(Publicado en Diario16 el 29 de julio de 2022)
El nuevo modelo educativo del Gobierno entra en vigor el próximo curso. La reforma pretende acabar con los contenidos memorísticos para que el alumno supuestamente potencie su capacidad de análisis. La nueva legislación alcanzará su cénit en el curso 2026/2027, cuando asignaturas como Historia de España e Historia de la Filosofía desaparecerán definitivamente de la selectividad y serán sustituidas por un “examen de madurez”. Los expertos pedagogos del ministerio podrían haber elegido otro concepto algo menos exótico, ya que lo primero que piensa cualquier persona ajena al mundo de la docencia es que a los alumnos se les va a someter a un psicoanálisis poco menos que freudiano para determinar si están centrados o son unos inmaduros, unos cabecitas locas, unos prematuros de teta que no merecen pasar a la universidad porque no han superado la etapa infantil. Nada más lejos. En realidad, el examen de madurez no es ni más ni menos que una prueba en la que se le propone al alumno un tema concreto para que mediante una serie de documentos (texto, imágenes, tablas, infografías, etcétera) elabore un análisis personal, casi un ensayo de autor. O sea, lo que viene siendo el comentario de texto de toda la vida.
El Gobierno pretende que este examen de madurez sustituya a las materias clásicas y le concede la máxima puntuación: un 75 por ciento de la nota final de la selectividad. “El objetivo es avanzar hacia un modelo más especializado, más práctico, más idóneo para que el alumno esté en condiciones de competir con los estudiantes europeos, y alejarse de los exámenes basados simplemente en reproducir contenidos y memorizar los temarios”, aseguran fuentes ministeriales. O dicho de otra manera, nuestro Gobierno entiende que la memoria no sirve para interiorizar el conocimiento académico, de ahí que la considere inútil y la desprecie.
Llegados a este punto, cabe preguntarse quién está detrás de estas moderneces educativas, teorías pedagógicas para tiempos de posverdad y experimentos con gaseosa. Desde Shakespeare sabemos que la memoria es “el centinela del cerebro”. Una cabeza sin memoria es como un baúl vacío, un agujero negro y oscuro donde no penetra la luz, una red neuronal desaprovechada y desconectada porque no hay nada que conectar. A día de hoy, los científicos no han logrado desentrañar el misterio de la memoria, aunque se cree que el cerebro humano posee capacidad para almacenar hasta 10 terabytes de información. Y según el gran Carl Sagan, podemos guardar en nuestra mente datos equivalentes a 10 billones de páginas de una enciclopedia. Solo un inconsciente desdeñaría el inmenso poder que ofrece la memoria.
En el mundo de hoy sirve para poco saberse al dedillo la lista de los Reyes Godos, un mal trago escolar para varias generaciones de españoles que terminaron pagando su flaca memoria con los reglazos y collejas del maestro. Aquello de “la letra con sangre entra”. Obviamente, no se trata de retornar al viejo modelo de aprendizaje memorístico del siglo pasado, pero conviene recordar que sin memoria no hay nada. ¿Cómo puede un alumno elaborar un comentario de texto (o examen de madurez) sobre el franquismo si no interioriza primero que la Guerra Civil comenzó en 1936 y terminó en 1939? Muchos jóvenes de hoy, probablemente la mayoría, no saben ubicar con fechas exactas ese período histórico crucial para la historia de este país. Y así nos va. Cuando se les pregunta quién fue Francisco Franco contestan que un político de Vox con muy mala baba.
Según Hume, la memoria nos permite revivir impresiones pasadas, estableciendo las relaciones de semejanza, continuidad, extensión y causalidad que originan las ideas propias. La memoria proporciona los clavos del conocimiento hasta tal punto que puede decirse que sin memoria no hay aprendizaje, ya que el ser humano aprende por experiencia y a fuerza de repetición. Un músico (salvo que sea un genio capaz de interpretar a Mozart a los siete años, y de esos hay pocos) lo tendrá difícil si no estudia primero el necesario solfeo y las diferentes escalas musicales. Un químico que lleve en la cabeza la tabla periódica de los elementos habrá dado un gran paso cuando tenga que inventar nuevas fórmulas y compuestos (ahorrándose alguna que otra explosión indeseada). Y un físico tendrá recorrido medio camino hacia el éxito del eureka si se sabe de pe a pa las ecuaciones sobre el movimiento, la gravedad, la transmisión de la energía y la electricidad. Ni que decir tiene que aquel que no memorice las reglas ortográficas a temprana edad, de adulto terminará dándole patadas al diccionario en Twitter.
Pero quizá lo más grave de todo este arriesgado experimento sociológico que vamos a empezar a probar con nuestros muchachos/cobayas sea el intento desesperado de algunos políticos por desterrar de los planes de estudios no ya la Filosofía (que la tienen sentenciada desde hace años) sino lo que es peor: la Historia. Ambas asignaturas dejarán de contar para el examen de selectividad de aquí a cuatro años. Resulta una auténtica tragedia nacional que los futuros universitarios puedan llegar ser grandes cracks de lo suyo, de su disciplina especializada concreta, sin conocer el pensamiento de Platón, Descartes, Nietzsche o Marx. O sin haber acreditado que tienen bien metidas en la mollera las causas de la Revolución Francesa, las consecuencias de la Primera Guerra Mundial, el auge de los fascismos o la Guerra Fría (un capítulo que, si no se domina, difícilmente se va a entender el complejo mundo de hoy).
Vamos a formar una generación de informáticos y mecánicos triunfadores pero ignorantes de un conocimiento integrado, humanista y completo de la realidad, del pasado y del presente. Bien pensado, es lo que andan buscando: individuos desmemoriados, sumisos de la sociedad de consumo ultratecnologizada y desprovistos de cultura general que no puedan entender ni explicar lo que ocurre a su alrededor porque pasaron por el libro de historia como quien pasa el dedo indolente por la pantalla de la tablet.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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