(Publicado en Revista Gurb el 30 de mayo de 2018)
Ha muerto la flor de la canela. Ha
muerto la gran señora de los escenarios. De María Dolores Pradera Paco
Umbral dijo que era hermosa como un demonio. No solo eso. Era poderosa,
inteligentísima, divertida, una mujer racial, valiente y comprometida.
Una rojaza de las de verdad, de los pies a la cabeza. La musa de la
revolución que quisimos hacer y no pudimos, o que pudimos hacer y no
quisimos. Fue una diosa clásica de la canción, esta sí, no como otras
artistillas que van de divas sin serlo. María Dolores era el quejío
dulce y reposado, la voz desconsolada llena de nostalgias, la ranchera
polvorienta y doliente en medio de una noche desesperada con sabor a
tequila. Amó a Fernando Fernán Gómez, al que estuvo amarradita pero con
el que no se supo entender. Los genios nacen para estar solos. Baladas, boleros, coplas, rancheras,
fados, todo lo bordó con el hilo de un talento artesanal. En el teatro
fue única, en la vida un torbellino, un ser indomable, un ejemplo.
Siempre la recordaremos vestida con el poncho austero, el mantón
elegante o aquella túnica sedosa de Deméter de la música. Cuando la
Pradera salía al escenario, bajo el foco de oro, se callaba el mundo.
Era la voz luminosa en el silencio oscuro, el poema hecho carne. “Estos
malos tiempos para los artistas se arreglarán porque siempre habrá
música, sin ella la vida sería aún más triste”, dijo en cierta ocasión.
Cuando hablaba estallaba una revolución, cuando cantaba se fundían los
corazones. Los ojos vivarachos de niña traviesa, la furia tranquila y
sincera en la mirada, la poesía por bandera. Adiós María Dolores. Toda
una señora.
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