(Publicado en Diario16 el 20 de junio de 2020)
Un informe de Cáritas publicado hace unos días por Diario16 revela que la crisis del coronavirus ha aumentado hasta un 30 por ciento el número de familias en riesgo de pobreza extrema. Más de dos millones de personas abocadas a las “colas del hambre” que también empiezan a temer por sus hogares, como ya ocurrió tras la crisis de 2008, cuando a los bancos no les tembló el pulso a la hora de desahuciar a todo aquel que no podía pagar la hipoteca. Hoy la situación es aún más dramática, ya que perder la casa no solo supone quedarse a la intemperie, sino ser condenado a la enfermedad y quizá a la muerte, ya que el bicho anda por todas partes. El hogar se ha convertido en un santuario de seguridad, el último refugio donde, si se mantienen unas mínimas condiciones de salubridad, el virus no puede entrar.
Nos sentimos a salvo en casa. Dentro está el orden, la armonía, la lógica y la vida normal de siempre. No solo la comida esencial para la subsistencia sino todas las demás cosas que nutren el alma y el espíritu: la música, los libros, las películas de vídeo, el amor a los hijos y a la pareja quien los tenga. Fuera, en la calle, está el caos, un mundo de enmascarados, el riesgo inminente de contagio en el pomo de una puerta, en el botón del ascensor, en la tos de un irresponsable sin mascarilla que no tiene la educación de guardar una mínima distancia de seguridad en el supermercado. Por eso es tan importante que el Gobierno siga adoptando medidas sociales para que ni un solo ciudadano pierda su hogar, reducto sagrado que nos hace sentir individuos todavía con derechos, entes libres y autónomos a salvo de la distopía infernal, de la realidad terrorífica que está en el exterior.
Sin embargo, las cifras no invitan a la esperanza. La crisis ha venido a agravar la delicada situación que ya existía desde 2008 y nos sitúa más cerca de una posible emergencia habitacional, ya que más de un millón de personas viven bajo la amenaza del desahucio o de tener que abandonar su hogar de toda la vida para instalarse en una vivienda más barata. Para el que tenga tiempo, hay una vieja película que muestra con toda su crudeza la trágica odisea que supone para una familia no poder pagar el alquiler. Se trata de A Tree Grows in Brooklyn (Un árbol crece en Brooklyn), que en España fue vilmente traducida como Lazos humanos por la imaginación disparatada y delirante de los productores de entonces. La película del gran Elia Kazan (cinematográficamente uno de los más grandes de la historia del cine aunque en lo personal quedara entre los más pequeños, ya que delató a sus compañeros durante la “caza de brujas”) nos traslada a la ciudad de Nueva York de principios del siglo XX para hablarnos de los Nolan, una familia humilde de inmigrantes irlandeses que malvive como puede en el populoso barrio de los arrabales de Manhattan, un gueto lleno de niños descalzos, calles encharcadas, puestos ambulantes, borrachos tirados en las aceras y obreros explotados sin futuro. La historia muestra, entre otras muchas cosas, cómo el futuro de una niña con inmenso talento para la literatura se ve amenazado por las inhumanas condiciones que impone un sistema económico injusto y cruel. En la cinta de Kazan está todo lo que debemos saber sobre el mundo: el idealismo del soñador aplastado por la depravada maquinaria del capitalismo, la lucha por llevar un trozo de pan a casa o por comprar un par de zapatos, la crueldad de los niños que no pueden ir a las buenas escuelas, el sufrimiento que supone vivir bajo la amenaza constante de que lleguen los del banco o los del Ayuntamiento para poner de patitas en la calle a toda la familia.
Ayer mismo, la presidenta del Banco Central Europeo (BCE), Christine Lagarde, advertía de que la economía aún no ha tocado fondo por la pandemia y que ese momento dramático está todavía por llegar. Es la forma que tienen los de arriba de advertir a los de abajo de que se acercan otra vez los malos tiempos y de que tendrán que apretarse el sempiterno cinturón. Es la manera que tiene el 5 por ciento de afortunados que controlan el mundo de imponerse al restante 95 por ciento.
La historia siempre se acaba repitiendo y lo que nos está diciendo la señora Lagarde es que la crisis de 2020 será como la de 2008 pero todavía peor, así que amárrense los machos. Hace doce años el mundo también se derrumbó. En aquella ocasión no fue un virus lo que puso el orden mundial patas arriba, sino la codicia de unos tipos que vendían hipotecas subprime como rosquillas. Después del crack de 2008 llegaron los recortes y un tal Mariano Rajoy que se convirtió en Mariano Manostijeras. ¿Lo recuerdan? Al hombre se le fue la mano con los tijeretazos en la Sanidad y la Educación y de aquellos polvos estos lodos. A fuerza de privatizaciones y recortes, Rajoy y otros como Esperanza Aguirre dejaron los hospitales sin médicos, sin enfermeras, en ocasiones sin vendas ni aspirinas. Hoy lo estamos pagando, por mucho que Cristina Cifuentes lo siga negando una y otra vez en el programa de Risto Mejide. Quiere decirse que aunque el covid-19 ha sido un tsunami, un diluvio de muerte de proporciones babilónicas que nadie podía prever, llovía sobre mojado. Las colas del hambre tienen su origen en el coronavirus, pero el terreno estaba perfectamente abonado desde el crack de 2008. Había un legado envenenado de anteriores gobiernos que habían dejado el Estado de Bienestar más tieso que una mojama. Y ahora miramos a nuestro alrededor y nos preguntamos: ¿dónde diablos están las mascarillas y los respiradores? Algún desalmado taló aquel hermoso árbol de Brooklyn. Una vez más, toca volver a plantarlo.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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