(Publicado en Diario16 el 12 de agosto de 2022)
Todo vuelve, el fascismo, las Copas de Europa del Real Madrid y la pertinaz sequía. España ni avanza ni retrocede, vive en un perpetuo eterno retorno. Fue Nietzsche, en La gaya ciencia, quien dijo aquello de que no sólo se repiten los acontecimientos históricos, sino también los pensamientos humanos, los sentimientos e ideas, una vez tras otra, en una sucesión constante e infinita. Aquí siempre fuimos muy del alemán nihilista del mostacho.
Nuestros embalses están bajo mínimos, en Cataluña empiezan a saber lo que son los “cortes puntuales” de agua (ese fantástico eufemismo) y ya se ven señoras enlutadas yendo y viniendo a las fuentes andaluzas, con cántaros y cubos en la cabeza, como cuando antes de la guerra, o sea en plan Tercer Mundo. Cierto señor del PP un tanto apocalíptico acaba de decir que Pedro Sánchez “nos lleva a un infierno energético con cartilla de racionamiento”. No será para tanto. Hambre la que sembró Rajoy con sus recortes inmisericordes. El gallego del puro y del Marca dejó un país de recortados económicos y mentales, gente amputada de bolsillo y de corazón que ya nunca más se recuperó del trauma de los despidos a capricho, de los contratos basura, de los desahucios bestiales y de las estafas bancarias. La crisis de hoy, con ser dura, no es ni la mitad de dramática que la que vivimos en aquellos años de burbujas reventadas y rescates financieros. Pero volvamos a la pertinaz sequía, que perdemos el hilo de la columna.
Vienen tiempos duros donde el agua se va a convertir en un bien de lujo tan preciado o más que la gasolina. Todavía no hemos llegado a ver una botella de agua mineral a 20 euros en un escaparate junto a un collar de Christian Dior, pero todo se andará. En algunas ciudades turísticas de este país, cuando aprieta el calor y uno entra a un bar con la boca seca y pidiendo un trago por compasión, ya le sacan un ojo de la cara por una botellita minimalista de medio litro. Y con el dinero que pagamos cada mes por el tarifazo del consumo hídrico tendríamos para la entrada de un piso. Quiere uno decir que esto de la escasez del agua no es ninguna broma y promete convertirse en un problema todavía más crítico y acuciante que la falta de gas por la guerra de Putin. Tenemos que empezar a concienciarnos de que el modo de vida del que hemos disfrutado hasta ahora, basado en el derroche y el despilfarro, ya no es sostenible. Estamos a mes de agosto y la humanidad acaba de agotar los recursos naturales del planeta disponibles para un año. Los europeos llevamos toda la vida malgastando litros de agua en cepillarnos los dientes, en ducharnos varias veces al día o en lavar el coche, mientras algunos africanos tenían que recorrer veinte kilómetros diarios hasta el pozo más cercano para llenar una garrafa con la que mitigar la sed del paupérrimo. Ahora empezamos a pagar por tanta injusta opulencia.
En 1995, el ex vicepresidente del Banco Mundial, Ismail Serageldin, predijo que las guerras del siglo XXI serían a causa del agua. Y no iba desencaminado el hombre. Con el nuevo decreto de ahorro energético, el Gobierno nos está diciendo que se acabó la época de las vacas gordas, aunque algunos se resistan a entender que el cambio de paradigma ya está aquí para quedarse. A partir de ahora, abrir el grifo no será un lujo de rico occidental ni una rutina cotidiana a la que no prestemos la menor atención, sino un acto de pura supervivencia. Y lo mismo ocurrirá con la luz, el aire acondicionado y la calefacción. Por fin vamos a entender que darle alegremente a la tubería, al interruptor o al botón del mando a distancia es una especie de milagro tecnológico que nunca supimos valorar en su justa medida.
Hemos estado padeciendo la sequía y la desertización desde los tiempos de los romanos. Franco quiso solucionar el mal endémico nacional llenando España de pantanos, un pantano en cada término municipal, pantanos para todos, niño qué empacho de pantanos. Y sin embargo, aunque somos el país con más embalses del mundo occidental, seguimos viviendo en el lugar más seco y sediento de Europa. Ahora, cuando el cambio climático arrecia con fuerza y llueve cada vez menos, se confirma lo absurdo de aquellas políticas megalómanas a mayor gloria del dictador. La clave no estaba en abrir un embalse en cada pueblo para que el Generalísimo pudiera cortar la cinta inaugural y sacar pecho y barriga en el NO-DO, sino en proteger el medio ambiente de la contaminación y los incendios, en aprovechar mejor nuestros escasos recursos hídricos, en poner a salvo del saqueo y la especulación nuestros acuíferos sobreexplotados, en no despilfarrar en piscinas y campos de golf, en no abusar de los regadíos, en definitiva, en planear una mejor y más eficiente gestión del agua. Lo contrario del desarrollismo que algunos se empeñan en conservar.
Hoy el PP, fiel a todo lo franquista, también a las técnicas goebelsianas de manipulación de masas, ha cambiado aquel viejo delirio de los pantanos de la dictadura por la obsesión de los trasvases. Ellos, como buenos expoliadores de la naturaleza que son, piensan que con desviar el agua de un río caudaloso a otra cuenca necesitada asunto resuelto. En realidad, solo conseguirán secar los pocos sistemas fluviales que nos quedan ya. Pero a ellos qué más les da. Son negacionistas del calentamiento global, se oponen a cualquier medida de ahorro energético, se les queman los montes como a Mañueco en Castilla y León y siguen haciendo demagogia sobre las cenizas ardientes en lugar de empuñar una manguera y salir corriendo a apagar el fuego. Eso sí, vuelven una y otra vez con la cantinela del trasvase, dando la matraca por un tubo, nunca mejor dicho. Fue Indalecio Prieto quien en cierta ocasión dijo aquello de que la política hidráulica “no debe ser ni de un partido, ni de un Gobierno, ni de un régimen; la política del agua debe ser de Estado, al margen de los vaivenes electorales”. El problema requiere de amplios consensos, de políticas comúnmente acordadas. Lamentablemente, esta derecha trumpizada que nos ha caído en desgracia hará del bien más necesario para la vida otra de sus habituales guerras culturales. Ellos sí que son pertinaces como una plaga y no la sequía.
Viñeta: Luis Sánchez
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