Mark Zuckerberg, el mesías del mundo de la mentira en que vivimos, bajó
del Olimpo de Wall Street y se presentó por sorpresa en el salón MWC de
Barcelona. Fue como un advenimiento, una aparición milagrosa, una caída
del cielo que no se esperaba. Sin embargo, nadie vio cómo pasaba el
espíritu hecho carne del gran gurú. Nadie notó que el halo divino del
padre Mark se había materializado y levitaba y se paseaba entre ellos,
como Cristo caminó sobre las aguas del Mar de Galile
a.
Todos estaban metidos en sus cacharros automáticos, imbuidos en sus
falsas realidades, babeando en su mundo artificial de muñecos
diabólicos. En la Biblia, cuando llegaba un profeta, todos se detenían a
su paso, se arrodillaban y le rendían pleitesía, mientras que en el
siglo XXI, en este reino extraño de máquinas, robots y marcianitos,
todos están ausentes, comatosos, ciegos, interactuando consigo mismos y
con sus teclados llenos de lucecitas, gozando el narcisismo que
proporciona la chatarra inteligente, de manera que no se percatan cuando
llega el dios judío que baja del Sinaí de Harvard para entregarles las
tabletas de la ley y la nueva religión Facebook. Mark, con su camiseta
de un millón de dólares y sus playeros, indumentaria básica de los
seguidores de esta nueva confesión, con su sonrisa pelirroja e inocente
de niño Jesús archimillonario al que todos adoran, pasó por Barcelona en
un momento histórico que recogerá el nuevo testamento a la mayor
brevedad posible, o sea Twitter. "Hay que llevar internet a todo el
mundo", sentenció providencialmente su divinidad en un nuevo mandamiento
obligado e imprescindible. Mark, el rabino supremo del maquinismo, bajó
de los cielos y pasó por este mundo siquiera unos minutos, pero como le
sucede a los buenos mesías nadie supo verlo. Así que Dios, una vez dado
el mensaje inútil que nadie cumplirá, como ocurre siempre en toda
religión, subió al jet privado y regresó de nuevo a su reino
manhataniano de los cielos.
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