(Publicado en Diario16 el 4 de junio de 2020)
El famoso “ruido de sables” de los cuarteles fue un fantasma que acompañó a la sociedad española, como una sombra inquietante, en su exitoso salto de la dictadura a la democracia. Los militares franquistas, tutores del Antiguo Régimen, no desaparecieron de la noche a la mañana con la muerte del tirano sino que permanecieron en sus puestos, muchos de ellos ocupando altos escalafones en la Plana Mayor de los tres ejércitos hasta bien entrada la democracia. Al igual que la Transición no llegó a calar en ciertos sectores de la Justicia, tampoco llegó a ser completa en las Fuerzas Armadas. El malestar por el zarpazo del terrorismo de ETA, la precariedad de los salarios de soldados y oficiales, la legalización del Partido Comunista y el temor ante la posibilidad de que el PSOE llegara al poder por primera vez desde la Segunda República (las derechas de aquella época ya agitaban el espantajo comunista) precipitaron el golpe de Estado del 23F, un episodio de nuestra historia nunca suficientemente aclarado. No es este el momento de hablar del ‘tejerazo’, pero sí conviene recordar que si aquel pronunciamiento militar fue una vacuna para limpiar el Ejército de elementos nostálgicos y golpistas, tal como aseguran algunos historiadores, por lo que estamos viviendo en los últimos tiempos parece que el antídoto tenía fecha de caducidad.
Hoy los españoles vuelven a asistir con estupor al resurgimiento del guerracivilismo de la mano de la nueva extrema derecha, bien alimentada por PP y Ciudadanos. Vox lleva en sus filas a militares que firman manifiestos franquistas, Santiago Abascal repite una y otra vez que el alzamiento militar del 36 fue en realidad una reacción legítima ante la revolución comunista que se avecinaba y el Parlamento nacional se convierte cada semana en un gallinero donde se habla más de golpes de Estado, de rojos y de fachas y de “las dos Españas” que de medidas concretas para superar la pandemia de coronavirus. La asonada militar, la conjura castrense y el pronunciamiento africanista vuelve a ser un asunto de plena actualidad política, casi una moda, pese a que todo eso nos parecía enterrado para siempre. Pero la historia se repite, primero como tragedia y después como farsa, ya lo dijo Marx corrigiendo a Hegel, y ahora parece que empezamos a escribir el segundo capítulo del drama español, ya en su momento esperpéntico.
La puesta en escena patriótica y ultra de Vox es exagerada, caricaturesca, casi de opereta o vodevil. Comparar a los diputados verdes con los carniceros nazis alemanes del siglo XX que practicaban el exterminio masivo de judíos se antoja un ejercicio aventurado. Más bien forman parte de un totalitarismo casposo, folclórico, pintoresco y friqui que ha dado con una fórmula exitosa compuesta por cierta dosis de nostalgia franquista, catolicismo opusino y antiabortista, pasión taurina y cinegética, ultraliberalismo económico, adicción al Twitter y mucho populismo Trump a ritmo de Manolo Escobar. Pero cuidado, el hecho de que no se vistan con el uniforme de las SS ni lleven puesto el brazalete verde de Vox en el antebrazo no significa que no sean peligrosos. Su revolución es desde dentro, ocupando el sistema no para liquidarlo definitivamente, como hizo Hitler con la República de Weimar, sino para adaptarlo a las nuevas formas de expresión de la extrema derecha supremacista mundial. Los nuevos ultras ya no necesitan romper los escaparates del gueto judío a pedradas. Les basta con colocar a su gente en el Parlamento, en el Íbex35, en la Guardia Civil y en el Tribunal Constitucional. Por eso cuando Pablo Iglesias acusa a Espinosa de los Monteros de que su partido quiere dar un golpe de Estado pero “no se atreve”, en realidad no es que no se atrevan sino que no lo necesitan. El golpe de Estado no se consumará metiendo a unos guardias civiles sin afeitar y con calcetines de colores en el Congreso al grito de “todo el mundo al suelo, que se sienten coño”. Les vale con un “golpe blando”, constitucional, ordenado, que pasa necesariamente por derrocar el Gobierno que consideran ilegítimo. La nueva ‘Operación Galaxia’, si es que fructifica algún día, probablemente no vendrá por vía de las armas, sino que tendrá lugar en el Tribunal Supremo en una bien tramada maniobra entre jueces conservadores, fiscales anticatalanistas y fogosos abogados con la rojigualda pegada en el reloj de pulsera.
Hoy mismo la ministra de Defensa, Margarita Robles, ha descartado cualquier posibilidad de pronunciamiento militar. “Creo rotundamente que no hay peligro de golpe de estado por parte de las Fuerzas Armadas”, ha sentenciado. Sin embargo, el ministro de Consumo, Alberto Garzón, ha reconocido que puede haber “elementos reaccionarios” dentro de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado que “asuman como propio el discurso que invita al golpe de Estado”. No descubre la pólvora el señor ministro. Que la Transición no fue completa en los cuarteles es algo que se sabe desde hace tiempo, por mucho que en los últimos años España haya enviado a sus tropas a Bosnia o al Senegal para que se relajen, vean mundo, se relacionen con los yanquis de la OTAN y superen el mal del nacionalismo ibérico con supuestas misiones internacionales de paz. El sector militar duro, el “búnker”, siempre ha estado ahí, y aunque no hay datos empíricos (nunca los habrá porque el fascismo muchos lo llevan por dentro) todo apunta a que sigue siendo residual, minoritario. O al menos eso queremos creer. Por esa simple razón numérica resulta difícil pensar en una conspiración a la antigua usanza con cuatro generales intrigando en una habitación a oscuras, fumando puros ante un mapa y conjurándose bajo la luz de un flexo para tomar Televisión Española y Radio Nacional. No lo necesitan porque a poco que muevan sus hilos pueden meter en la cárcel a todo aquel que saque los pies del tiesto supuestamente constitucional. Y porque además este Ejército profesional está bien pagado y ya no es aquella tropa africanista y desarrapada de 1936 que dormía al raso y comía alacranes y arena del desierto.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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