(Publicado en Diario16 el 3 de abril de 2023)
Los parisinos han dicho basta ya al patinete eléctrico de alquiler. Aunque es cierto que el referéndum ha tenido una baja participación (solo 103.000 votantes han acudido finalmente a las urnas), estamos ante un hecho histórico que pone de manifiesto el hartazgo de la gente ante las nuevas modas de la globalización. No se trata de criminalizar al usuario del patinete que cumple con las normas del código de circulación, respetando a los peatones y comportándose cívicamente, sino de controlar a esos que se creen Marc Márquez y convierten las aceras de las grandes ciudades en improvisados circuitos urbanos para sus delirios velocistas. En España ya han provocado 400 accidentes con 18 muertos. No es broma.
El patinete bien entendido puede ser una buena alternativa verde al problema de la contaminación, que cada año se cobra la vida de miles de personas por cáncer y enfermedades pulmonares. Pero de un tiempo a esta parte está proliferando el patinetero accidental y por ocio o puro postureo, o sea ese que le pide un patinete eléctrico a los Reyes Magos, por Navidad, dando rienda suelta al niño que lleva dentro (de nuevo el retorno a la nostalgia infantil, grave epidemia de la posmodernidad). ¿Necesitan este medio de transporte para su día a día? Seguramente no porque tienen una parada de autobús, de Metro o de Cercanías al lado de casa. El transporte público ha mejorado exponencialmente en las grandes urbes de toda Europa. Los gobiernos municipales han ampliado líneas y frecuencias de paso, han construido carriles bicis y han fomentado campañas para el uso del coche de San Fernando (un ratito a pie y otro caminando), de modo que dejemos de envenenar el aire con nuestros letales motores de gasolina. Poco a poco va cambiando el paradigma, la concienciación cala en la sociedad y empezamos a entender que no podemos coger el automóvil para ir a comprar el pan, como hacen algunos. Sin embargo, la moda, la fiebre, la seductora tontería de subirse a un artefacto como el patinete eléctrico que parece sacado de una película de Star Wars (algunos deben sentir que vuelan o levitan como Luke Skywalker) ha terminado por crear un auténtico problema de movilidad, sobre todo en los grandes centros urbanos.
Muchos se suben a uno de estos inventos no por contaminar menos, ni por contribuir a la sostenibilidad contra el cambio climático (en el que no creen porque son negacionistas), sino por experimentar la trepidante sensación de ir a toda pastilla por su barrio practicando un deporte de alto riesgo que pone en peligro sus vidas y la de otros. No será la primera vez, ni por desgracia la última, que uno de estos nuevos kamikazes de la velocidad se llevan por delante a una pobre ancianita que sale tranquilamente de su portal, a un niño de corta edad o a un vecino que pasea al perro sin poder imaginarse siquiera que de repente, a la vuelta de la esquina, va a aparecer un zumbante cacharro de estos envuelto en vistosas lucecitas de colores (algunos hasta llevan el reguetón incorporado a todo decibelio para dar la sensación de que la calle es suya y meter más miedo al vecindario). Ha llegado la hora de regular este sindiós.
Sin duda, el patinete se ha convertido en el gran símbolo del ácrata o libertario que ya no respeta nada, un emblema del egoísmo individualista tan en boga en el mundo de hoy y un síntoma más de la decadencia de lo común, de lo público, del Estado de derecho. Todos tenemos nuestra casa, que es el hogar privado, y la ciudad, que es el hogar público, nos dijo el gran Tierno Galván. La evolución humana fue el tránsito de la escritura y la comunicación a la polis como entorno de civilización, afirmó Herbert Marshall McLuhan. Y por Maquiavelo sabemos que quien provoca desórdenes en una ciudad está dando el primer paso para convertir un espacio de libertad y convivencia en una jungla de asfalto, que es adonde quieren llegar estos patinadores narcisos.
Grafiteros, vándalos, pandilleros, fanáticos de la discomóvil y el botellón, rompecristales, pirómanos del contenedor, destrozabancos, ruidosos turistas, moteros de la noche, carteristas y ahora esta plaga incontrolada de suicidas con ruedas que pasan junto a nosotros, cada día, en una estampida fugaz y sin sentido. A veces la cosa termina en cruda pelea de tráfico, ya que no dudan en enzarzase con ciclistas, peatones y conductores. Crispan la sociedad. Ante este panorama propio del Far West, a uno, que ha sido urbanita toda la vida, empiezan a entrarle unas ganas tremendas de emigrar buscando la tristeza dulce del campo de la que hablaba Juan Ramón.
Una vez más, el sabio pueblo parisino, que estos días se echa a las calles para defender bravamente sus derechos laborales frente al ultraliberal Macron, ha dado una lección al mundo. Haríamos bien en copiar ese referéndum francés impulsado por la alcaldesa socialista Anne Hidalgo y someter el patinete y otros problemas a la voluntad popular. El Estado de derecho debe reaccionar contra la anarquía motorizada antes de que terminemos todos en una especie de infernal universo Mad Max, en un Madrid ayusista reconvertido en Sodoma y Gomorra donde cada cual hace de su capa un sayo e impone su santa ley (ya ni siquiera se ponen el casco). El loco patinador de cabeza rapada y chupa de cuero con clavos campando a sus anchas por nuestras hermosas ciudades es un producto más de estos tiempos anarquizantes y trumpistas que nos han tocado vivir. Sí al patinete con prudencia y civismo. No al gamberro motorizado.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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