(Publicado en Diario16 el 21 de abril de 2023)
Después de Franco, le llega el turno de la mudanza post mortem a José Antonio Primo de Rivera. El fundador de la Falange y gran inspirador del golpe de Estado del 36 no podía seguir ni un minuto más en un lugar preferente de la basílica del Valle de los Caídos, como un Dios de la historia. El Gobierno había dado a la familia la opción de dejarlo en el lugar, pero junto a los restos de las demás víctimas de la guerra, como un fusilado más. Era la forma que se había elegido para humanizar al mito, al mártir, despojándolo del halo de santidad que durante décadas le confirieron los falangistas. Sin embargo, finalmente sus descendientes no han aceptado que el Ser Supremo del fascismo español terminara en el nuevo cementerio civil planeado en Cuelgamuros por la Ley de Memoria y han pedido que se cumpla su última voluntad: reposar en un camposanto católico, en este caso el de San Isidro.
Cuenta la historia que, en el 39, después de que Franco ordenara el traslado del cadáver de José Antonio desde Alicante hasta El Escorial, cientos de falangistas se turnaron noche y día para llevar a hombros su ataúd. Podían haberlo transportado en coche, que era más rápido y eficaz, pero los prebostes del partido único decidieron darle al acto un carácter de liturgia fastuosa, de peregrinación religiosa y de macabra procesión repleta de antorchas fulgurando en medio de la noche y de los campos devastados por las bombas. Diez días de duro camino, quinientos kilómetros de larga andadura. Así era el fascismo del siglo XX: pura irracionalidad escenificada, puro teatro del absurdo llevado al extremo. Por algo la Falange había nacido en el Teatro de la Comedia, en cuyo escenario José Antonio había justificado la dialéctica de los “puños y las pistolas”, el relato de la violencia como forma legítima de alcanzar los objetivos políticos ya que, hasta Santo Tomás, en casos extremos, admitía “la rebelión contra el tirano”.
El traslado de José Antonio al Escorial, en lenta y silenciosa comitiva, fue el mayor acto de exaltación fanática que ha habido jamás en este país. Un “gigantesco y formidable espectáculo”, como dice el historiador Ismael Saz. Una siniestra romería formada por cientos de adeptos al amado líder a través de los páramos yermos y solitarios, a través del inmenso cadáver de una España putrefacta. Aquellos días Falange elevó a los altares, junto al Altísimo, a quien no era más que un político de carne y hueso con ideas pasadas de rosca de tanto leer las Reflexiones sobre la violencia de Georges Sorel. Cada vez que se hacía un relevo, sustituyendo a unos portadores del féretro por otros, se gritaba aquello de “José Antonio Primo de Rivera, ¡Presente!”; cada vez que el sarcófago cambiaba de hombros y de hombres, se acompañaba con salvas de cañón y repique de campanas. Y así hasta Madrid.
El fascismo es ante todo un misticismo que pretende conectar las almas aisladas de un pueblo con el todo, que es el Führer, reencarnación de la divinidad y amo y señor del Estado totalitario. Franco era tan solo un militar, un cabo chusquero que había llegado arriba con astucia, intrigas, conspiraciones y conjuras. Poseía escasa cultura pese a sus ínfulas de pretendido cineasta y no sabía nada sobre nada. Su inglés galleguizado lo decía todo. Él mismo se jactaba de que nunca se metía en política. Lógico. No la entendía porque era mediocre. Por eso su único acto creativo en vida fue convertir España en un inmenso cementerio de más de un millón de muertos. Y por eso sentía auténtico pavor ante la figura de José Antonio, al que veía como el verdadero ideólogo, el orador imbatible, el poeta capaz de enardecer a las masas hasta seducirlas y anestesiarlas completamente. El fusilamiento del fundador de la Falange por los republicanos fue un respiro y un alivio para el general alzado en armas. Muerto el mesías se acabó el peligro. Durante dos años, Franco ocultó la muerte de Primo de Rivera en la cárcel de Alicante, haciendo creer a los falangistas que su líder seguía con vida. Fue así como surgió el “mito del Ausente”. Más tarde, cuando informó de su ejecución al país, se apropió de su figura, colgando su retrato al lado del suyo en escuelas y edificios públicos. El nuevo dios autoproclamado ya tenía al profeta perfecto, a la leyenda, al héroe icónico. Y con ese cuento, y controlando a la Falange con mano de hierro, que siempre fue un incordio para él, pudo tirar cuarenta años.
“Soy como el discípulo que va a ver al maestro”, dijo Primo de Rivera cuando viajó a Italia para conocer a Mussolini en el 33. La internacional fascista tenía planes muy avanzados para nazificar España de norte a sur. Nadie sabe qué hubiese pasado de no haber sido fusilado José Antonio. Probablemente, otra guerra civil, esta vez entre falangistas y franquistas en una cruenta lucha por el poder. Nada hubiese sido como fue.
El próximo lunes, los restos del gran inspirador del fascismo español saldrán por fin del Valle de los Caídos. El mito quedará diluido para siempre. A buen seguro no habrá miles de camisas azules dispuestos a trasladar el féretro, a hombros y escoltado por antorchas como en el 39, desde el Valle de los Caídos hasta el cementerio de San Isidro. Este país se ha transformado tanto y tan profundamente que el acto ocupará el titular de la jornada y se olvidará al día siguiente. Claro está que habrá algunos ruidosos nostálgicos, como en cada 20N. Pero poca cosa. Todo se hará con discreción, tal como ha pedido la familia. Tras la exhumación, el falangismo quedará neutralizado (esta vez sí). Aquellos que se proclaman sus sucesores en partidos de nuevo cuño como Vox no son más que farsantes, impostores, clowns. Los escasos recios falangistas que quedan ya, los duros de la vieja guardia, los ponen a parir cada día en las redes sociales. Ninguno de ellos estará allí para levantar el brazo y gritar aquello de José Antonio, ¡presente! Tampoco Santiago Abascal. No sería bueno para el negocio.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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