(Publicado en Diario16 el 29 de julio de 2022)
Dos policías de Estepona violan brutalmente a una joven de 18 años y todo queda en una condena mínima y en unos cursillitos de reeducación sexual. Los agresores no irán a la cárcel tras llegar a un acuerdo con los abogados de la víctima, que decidió arrojar la toalla al sentir el lógico miedo a tener que sentarse en un banquillo para ponerse cara a cara, nuevamente, con sus verdugos. No es el primer caso de una mujer que desiste cuando llega la hora amarga de declarar en la vista oral. Cada año se tramitan decenas de expedientes judiciales que se archivan o quedan en nada porque la víctima no se siente suficientemente arropada o protegida por la Administración de Justicia. El sistema sigue siendo machista y penaliza a la mujer, que además del trauma del abuso o la violación tiene que sufrir el calvario posterior de deambular por los desoladores pasillos de los juzgados y tribunales. A este proceso psicológico, lacerante para ellas, los expertos lo denominan “revictimización” (los efectos negativos que para la víctima supone tener que pasar por el mal trago del largo y tortuoso proceso judicial).
La mujer que tiene la desgracia de cruzarse con un violador sufre graves trastornos físicos y psicológicos. Nerviosismo, ansiedad, constante estado de alarma, depresión, desesperanza, disfunciones sexuales y afectivas, aislamiento, problemas de sueño, pérdida de la autoestima, crisis de pánico, terror, intentos de suicidio… Lo que era una vida normal y hasta relativamente feliz se acaba convirtiendo en una existencia insoportable. Ninguna mujer que pasa por ese infierno sale de él siendo la misma persona. Muchas le echan valor y denuncian la agresión; otras prefieren callar por miedo a que el acosador regrese para repetir el crimen. Pero entre las que finalmente van a por todas para que se haga justicia con el depredador hay un elevado porcentaje que a lo largo del procedimiento decide dejarlo por diferentes causas. Unas no se sienten con fuerzas suficientes para entablar la batalla judicial y se rinden. Otras se apartan, optan por pasar página y tratar de olvidar porque no soportan tener que revivir el horror de aquel día. Y también las hay que abandonan la lucha porque terminan sintiendo pudor y vergüenza ante una sociedad indolente con el sufrimiento de las víctimas y ante unos medios de comunicación que solo buscan el morbo de la historia.
¿Cuántas de esas mujeres atormentadas no han terminado considerándose a sí mismas parte de un espectáculo mediático para vender periódicos o carnaza fácil para los programas de televisión? Comentarios en las redes sociales de gente desalmada que convierte a la agredida en una puta (“algo habrá hecho”, “si es que va provocando por ahí”); fríos reconocimientos médicos y forenses; declaraciones interminables ante la policía y el juez; y largas horas de espera en los juzgados no facilitan precisamente que la mujer siga adelante en su legítimo derecho a que se haga justicia. A menudo, el sistema falla y solo las más tenaces y fuertes mentalmente llegan hasta el final hasta conseguir una sentencia condenatoria que la mayoría de las veces no compensa, ya que no logra mitigar ni la mitad del sufrimiento de la víctima. La indemnización económica no sirve para aliviar el dolor interior; la cárcel para el agresor resarce solo en parte, ya que el recuerdo del cerdo baboso abalanzándose y jadeando de forma nauseabunda permanecerá para siempre. Nada curará esa herida, es más, el trauma se agravará si finalmente el magistrado patriarcal de turno redacta una sentencia en la que confunde una salvaje violación grupal o en manada con una fiesta en la que abundaba la alegría y el jolgorio sexual.
La truculenta historia de esos dos policías transformados en monstruos de la noche resulta paradigmática de lo que está ocurriendo en este país. Dos años de cárcel reemplazables por un curso de educación sexual, la expulsión del cuerpo policial de ambos agresores y una indemnización de 80.000 euros para la víctima. Eso es lo que vale la vida destrozada de una niña de 18 años. La joven no ha querido pasar por el maldito proceso de revictimización, no ha tenido fuerzas para volver a narrar todo lo que vivió aquella madrugada de terror, no se ha sentido en condiciones de afrontar las preguntas de abogados dispuestos a machacarla y a hacer añicos su versión, no ha sabido cómo gestionar su sentimiento de vergüenza y culpabilidad ante los demás. Debe ser aterrador tener que volver a recordar cómo uno de los policías anuncia fríamente el mal sueño que está a punto de suceder –“bueno, ¿cómo se empieza una orgía?”–, cómo la desnudan a la fuerza, cómo la obligan a consumir unas rayas de cocaína para someter su voluntad, cómo la tumban sobre la encimera de la cocina para tocarle los pechos y penetrarla sin preservativo.
El presidente del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA), Lorenzo del Río, justifica con la ley en la mano que toda esa barbarie termine con un par de cursillos de reeducación sexual. “El juez no puede condenar por más de lo que le pidan las partes”, asegura el magistrado con una frialdad que asusta. Así que los policías darán sus clases de readaptación social y saldrán de esta como buenos chicos, como muchachos completamente reformados. Hasta podrían reingresar en el cuerpo en el futuro si se portan bien. La joven, por contra, quedará con su estrés postraumático de por vida. Pastillas, sesiones de terapia, noches de insomnio. Nunca la Justicia fue tan ciega como en este caso.
Viñeta: Becs
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