajando en cuerpo y alma para sacar adelante una reforma laboral que, si bien es cierto no es la normativa con la que soñaba la izquierda real de este país, sí al menos recupera derechos arrebatados a los trabajadores en 2012, cuando Mariano Rajoy instauró un infame mercado laboral cuasiesclavista. Durante su entrevista con el famoso presentador de La Sexta, a la vicepresidenta segunda se la vio tensa, por momentos nerviosa y a ratos vulnerable, agotada física y mentalmente, como si tuviera la cabeza en otro lugar, como si se sintiera asfixiada, encerrada en una jaula de oro, y ya solo pensara en regresar a su apacible tierra gallega dejando atrás el fragor de un Madrid convulso.
Sin embargo, en esta ocasión no era el exceso de trabajo lo que terminaba por doblegar la fuerza de una luchadora infatigable acostumbrada a partirse la cara por los trabajadores en arduas negociaciones con los empresarios en las Magistraturas y Servicios de Conciliación. Lo que estaba a punto de acabar con el espíritu de una mujer de izquierdas fuerte y brava acostumbrada a la lucha por la justicia social era la terrible visión de la cara oculta del poder, la suciedad de la política, las componendas, las miserias y mezquindades de una vida pública que hace tiempo se convirtió en un cenagal de hedor insoportable. Tras meses de dura negociación con los agentes sociales, tras largo tiempo lidiando con Pedro Sánchez, Nadia Calviño, Garamendi y el dúo Sordo/Álvarez (no debe ser fácil ni cómodo torear con cinco miuras a la vez), la reforma Díaz llegaba al Pleno del Congreso de los Diputados. Esa mañana se jugaba todo el trabajo de la legislatura en una votación ajustadísima, apenas un voto. Pese a los ímprobos esfuerzos de la ministra por llegar a acuerdos con la izquierda nacionalista (ERC y Bildu) y también con el PNV, las negociaciones para obtener los apoyos necesarios habían fracasado. Una vez más, pesaban más los intereses de partido que las necesidades urgentes de los trabajadores que esperaban una mejora en sus condiciones laborales leoninas. Para una mujer como Díaz aleccionada desde niña en que “con las cosas de comer no se juega” y que llegó a la política para transformar la sociedad, tal indigestión de politiqueo barato debió resultar algo desalentador, deprimente, como para caer en el hastío.
Así las cosas, el futuro laboral de millones de personas, sus contratos y salarios, su futuro y una vida algo más digna, quedaba en manos de dos diputados de Unión del Pueblo Navarro (UPN), Sergio Sayas y Carlos García Adanero. Dos tipos de la derecha más dura y rancia, dos señores de poco fiar y maestros en el arte del cinismo. ¿Qué podía salir mal? Todo, como así fue finalmente. El Gobierno de coalición nunca debió confiar en representantes de un partido que ha dado sobradas muestras de sectarismo populista reaccionario y que esperaba el momento perfecto para, en connivencia con el PP, asestar el golpe mortal a la legislatura y a Pedro Sánchez. La misma Díaz fue consciente de que hacer depender la reforma de dos diputados de UPN en una votación “tan delicada” era “extremadamente peligroso”. Con eso lo ha dicho todo.
Y ahí es donde cabe hacerse las preguntas del millón: ¿Por qué el presidente del Gobierno se relajó hasta límites negligentes al confiar en un pacto con UPN que olía a tamayazo y a transfuguismo desde Pamplona hasta Madrid? ¿Por qué el premier socialista dio por ganado el partido antes de que sonara la bocina en lugar de diseñar un plan B por si Sayas y Adanero salían rana y cambiaban de chaqueta en el último momento, una opción más que previsible teniendo en cuenta los antecedentes de la moción de censura de Murcia? ¿Acaso en el PSOE había recelo ante el excesivo protagonismo de Yolanda Díaz –una figura política emergente que prepara un Frente Amplio de cara a las próximas elecciones para aglutinar a un importante espectro progresista de este país–, y por eso se decidió dejarla sola ante el peligro para que ella misma se estrellara? Demasiadas incógnitas que alguien en Ferraz debería resolver, como también debería explicar Nadia Calviño por qué durante meses ha estado poniendo palos en las ruedas y echando el freno de mano a una ley laboral que no le gustaba por demasiado avanzada y progre (con la de Rajoy ella se hubiese sentido mucho más a gusto).
Naturalmente, ver todo ese montón de basura desde dentro de las cloacas del poder, asistir a tantos turbios tejemanejes y componendas en las alcantarillas del Parlamento, espantaría a cualquier persona decente que entiende la política como una actividad noble y honesta al servicio de los ciudadanos. Fue en ese punto donde Yolanda Díaz vio la cara oculta de eso que tan alegremente llamamos democracia y justo ahí se quebró. Fue precisamente en ese instante donde entendió que las utopías son imposibles en un sistema que ya está corrupto en todos sus engranajes y tornillos. Sin duda, la ministra debió pasar noches en vela consultando con la almohada qué hacer si la encerrona tejida por el sospechoso bipartidismo prosperaba y la reforma laboral, un texto legal bueno para los trabajadores, era tumbada por las malas artes de una derechona tránsfuga y el exceso de confianza (dejémoslo ahí) de un PSOE que no había amarrado los apoyos necesarios con sus habituales socios de Gobierno (véase ERC y Bildu).
La mañana de la decisiva votación, Díaz llegó al Parlamento con un texto memorizado por si todo su trabajo de meses se iba al traste por culpa de la politiquería barata que se hace últimamente en este país. Su idea era dejarlo todo por coherencia, algo que no abunda en la España de hoy. Cuando Batet dijo aquello de “queda rechazado el decreto”, la voluntariosa ministra vio revolotear todos los fantasmas a su alrededor. Los dos diputados de UPN habían consumado su traición y tamayazo al votar “no” a la reforma cuando minutos antes, ante la prensa, habían anunciado que se someterían a la disciplina de partido votando “sí”, tal como supuestamente estaba pactado con Sánchez. Pero fue en ese momento cuando, por una vez, un Deus Ex Machina, llamémoslo el Destino, decidió intervenir en el sainete parlamentario para hacer Justicia Universal. El diputado del PP Alberto Casero, que votaba desde su casa a causa de una gastroenteritis, se había equivocado al pulsar el botón telemático y la reforma salía finalmente adelante. Cosas de la diosa fortuna, el fallón diputado popular mejoraba, sin querer y por una caprichosa carambola numérica, la vida de millones de españoles de las clases más humildes, al mismo tiempo que daba a la angustiada Díaz la respuesta a su dilema existencial. “Iba a tomar las decisiones que fueran precisas por coherencia. Pero he pasado página y la norma está en vigor. Que sigan gritando, que el Gobierno sigue caminando; que sigan gritando, que nosotros seguimos trabajando”, aseguraba ayer la ministra ya recuperada de su bajón personal y lista para la siguiente pelea: el Salario Mínimo Interprofesional.
A Casero habrá que agradecerle no solo este regalo inesperado para los trabajadores sino, quién sabe, que algún día tengamos a la primera mujer presidenta del Gobierno. Y encima comunista. La que has liado pollito.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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