(Publicado en Diario16 el 14 de septiembre de 2022)
Llegados a este punto, y tras conceder un suficiente margen de confianza a los primeros meses de gestión de Alberto Núñez Feijóo, cabe preguntarse: ¿se está trumpizando el presidente del PP y jefe del principal partido de la oposición? Es evidente que sí. Del dirigente conservador español apenas tenemos referencias parlamentarias, ya que la ley no le deja tomar parte en las sesiones del Congreso de los Diputados y lo que hemos escuchado de él lo sabemos por sus comparecencias en el Senado, donde lo que allí se dice no le interesa a nadie ni tiene repercusión mediática. El último cara a cara con Pedro Sánchez en la Cámara Alta nos ha dejado un líder con mucha fachada y presencia, pero con escasa vida interior, con poco empaque como estadista, por así decirlo. Un hombre que pese a su corta singladura al frente el Partido Popular ya ha cometido numerosas meteduras de pata, sobre todo en materia económica, un área que ha quedado meridianamente acreditado que no domina.
Pero sí tenemos abundantes declaraciones públicas ante los periodistas, ruedas de prensa e improvisados canutazos en los que se ha revelado como un político al que no le duelen prendas recurrir a topicazos demagógicos, política basura o retórica fast food. O sea, lo que viene llamándose últimamente trumpismo descarado y a calzón quitado. La ideología Trump consiste en una mezcla de nacionalpopulismo y conservadurismo extremo al margen de lo políticamente correcto y de las normales reglas del juego democrático. En ese estilo gamberro, filibustero y faltón podría encuadrarse a personajes como Santiago Abascal, Jair Bolsonaro, Matteo Salvini, Boris Johnson y Viktor Orbán, entre otros muchos aprendices de brujo que siguiendo los pasos del chamán Trump han entendido que el pueblo se traga mejor el programa ultra si el fascismo se maquilla y se enmascara tras los rostros amables de sus dirigentes.
Hoy los neonazis ya no van vestidos con uniforme militar, botas de cuero y la cruz esvástica en el brazo, tratando de asustar y meter miedo al personal, sino a la moda de la calle, confundiéndose con el resto de los mortales. El supremacismo elitista sigue estando ahí, las ideas reaccionarias no se abandonan, es más, siguen siendo las mismas que en 1933, pero la estética se ha dulcificado tanto que la mayoría del pueblo ya no ve peligrosos fascistas dispuestos a quemar judíos, sino gente normal, vecinos como ellos, ciudadanos con sus mismos problemas e inquietudes. Uno de los grandes aciertos del totalitarismo posmoderno ha sido saber adaptarse a la posmodernidad de la sociedad de consumo, camuflarse y simbiotizarse en un sistema democrático que ellos ya no tratan de derribar a fuerza de guerras, revoluciones y golpes de Estado, sino de transformarlo desde dentro.
El ejemplo paradigmático es Giorgia Meloni, la ultraderechista dirigente de Hermanos de Italia que en las últimas semanas ha iniciado una campaña tan agresiva como extravagante contra los dibujos animados Peppa Pig, que según ella adoctrinan a los niños italianos en nuevos tipos de familia como la formada por padres del mismo sexo. Aparentemente, Meloni podría ser nuestra vecina del quinto, una madre bien, elegante, educada, rubia de peluquería, con la que, sin conocerla de nada, nos pararíamos a la puerta del colegio para darle los buenos días y hablar de cualquier tema. Lógicamente, a la que abre la boca y empieza a espetar barbaridades contra los inmigrantes negros y musulmanes, dejando al descubierto al monstruo que lleva dentro, a cualquiera le entran ganas de salir corriendo sin mirar atrás.
Es cierto que Feijóo tiene un estilo diferente de hacer política a toda esta fauna trumpista y que el traje de hombre educado, moderado y dialogante le viene que ni hecho a medida. Pero, más allá de las formas, más allá de que trate de pasar por alguien atento, cortés y respetuoso con sus semejantes que piensan diferente en cuestiones políticas, Feijóo sabe que coquetear con el trumpismo da votos, tal como ha demostrado su delfina Isabel Díaz Ayuso. La presidenta madrileña se ha abrazado al manual Trump como al catecismo cuando era niña, haciendo suya una ideología ácrata y antisistema de ultraderecha basada en un concepto malentendido de la libertad (que cada cual haga lo que le dé la gana y sálvese quien pueda), en una sumisión total a los mercados regidos por el liberalismo o capitalismo salvaje sin control y en una rebeldía indómita contra cualquier cosa que huela a intervencionismo estatal. A IDA le sobra todo lo público y el día menos pensado nos vende la Sanidad por cuatro perras a un fondo buitre, instaurando el modelo yanqui en el que un ciudadano tiene que empeñar su casa para operarse de unas cataratas. Desde ese punto de vista, IDA es una personalidad anarcoide de derechas que tiende al desorden (como la ley de la entropía) y al desmantelamiento de la sociedad como estructura humana protectora para imponer la ley del más fuerte, del más poderoso, del que más tiene. La ley de la jungla, en fin.
Feijóo trata de aparentar que no le gusta ese pensamiento descerebrado, antihumanista, casi darwinista en el que el pez grande siempre se come al chico, donde se consagra la diferencia entre clases sociales como un mal inevitable con el que es preciso convivir (el barrio residencial frente al gueto) y donde en resumidas cuentas es la mano invisible del dios Dinero quien manda, dirige y regula la vida de la gente. Pero la ambición siempre entierra a la honradez y de alguna manera el líder del PP sabe que si quiere llegar algún día a la Moncloa ha de pasar por el aro de fuego del trumpismo. Esa sería la única explicación al misterio de por qué un día parece el doctor Jekyll y al siguiente Mister Hyde. Esa metamorfosis en ebullición permanente explicaría por qué está contra las medidas de ahorro energético y un minuto después presenta su propio plan de urgencia; por qué es capaz de reírse del cambio climático y de exigir una reconversión industrial verde; por qué reclama una bajada de impuestos cuando en Galicia siempre los subió. Y es que cuando el trumpismo infecta la mente de un político ya no se lo puede sacar del cuerpo.
Viñeta: Pedro Parrilla
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