(Publicado en Diario16 el 11 de mayo de 2023)
Se acabó. Telecinco cierra Sálvame tras catorce años de noticias sobre el corazón, la ingle, la bragueta y el higadillo. Para algunos fieles incondicionales será una tragedia; para otros espectadores, hartos del gallinero y la corrala que se formaba a la hora de la sobremesa, será toda una liberación. No vamos a ser nosotros aquí los que nos pongamos con la moralina fácil ni defendamos el programa que, dicho sea de paso, valores muy culturales y educativos no fomentaba, para qué vamos a engañarnos. Sálvame era lo que era, un patio de porteras, el parlamento del chismorreo, el barro de las relaciones humanas. La antipolítica de verdad. Un ring donde unos le mentaban la madre a otros para crear polémica y escándalo. Allí no se cultivaban debates sesudos, ni se hablaba de Kant. Se iba a lo que se iba, a vender la exclusiva del siglo sobre la última infidelidad, al morbazo del enésimo polvete de la vedete de turno y a poner a caer de un burro a los famosos (últimamente ni eso, el espacio había perdido calidad y cualquier petarda barra petardo, buscona o chulángano, salía allí a contarnos su anodina vida y milagros).
El invento de Vasile daba audiencias y con eso les bastaba a los directivos de las parrillas telecinqueñas. Del Sálvame podemos salvar unos cuantos momentos memorables para la historia de la televisión, como la elevación a los altares de Belén Esteban como “princesa del pueblo” (todo un alegato antiborbónico); las múltiples perrerías a Lydia Lozano (cuando el share caía se le gastaba una putada, se la hacía llorar en directo y a otra cosa); las primeras confesiones de Bárbara Rey; el más que decente seguimiento de la Operación Malaya (Jesús Gil versus Julián Muñoz); y aquel día en que Jorge Javier Vázquez (maestro de ceremonias y única estrella de verdad que ha dado esa cantera), se declaró abiertamente “rojo y maricón”, un valiente y formidable desafío a la extrema derecha que hoy vuelve por sus fueros.
Estos catorce años de emisiones (seguramente demasiados, han estirado el chorizo más de lo debido) han dado para crear toda una neolengua y un vocabulario del corazón con frases míticas para la historia como “ni que fuera yo Bin Laden”, “bares de lucecitas” (por putis de carretera) y “agua con misterio” (cuando uno va con cuatro copas de más y le echa la culpa al camarero). Los personajes e invitados, una fauna de todo pelaje y condición, tuvieron tiempo hasta de inventar un nuevo género musical, el “baile del chuminero” de la sufrida Lozano, una coreografía de patas abiertas y mucha cadera que en Benidorm aún lo peta en las discotecas (los ingleses lo llaman pussy dancing). Todo ese salseo, todo ese espectáculo de la España más chabacana y vulgar (la televisión no es más que el espejo de la sociedad), provocó que muchos se llevaran las manos a la cabeza alegando que aquello no era ni reality ni telerrealidad, sino telemierda, y con esa etiqueta, quizá algo injusta, se quedó el programa.
En cualquier caso, los chorvos y chorvas del Sálvame, aventureros del amor, cazadores de fortuna (y millonarios), oportunistas, paparazzi pasados de rayos uva, vendevidas, confidentes de pacotilla y fisgones de todo tipo no han hecho otra cosa que, con mayor o menor acierto, tratar de entretener al personal en un país que de un tiempo a esta parte no se ha distinguido precisamente por su elevado nivel cultural, social o político. Para muestra Ayuso, que cuando los periodistas le tiran una pregunta improvisada de rabiosa actualidad, ella echa balones fuera alegando que no puede (o no sabe) contestar porque ese tema no está en el guion que MAR le prepara la noche anterior. El martes, los plumillas le pidieron opinión sobre la ley de eutanasia y ella se metió en un frondoso jardín: “No puedo improvisar las respuestas aquí te pillo aquí te mato”. Otro espantoso ridículo de la Emperatriz de Chamberí. Cualquier colaborador del Sálvame le hubiese echado más ingenio a la cosa.
El gran mérito del programa que nos deja, si es que tuvo alguno, fue convertirse en un reducto u oasis aislado, una habitación del pánico a salvo de la cruel realidad del día a día. Bastaba con darle al botón y cambiar de canal para que uno se evadiera de la crisis, la inflación, el paro, los crímenes, la corrupción, la estulticia de los políticos y todo el sindiós del mundo de hoy. Ya podía estallar la Tercera Guerra Mundial, que el mayor problema para el Sálvame era saber si la Esteban había hecho las paces con fulanita o menganita. Esa evasión, ese escapismo televisivo, ha hecho olvidar por un momento más de una depresión.
Así que decimos adiós a Jorgeja, la Esteban, Kiko Hernández, Lydia Lozano, Matamoros, la Patiño y todos esos rostros que han hecho compañía a tanta gente, sobre todo mayor, en el tedio de la sobremesa. En las residencias de ancianos echarán de menos un entretenimiento tan frívolo como eficaz que ahorraba en Prozac y Sintrón.
Dicen que se cargan el programa no por falta de audiencias (sigue teniendo un público fiel), sino por el tratamiento de algunos asuntos escabrosos. Esta España remilgada, ofendidita por todo y pacata ya no es la misma de hace catorce años, cuando el Sálvame entró a galope tendido en la pequeña pantalla con su carroza de locos y locas. Hasta Rufián ha tenido que rendirse a la labor social de esta troupe rosa, de esta canallesca del romance, del adulterio y el flirt. “Ha hecho mucho más Jorge Javier Vázquez diciendo que el fascismo, el racismo y la homofobia son bazofia que mil campañas políticas. Para telebasura algunas tertulias y telediarios de insignes periodistas”. Touché. Jorgeja le daba un aire de libertad (y algo de libertinaje rojo, por qué no decirlo) al día a día. Cuentan que Ana Rosa, su sustituta, viene con un magazine más serio bajo el brazo. Seguro que algunas tertulias no habrá quien se las trague por la carga reaccionaria que nos preparan. Para eso mucho mejor el chuminero de la Lozano.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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