(Publicado en Diario16 el 27 de abril de 2023)
Manuel Baltar, presidente de la Diputación de Ourense y del PP provincial, ha sido cazado cuando circulaba a 215 kilómetros por hora en dirección a Madrid. Un radar móvil lo detectó y una patrulla de la Guardia Civil le dio el alto. A esta hora, Alfonso Rueda todavía no lo ha cesado, lo cual demuestra un principio de la física que ya apuntó en su día Albert Einstein: que todo, la velocidad, el espacio y el tiempo, es relativo y depende del marco referencial de quien está observando. En este caso el que observa es el barón popular gallego Rueda, y no ve nada raro en que su delfín ponga en grave riesgo a los conductores que pasan junto a él. “Reconoce los hechos, ha pagado la sanción. El primero que lo siente es él mismo”. O sea que el PP cierra filas, silencio administrativo y aquí paz y después gloria.
Baltar nos trae a la memoria otros casos de prebostes populares que en su día se transformaron en Fitipaldis o fieras del motor. Miguel Ángel Rodríguez, por ejemplo, terminó llevándose por delante tres vehículos cuando circulaba con unas copas de más. A Espe Aguirre la pilló la Policía Local dándose a la fuga para esquivar una multa en el centro de Madrid. Difícil olvidar aquel bochornoso y sonrojante parte policial para la historia: “Poniéndose la conductora muy nerviosa, se sube al vehículo y arranca y golpea la moto”.
Estos muchachos del PP son tremendos. Presumen de proteger a los españoles pero son un peligro público para el personal en la autopista. Se jactan de ser gente muy de orden, muy cabales y muy amantes de la ley, pero cuando se suben al Mercedes de lujo (ya sea el personal o el oficial), meten quinta, el gasoil se les sube a la cabeza, se embriagan de libertad y ancha es Castilla. Es como si se transformaran en ácratas sobre cuatro ruedas, en anarquistas de la carretera, como aquellos chalados y sus locos cacharros de los primeros tiempos del automóvil. Es verdad que para la política son lentos y conservadores y que van a acabar con Doñana en una progresiva y agónica desertización. Pero para esto del motor y los coches, qué tíos, qué rapidez, qué velocidad de movimientos. Son tardos para lo que quieren.
Hay quien dice que al hombre se le conoce por su forma de conducir. Los hay decididos y seguros de sí mismos al volante. Otros son dubitativos y torpes aparcando. Baltar, sancionado con una multa de 600 euros y la pérdida de seis puntos del carné, pertenece al club de los kamikazes de embrague caliente que cuando se tiran a la carretera se ciegan, se llenan de asfalto, meten la directa y ya no paran ni respetan nada ni a nadie.
Feijóo nos había vendido el mito de la gente de bien, pero lo cierto es que tenemos una derecha temeraria en la vía pública y en la política. Poner un coche a 215 kilómetros por hora es cosa de atracadores de gasolineras, del Torete y el Vaquilla y de corredores de rallies clandestinos que suelen moverse entre la legalidad y la infracción, en la frontera entre el bien y el mal. Al señor Baltar no lo vemos nosotros como uno de aquellos jóvenes inadaptados de Rebelde sin causa que apretaban el acelerador trucado rumbo a un precipicio para demostrar que eran más machos. Ni como un James Dean al que no le importaba inmolarse en su Pequeño Bastardo, dejando un bonito cadáver. No es precisamente un teenager de camiseta negra grasienta y ajustada, pachuli a capazos en la pelambrera y pitillo en la oreja. Por eso nos tiene desconcertados este personaje, que nos pone en un brete a la hora de escribir sobre él.
¿A dónde iba este buen hombre como alma que lleva el diablo? ¿De quién huía en un tranquilo domingo y quemando neumático como si no hubiese un mañana? ¿A qué destino pretendía llegar como si le fuese la vida en ello? Jugarse el pellejo en ruta por no perderse un mitin de campaña tendría algo de sentido. Las cosas están ajustadas y un puñado de votos puede decantar la balanza, ganándole una diputación al PSOE. ¿Pero en festivo, a qué viene lanzarse a tumba abierta hacia un Madrid que no se lo va a llevar nadie y que el lunes seguirá estando allí, clavado en la Meseta, como siempre? ¿Lo había llamado Feijóo a capítulo? ¿Le había encargado Génova una misión tan urgente como imposible? ¿Temía llegar tarde a casa y que se le enfriara el pulpo, los percebes y la centolla? Nada tiene el menor sentido.
En cualquier país medianamente democrático el ciudadano tendría ya una explicación, una versión de los hechos, una coartada cuando menos. Pero nada. Él calla, el jefe gallego calla, Feijóo calla también. Estaría bien saber por qué un político se sube a un coche oficial el Día del Señor y sale disparado, como un cohete fallón de Elon Musk, rumbo a ninguna parte. Sería bueno que pudiéramos conocer por qué un servidor público que debe dar ejemplo, un dirigente de la derecha ordenada, un ilustre representante de las clases altas gallegas, se lanza a la calzada como pollo sin cabeza, a la velocidad de la luz, sin importarle nada, ni las señales de tráfico, ni los malditos radares, ni las parejas de la Guardia Civil que por fortuna están ahí, en cualquier cruce o bajo cualquier puente o árbol, a la sombra de la Justicia, esperando con paciencia para trincar al infractor. ¿Pero a dónde demonios ibas, Manolo?
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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