(Publicado en Diario16 el 23 de febrero de 2022)
Tal como se esperaba, Pablo Casado aprovechó su último cara a cara con Pedro Sánchez, en la sesión de control al Gobierno, para leer su testamento político. Desde la bancada popular, los mismos que lo habían traicionado la noche anterior bajaban la cabeza limándose las uñas, revolvían papeles haciéndose los despistados o se entretenían con los balazos de Tejero en el techo del hemiciclo para no tener que cruzar la mirada con el hombre al que habían arrastrado al cadalso. El todavía líder del Partido Popular había anunciado una pregunta sobre los socios separatistas del Gobierno, los manidos bilduetarras, cuestiones alejadas de los problemas del país en las que se ha enfrascado inútilmente y con las que tantas veces ha dado la brasa a los españoles (esa obsesión por construir un universo alternativo trumpista y ese defecto de graduación a la hora de focalizar lo importante es uno de los factores que han influido decisivamente en su fracaso político).
Todo hacía presagiar que el jefe de la oposición se iba a despedir a lo grande, es decir, dándose uno de sus habituales festines de insultos y crispación, como cuando en aquella intervención histórica desde la tribuna de oradores fue capaz de pronunciar más de treinta insultos por minuto contra su archienemigo Sánchez. Sin embargo, en el último momento, Casado ha sabido frenar su impulso killer, contener su ramalazo hooligan y mantener quieta su lengua viperina para tirar de vergüenza torera y despedirse con cierta elegancia, lo cual siempre es de agradecer.
“Los españoles hemos construido con coraje una de las grandes democracias del mundo frente a muchas amenazas. Fuimos capaces de superar las enemistades y fracturas con un pacto constitucional. La concordia y la reconciliación han guiado desde entonces la vida de todos los españoles frente al rencor y la ira”, sentenció a sabiendas de que estaba dando su último discurso, el discurso de la despedida, el discurso de la derrota política y personal. Una forma digna de irse con la que no conseguirá tapar otras intervenciones parlamentarias trufadas de política basura y, por qué no decirlo, de peligroso guerracivilismo.
Tras la emotiva parrafada –quizá lo más elevado y brillante que haya dicho en el hemiciclo (aunque el listón estaba muy bajo)– los disputados diputados populares prorrumpían en aplausos, o sea la ovación de la hipocresía. Quienes lo habían vendido de madrugada, le obsequiaban al alba con un reconocimiento falso, forzado, protocolario. Y en ese momento le tocó al presidente del Gobierno tomar la palabra en su turno de réplica. Si Sánchez hubiese sido como ellos, como los García Egea, Cayetana Álvarez, Abascal y Macarena Olona, habría despedido a su antagonista por las bravas, a la española, dándole un último revolcón o estocada al novillo para terminar de descabellarlo entre risotadas, vejaciones y escarnios. Pero afortunadamente la izquierda no es como la derecha, no todos los políticos son iguales y la decencia y las buenas formas democráticas, todas esas cosas que los ultras han dinamitado como parte de la ruptura del consenso por la convivencia, siguen ocupando un lugar preferente en el manual de estilo de las fuerzas progresistas.
“Le deseo lo mejor, señor Casado”, le dijo el presidente a quien había sido su más encarnizado rival con una solemnidad y una gentileza digna del mejor teatro shakesperiano. Y acto seguido le dio toda una lección de lo que deben ser las reglas de la democracia. “Les anuncio que el Gobierno de España no va a adelantar las elecciones generales, no va a disolver de manera anticipada las Cortes Generales. No lo vamos a hacer”, zanjó la cuestión en medio de un silencio atronador y de una tensión máxima. En ese momento, sus señorías de la bancada popular respiraron tranquilos conscientes de que, si Sánchez convocara hoy mismo elecciones, el PP sufriría una escabechina y quedaría reducido a la nada. Sin embargo, esa victoria sería a costa de darle a Vox el título de principal partido de la oposición. ¿Hubiese sido decente tal maniobra? ¿Habría sido esa jugada limpia y buena para el país? Para nada, más bien se consumaría una gran tragedia nacional como es la institucionalización definitiva de la ultraderecha, un monstruo que tras el final de la dictadura y después de cuarenta años de democracia, siempre ha estado encerrado y a buen recaudo bajo llave.
No obstante, la elegante reprimenda de Sánchez hacia un político que a menudo se ha comportado como un roquero gamberro en la barra de un bar tenía que llegar y el presidente no ha dejado pasar la oportunidad de resaltar esa coda o nota a pie de página. “Lo que ha pasado es que la derecha se ha instalado en la descalificación constante estos dos años, negando un principio democrático esencial como es la propia legitimidad y la existencia de este Gobierno, emanado de la voluntad popular y la representación legítima en las Cortes”. Touché. Tras este último duelo Sánchez/Casado, uno quedaba como caballero ganador y otro como triste y mediocre derrotado, no solo en lo político, sino en lo ideológico, en lo intelectual y en lo personal.
Ha sido una gran jornada para la izquierda, no tanto porque se haya escenificado el fracaso de una derecha carpetovetónica y biliar, sino porque ha quedado acreditada, una vez más, su superioridad moral, un hecho que saca de quicio al conservadurismo reaccionario siempre instalado en el todo vale con tal de conquistar el poder. La imagen que quedará para la historia será la de un hombre saliendo precipitadamente del Congreso de los Diputados, un ser humano anímicamente devastado, un juguete roto, mientras Pablo Montesinos, el último y más leal colaborador, le sigue tratando de consolarlo en el peor momento de su carrera. Al final de la batalla de la vida solo quedan las lágrimas y un amigo y Montesinos se ha comportado de forma excepcional en medio de la conjura de los traidores y de la sádica carnicería. Una escena conmovedora que al menos ha superado en dignidad y altura moral a aquel bolso de Soraya en el escaño de Rajoy mientras el cesante se daba una sonrojante comilona regada con buenos caldos entre amigos y allegados. Por ahí ya ha mejorado en algo el PP. Ahora solo falta que Feijóo marque la línea hacia la moderación de un partido que había caído peligrosamente en eso que se ha dado en llamar trumpismo casadista y que no ha sido más que un lamentable paréntesis en la historia de España. Casado se ha ido discretamente como discreta es la huella que deja.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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