martes, 2 de junio de 2020

TEMPESTAD SOBRE WASHINGTON


(Publicado en Diario16 el 2 de junio de 2020)

Ocho muertos, más de cuatro mil detenidos, 12 estados norteamericanos en situación de emergencia y toque de queda. Esto sí que es un estado de alarma, y no lo que decretó Pedro Sánchez. Los disturbios en Estados Unidos tras el cruel asesinato de George Floyd a manos de un policía de Mineápolis van camino de auténtica rebelión popular. El país, primera potencia del mundo y paradigma del imperio, se tambalea tras varias noches de febril ambiente revolucionario. El Ejército patrulla las calles, una escena que solo se había visto en las malas películas de Bruce Willis. El crimen racista ha desencadenado una ola de indignación popular y violentas protestas callejeras en numerosas ciudades del país. Donald Trump está contra las cuerdas. Se dice que el presidente, asustado al ver cómo el pueblo escalaba los jardines de Lafayette Square, ha decidido hacer caso a sus asesores y se ha cobijado en el búnker nuclear. El miedo es el último refugio del cobarde. Al igual que Nerón se aferró a su lira y corrió a esconderse en la Domus Aurea tras el gran incendio de Roma, Trump se ha bunkerizado con su móvil de un millón de dólares y sigue lanzando mensajes de odio al mundo.
La pasada noche fue la más tensa. Por primera vez desde 1889, la Casa Blanca apagaba sus lámparas, una metáfora perfecta del apagón democrático que sufre el país. El fascismo tecnológico de Trump ha enterrado el Siglo de las Luces, las ideas de la Ilustración que alumbraron la independencia de Estados Unidos son hoy recuerdos del pasado y las enmiendas de la Constitución han quedado tan viejas y polvorientas como la fastuosa estatua del Memorial Lincoln. El tonto de Twitter, el clown, el payaso, ha conseguido lo que se proponía como buen populista de extrema derecha: resucitar el fantasma de la guerra civil, incendiar el país, achicharrar la democracia a fuerza de tuits incendiarios. Su mensaje estúpido y provocador (“cuando empiezan los saqueos, empiezan los disparos”) ha sido la gota que ha colmado el vaso y miles de estadounidenses han perdido la paciencia. Ya no aguantan más injusticias, más supremacismo blanco, más racismo. Mientras tanto, lejos de apaciguar a los manifestantes, Trump amenaza con desplegar “cientos, cientos y cientos de soldados” en todo el país para restablecer la ley y el orden. El tirano siempre lleva sus excesos hasta el final.
La imagen de la cabeza del pobre George Floyd machacada bajo la rodilla estulta de un matón con placa de policía ha removido conciencias. Hay imágenes que se convierten en icónicas hasta cambiar por completo la historia de la humanidad: la niña rociada con napalm en la guerra de Vietnam, el minúsculo hombre del tanque de la plaza de Tiananmén, las Torres Gemelas desmoronándose como un cohete despegando al revés. Los testigos ya no son los periodistas, ahora es la gente de la calle, los ojos del pueblo los que captan el crimen de Estado y lo convierten en viral en las redes sociales. Cabría preguntarse qué habría ocurrido de no haber estado allí ese transeúnte accidental que grabó la horrible escena y la colgó en Facebook Live. Todo hubiese quedado enterrado, otro fundido a negro, otro homicidio silencioso y racial impune en la América profunda. En Estados Unidos el virus del racismo se extiende más rápido que la pandemia de coronavirus, de la que se ríe a diario el millonario rubio gordo y flatulento. Las últimas palabras de Floyd antes de morir fueron: “No puedo respirar, no puedo respirar…” Los americanos se han dado cuenta, de repente, de que tampoco pueden. Necesitan aire, oxígeno, libertad. La agónica frase del hombre ejecutado a la vista del mundo se ha convertido en un grito revolucionario. Miles de indignados la profieren al viento, puño en alto, por las calles de todo el país, desde California a Nueva York. Si el verdugo Derek Chauvin apretó su gatillo-rodilla contra el cuello de su víctima hasta dejarla sin respiración, Trump está haciendo lo mismo con el pueblo norteamericano: asfixiarlo con sus políticas crueles, desalmadas, racistas. Pero el odio se revuelve contra quien lo siembra y ahora Trump tiene un serio problema. A cinco meses para las elecciones presidenciales, con medio país contagiado por el virus, con miles de ciudadanos abandonados a su suerte y sin poder acceder a un hospital público, con la amenaza de un crack aún peor que el del 29, la gente empieza a despertar de la pesadilla trumpista y acaricia el sueño pacífico de Martin Luther King. I have a dream… Los panteras negras se multiplican y pululan por doquier, los Antifas salen de debajo de las piedras, los policías arrojan sus cascos y se unen a los manifestantes y los caballeros andantes de la NBA hincan sus rodillas majestuosas en tierra, juramentándose antes de la sagrada cruzada contra el Ku Klux Klan. Es preciso acabar con el rubio vendedor de aguardiente, ya lo escribió premonitoriamente nuestro Federico en Poeta en Nueva York.
La anarquía y el socialismo se extienden por América, santuario del capitalismo salvaje. Quién nos lo iba decir. Otra guerra civil se cuece al otro lado del charco. Norte contra Sur, negros contra blancos, esclavos contra aristócratas. Lo mismo de siempre. La anarquía libertaria y el comunismo antisistema trepan ya por las barbas del Tío Sam. De tanto repetir la mentira goebelsiana, el necio populista ha terminado haciéndola realidad y ahora se esconde como un conejo asustado en los sótanos del Despacho Oval. Qué razón tenía García Lorca: “Los negros lloran confundidos entre paraguas y soles de oro”. Ay, Harlem, Harlem, no hay angustia comparable a tus rojos oprimidos.

Viñeta: Pedro Parrilla

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