(Publicado en Diario16 el 19 de mayo de 2023)
Por ahí fuera, más allá de los Pirineos, en la Europa civilizada, un árbol se considera algo sagrado. No se toca, no se tala, se respeta. Cuando las autoridades tienen que construir una nueva urbanización o carretera, miran con lupa dónde puede haber masa forestal. Y si se topan con un árbol, cambian de planes. No meten las excavadoras a destajo arrasándolo todo. Es tal la sensibilidad con lo verde, que hace solo unas semanas la UE anunció un plan para replantar 3.000 millones de árboles en el viejo continente. España sigue siendo different también en esto.
Aquí, en la piel de toro, le seguimos metiendo fuego a nuestros montes (el último incendio en Las Hurdes avanza sin control y se dirige al Valle del Árrago con sus preciadas reservas de buitres negros). O planificamos una macrourbanización junto a Doñana para terminar de acabar con lo poco virgen que queda allí. O cercenamos los árboles de nuestras grandes ciudades para construir un bloque de pisos o una línea de metro. Es el caso del alcalde popular de Madrid, Martínez-Almeida, que estos días acaba un mandato marcado por las talas indiscriminadas y por haber terminado con más de 78.000 árboles adultos. Su afán constructor, su pasión por el gris cemento y su alergia por todo lo verde menos Vox, ha provocado que muchos vecinos de Villa y Corte ya le hayan colgado el cartel de arboricida y arrancapinos. Es algo sabido que el primer edil siente rechazo al ecologismo (antes salvaría Notre Dame que el Amazonas) y cualquier día se nos hace vasco solo para agarrar un hacha y ponerse a partir troncos desaforadamente como un aizkolari, anda Patxi, ahí va la hostia.
Metidos como estamos en campaña electoral, Martínez-Almeida trata de quitarse de encima, a toda costa, ese sambenito de alcalde contaminante y ha prometido plantar medio millón de pimpollos, una medida a largo plazo, ya que para cuando esos tallos crezcan y puedan dar sombra, protegiendo contra el sol y refrescando la ciudad contra los rigores del cambio climático, los madrileños estarán todos más abrasados que un guiri en Torremolinos.
Es evidente que el regidor se ha equivocado en sus políticas medioambientales para una capital como Madrid, que tiene un serio problema de emisiones contaminantes. Contra esas ideas urbanísticas predatorias, contra esa trasnochada visión ultraliberal de la ciudad, tendría que haber reaccionado la Justicia hace ya tiempo. La democracia necesita un Poder Judicial fuerte, auténticamente independiente y concienciado con los nuevos problemas de nuestro tiempo como el calentamiento global, el peor desafío al que se enfrenta la especie humana. Sin embargo, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid ha desestimado los recursos de los ecologistas, que habían pedido la suspensión cautelar de las obras de ampliación de la Línea 11 de Metro en los parques de Madrid Río y Comillas, donde se va a producir una gran tala de unos 1.000 árboles adultos. Los magistrados tendrían que haber dado una lección de concienciación ecológica en un momento especialmente crítico como es la emergencia climática, pero se han limitado a ponerse la venda de la diosa Justicia en los ojos y a rodearse de latinajos, de Aranzadis y de artículos del Código Civil en lugar de situar el foco en lo importante: que las grandes metrópolis europeas van necesitando amplias y frondosas zonas verdes o de lo contrario pronto no se podrá vivir en ellas. “La demandante [el movimiento ecologista] no concreta los perjuicios de imposible o difícil reparación que darían lugar a la pérdida de la finalidad legítima del recurso”, se han limitado a sentenciar los magistrados un tanto embarulladamente y con ese lenguaje oscuro que solo entienden ellos.
Una vez más, los jueces van detrás de los problemas sociales, pero en el honrado pueblo de Madrid empieza a abrirse paso una idea, un eslogan que es una enmienda a la totalidad a las políticas insostenibles de Almeida. Al igual que en su día caló el “no pasarán” o el “no a la guerra”, ese grito “no a la tala” empieza a cuajar en los madrileños y ha dejado de ser un monopolio ecologista. Ese “no a la tala” que enarbolan desde asociaciones vecinales a movimientos de todo tipo es el lamento desesperado de la raza humana aterrorizada por una catástrofe planetaria que no ha hecho más que comenzar. Las derechas, en España y en otras partes del mundo, siguen tocando sus cínicos violines mientras el Titanic se hunde. El negacionismo ultraconservador va a matarnos a todos. A esta hora partidos políticos y administraciones públicas deberían estar ofreciendo alternativas para contribuir a frenar el cambio climático, pero Almeida está a otras cosas, mayormente a meter miedo al personal con el fantasma de ETA y la invasión okupa (ni una cosa ni otra existen), a regalar cajas con chupetes a los recién nacidos para fomentar la familia tradicional y a desacreditar a Rita Maestre, con la que está completamente obsesionado (ayer la citó catorce veces en una intervención pública).
En el PP ayusizado dan la espalda a la realidad y crean sus propios universos alternativos. Borja Sémper se empeña en darle una pátina moderada al partido, pero todo es en vano. Cada vez se parecen más a esos barbudos yanquis de Qanon, los primitivos y medievales conspiranoicos que tratan de instaurar un extraño mundo al revés. Almeida está a un paso de ponerse la camisa de leñador de Ohio y la gorra de béisbol con el eslogan Make Madrid great again. Como un trumpista de la Meseta profunda.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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