viernes, 5 de febrero de 2016

LA CONJURA DE LOS TOGADOS

Matar a un ruiseñor. Al juez Elpidio Silva le destrozaron la vida solo por hacer bien su trabajo, por cumplir con su obligación. La investigación que llevó a cabo contra el banquero de guardia del PP, Miguel Blesa, fue sin duda impecable, pero algunos señores magistrados del Consejo General del Poder Judicial, seguramente hipotecados por sus clientelismos y cadena de favores, decidieron que era el momento de cortarle las alas. Juicio por prevaricación y al dique seco. Sin compasión, sin perdón. A la puta calle. Aunque él lo niegue, Silva fue víctima de una vendetta política, de un ajuste de cuentas de los navajeros de las togas. La corrupción institucional es mala, pero mucho peor es la corrupción judicial, jueces que van de justos y decentes y que desayunan, comen, cenan y se las toman con los concejales trincones. La Justicia en Madrid está enferma, pero en las comunidades autónomas, en los pequeños partidos judiciales donde no llegan los periódicos, ni los focos, ni los agentes de la UCO, la situación es mucho peor, porque las componendas, los contubernios, los chanchullos, quedan ocultos, enterrados, silenciosos. Allí, en los pequeños juzgados de pueblo, en las plazas rurales donde no llega el relumbrón de los grandes casos ni el eco de la televisión, es donde se paralizan los fabulosos expedientes urbanísticos, donde se frenan los escandalazos en su raíz, donde se tapan las vergüenzas de los yonquis del dinero. Esos son los verdaderos feudos de los alcaldes paletos, de los caciques, de los empresarios que se llenan los bolsillos mientras el amigo juez, hermano de casta, mira para otro lado. Esa es la peor de las Justicias, el peor cáncer de nuestra democracia que a nadie parece importarle y que nadie está investigando. Y aunque ninguno repare en ello, ahí sigue, actuando, trabajando, corroyendo. En silencio. En la sombra. 

Palacio de injusticias. Mucho se habla estos días de la corrupción política pero hay otras corrupciones igual de malignas que también corroen los cimientos del Estado. Estamos hablando de la corrupción judicial, de la corrupción de los señores togados, tan corporativistas ellos, tan poderosos e intocables, tan lejanos en sus sillones olímpicos. Es cierto que la mayoría de los jueces son valientes, honestos y preparados, y que gracias a ellos estamos conociendo las trapacerías de los Rus, Rato y Rita. Pero, ¿qué pasa con los otros? ¿qué sucede con las manzanas podridas de la judicatura que encubren, tapan o miran para otro lado cuando llega a sus manos el caso caliente y podrido de un amigo político con el que cenan, comen y juegan al pádel? ¿por qué se habla menos de esa corrupción cuando es tan peligrosa como la otra? Los casos están ahí, encima de la mesa, esperando que algún periodista (si es que queda alguno) los investigue y los denuncie: los ocho jueces a los que Carlos Fabra fue rotando para que no se investigara su caso, la inhabilitación de Baltasar Garzón por los magistrados afines al PP, la sanción a Elpidio Silva, la persecución al juez Castro. ¿Por qué Naseiro salió absuelto, en el pleistoceno de nuestra democracia, cuando ya se habían detectado las comisiones, las mordidas, las pomadas infames? ¿Quién tapó toda aquella basura que le ha reventado hoy en la cara, décadas después, al PP valenciano? ¿Cómo pudo Valencia soportar tanto hedor durante tanto tiempo sin que ningún magistrado levantara las alfombras?

Viñeta: Igepzio

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