(Publicado en Diario16 el 21 de febrero de 2022)
Una encuesta del Grupo Prisa revela que seis de cada diez españoles siente miedo o preocupación ante la posibilidad de que Vox forme parte del Gobierno de España. Es la constatación de que más de la mitad del país ve una clara amenaza para la democracia en el partido de Santiago Abascal. Sin embargo, el sondeo arroja un dato desconcertante que nos pone ante la extraña realidad de un votante, el voxista, que se mueve entre la rabia contra el sistema y la ideología populista propia de regímenes autoritarios. Si nos fijamos en los números del granero verde, un 9,5 por ciento apoya la ilegalización de su propio partido, un 2,8 apuesta por negarle el debate en el Parlamento y un 1,2 cree que no se debería permitir la entrada de Vox en el Gobierno de la nación. Incluso hay un 5,9 por ciento de ese tumultuoso electorado que se decanta por debatir políticamente con el grupo ultra, pero sin alcanzar ningún acuerdo. O sea, un auténtico galimatías ideológico, una diarrea mental, un porro.
Sumando todos los datos, se concluye que el 76,3 por ciento de la masa popular que apoya el proyecto de Abascal es partidaria de tratar a Vox como un partido más, de modo que el resto, es decir, casi uno de cada cuatro, no se fía de su propio equipo, o sea, no da un duro por lo que está votando. ¿Qué está pasando aquí para que el resultado del sondeo parezca sacado de una mañana de resaca tras una noche de rave salvaje? ¿Cómo puede ser que haya una parte importante de los votantes voxistas que pidan abiertamente la ilegalización del partido en el que depositan sus esperanzas de futuro? Sin duda, estamos ante un fenómeno sociológico digno de estudio que amenaza con hacer explotar los cerebros de los politólogos más eminentes, ya que ese perfil lisérgico de votante que está de acuerdo con que ilegalicen a los suyos no se había visto nunca y no hay un dios que lo entienda.
Vivimos tiempos líquidos y de posverdad donde todo vale. Pero que un señor o señora que vota como un hooligan o fan irredento pida al mismo tiempo la ilegalización de su fuerza política por tratarse de una organización peligrosa es como ese jugador empedernido que ruega a los porteros de un casino que no le dejen entrar en el local porque se armará una gorda. Algo freudiano y propio de psiquiátrico. Obviamente, el casino es una metáfora perfecta de la democracia y lo que están diciéndonos todos esos votantes voxistas contradictorios y desnortados es que o hacemos algo con ellos, ya, cuanto antes, sin más pérdida de tiempo, o cuando lleguen al Gobierno no responden de lo que pueda pasar.
Para empezar, partamos de la base de que las matemáticas y las estadísticas pocas veces se equivocan (salvo que se trate de Tezanos, que falla como una escopeta de feria), de modo que hemos de dar por buenos los resultados del sondeo de Prisa. Cabría la posibilidad de que cuando los encuestadores consultaron a los encuestados, estos estuviesen a sus cosas, con la cabeza en otro lado, mayormente en Génova azuzando la rebelión ayusista para derrocar a Casado, y no prestaran demasiada atención a lo que les estaban preguntando esos burócratas estadísticos de la izquierda podemita. Todo puede ser. Pero puestos a elucubrar, cabría lanzar la hipótesis de que el sondeo demoscópico no es producto de la aleatoriedad, del error o de la poca pericia de quienes realizaron el estudio, sino que estamos ante algo mucho más trascendente, profundo y significativo.
Así, no sería descartable que exista un porcentaje nada desdeñable de votantes de Vox a los que les importa un bledo todo esto de la democracia, que para ellos debe ser una cosa de rojos, así que prefieren no perder el tiempo con los lacayos informáticos de El País y la Cadena Ser, que ellos identifican con sucursales de Soros o Bill Gates. Por eso, cuando les consultan telefónica o telemáticamente, se toman la cosa a chunga, a cuchufleta, a cachondeo, y contestan disparates y burradas sin sentido como una forma de corroer el sistema desde dentro llevando el trumpismo hasta sus últimas consecuencias. No hablan ellos, habla la rabia, la desesperación, la indignación contra unos políticos que los han abandonado a su suerte. Por eso a la pregunta de si se consideran fascistas, nacionalistas españoles, xenófobos o nazis, como sugieren los intelectuales de la izquierda caviar, ellos lo niegan y se definen simplemente como “patriotas”. En realidad, es el discurso Trump que va contra el establishment, pura demagogia populista con la que unas élites adineradas, unos poderes fácticos reaccionarios, manipulan al pueblo canalizando su furia y frustración ante la crisis económica, ante el paro, ante el abuso de los bancos, ante la factura de la luz, ante tantas cosas e injusticias.
El que quiera ver en Vox un partido de millonarios elitistas se equivoca. Que busquen a las nuevas legiones antisistema en los barrios pobres de los extrarradios urbanitas, como hace Jordi Évole cuando se baja al arroyo de La Florida, en Hospitalet de Llobregat, en busca de El Morad, ese joven rapero de origen marroquí que se ha convertido en el nuevo mesías de los desclasados y que factura millones de euros al año echando ripios marginales y reventando Youtube al margen de los circuitos comerciales discográficos. El Morad es un cantautor del gueto, la última voz de menas e inmigrantes frente al discurso racista de Vox que cada día va calando un poco más en los poblados de la famélica legión.
No debemos perder de vista a ese 9 por ciento (casi diez) de votantes voxistas incoherentes que poseídos por el espíritu de Jekyll y Hyde piden que se les ilegalice a ellos por tóxicos, gente que sabe que está votando al Diablo pero lo asume, un grupo social perfectamente consciente de que está poniendo su granito de arena para acabar con el sistema. Españoles que entienden que Vox es tóxico para la democracia, malo, pupa y caca, pero que, tras sentirse defraudados una y otra vez (así ha sido tras cuarenta años de Restauración borbónica), ya todo les da igual.
Viñeta: Pedro Parrilla
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