En cierta ocasión un periodista le pidió a Albert Einstein que explicara
con palabras sencillas, si es que podía hacerlo, qué demonios era eso
de la teoría de la relatividad. Entonces el genio respondió: "¿Me puede
usted explicar cómo se fríe un huevo?". El reportero lo miró extrañado y
contestó: "Pues sí, sí que puedo". A lo cual el científico replicó: "Bueno, pues hágalo pero imaginando que yo no sé lo que es un huevo, ni
una sartén, ni el aceite, ni el fuego". Hoy, cien años
después, estamos algo más cerca de saber qué es el fuego que agita el
aceite de la sartén cósmica y de paso averiguar por qué nosotros nos
abrasamos en esa sartén como huevos fritos chisporreantes. Ayer, un
equipo de científicos norteamericanos (siempre los norteamericanos)
descubrió que las ondas gravitacionales existen. Einstein, cómo no, ya
lo había predicho sin despeinarse (o mejor sin peinarse) hace un siglo.
Uno no sabe muy bien para qué diantres puede servir conocer que cuando
dos agujeros negros chocan a miles de millones de kilómetros de
distancia y se engullen entre sí y provocan el mayor cataclismo conocido
en el Universo salen disparadas una serie de ondulaciones que alteran
el espacio y el tiempo, como si una piedra cayera en un estanque y
formara pequeñas olas concéntricas a su alrededor, alterando la
superficie del agua. Uno no sabe si un descubrimiento tan fabuloso
pasará desapercibido para la mayoría de los mortales en medio de los
grandes asuntos místicos que nos tienen entretenidos y con el corazón en
un ay, cuestiones tan vitales como si Rita será imputada, si Pedro y
Pablo se pondrán de acuerdo al final o si dos pobres titiriteros son en
realidad los terroristas más peligrosos del mundo. Temas sin duda
trascendentales que deben ocupar todo nuestro tiempo. A quién le importa
en realidad que ahí fuera las estrellas y los planetas se estén
devorando trágicamente, que estallen las supernovas, que toda nuestra
galaxia se esté dirigiendo en estos momentos hacia un inmenso agujero
negro que nos destruirá sin remisión, reduciéndonos a los estúpidos
seres humanos, para siempre, a simple polvo de estrellas. Mientras la
danza cósmica prepara el gran acto final, el mono desnudo sigue aquí,
riendo como un chimpacé enloquecido, absorto en sus miserias, mirándose
el ombligo y comiendo sus estúpidos cacahuetes. Tal cual como hace un
millón de años.
Viñeta: Xipell
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