(Publicado en Diario16 el 15 de marzo de 2021)
La decisión de Pablo Iglesias de abandonar el Gobierno de España para enfrentarse a Isabel Díaz Ayuso, en un cara a cara por Madrid que promete más emoción y pendencia que todas las temporadas de Juego de Tronos juntas, ha vuelto a sacudir el tablero político en España. Últimamente vivimos de susto en sobresalto, y si la semana pasada terminaba con la convulsión murciana y la compra de tres diputados de Ciudadanos para conservar el poder autonómico del PP, la que comienza promete ser aún más apasionante. En este país la política se ha convertido en un trepidante juego de estrategas, un Risk o Monopoly donde nadie sabe cómo van a caer los dados en la siguiente partida.
La noticia de que Pablo Iglesias deja la Vicepresidencia Segunda, difundida por él mismo en las redes sociales de Podemos y publicada como gran exclusiva por La Vanguardia, es sin duda un gran golpe de efecto para la marchita izquierda madrileña, a la que no le quedaba sino asistir como mero espectador a la más que probable arrolladora victoria de Isabel Díaz Ayuso, crecida tras su ruptura con la “derechita cobarde” de Ciudadanos y su coqueteo indisimulado, público y notorio con Vox.
Le guste o no a Pedro Sánchez, la imagen del candidato socialista en la Comunidad de Madrid, el socrático Ángel Gabilondo, es a día de hoy la de un perdedor, de modo que el PSOE tenía escasas posibilidades de disputarle la presidencia a IDA. Por su parte, Más Madrid, el proyecto de Íñigo Errejón, tampoco ha cuajado ni ha satisfecho las expectativas, mientras que los últimos sondeos anuncian un sonoro fracaso a Unidas Podemos, que podría incluso quedar fuera de la Asamblea Regional. Ante esa decadencia y fragmentación de la izquierda, Iglesias ha optado por jugárselo todo a una sola carta y plantearle el órdago final a Díaz Ayuso.
Con el centro liberal de Ciudadanos pulverizado y el electorado dividido en dos bloques antagónicos a la manera del frentismo político que ya se vivió en la Segunda República, las elecciones de Madrid se presentan como una primera vuelta de las generales que están por venir. La figura de Ayuso, un personaje de laboratorio creado en la factoría del aznarista Miguel Ángel Rodríguez y una apuesta personal de Pablo Casado, ha ido creciendo durante el último año de pandemia. Su discurso trumpista, ultraliberal y libertario de la extrema derecha (primero la economía, después la salud) le ha granjeado una gran popularidad entre la derecha cañí de la capital, o sea el facherío madrileño.
En los últimos meses había acaparado un poder inmenso y con la izquierda anémica y desnortada se había convertido en la figura de referencia de la vida pública regional. Todo lo que pasa en Madrid tiene que ver con IDA; todo comentario, análisis o cotilleo lleva necesariamente a IDA; el rostro de IDA (ya metamorfoseado en el de una celebrity, amada folclórica o Imperio Argentina de la política castiza), está en todas partes.
Gracias a una formidable y prodigiosa maquinaria de propaganda, Díaz Ayuso ha conseguido convertir la comunidad madrileña en su pequeño coto privado, paraíso o dumping fiscal. A su vez, ella ha adquirido el estatus de gran cacique o emperatriz de Lavapiés de la derecha española que hace sombra a Casado y apunta a primera dama nacional. El desafío electoral que le plantea Pablo Iglesias la pone ante un escenario nuevo, desconocido, incierto para ella. Y quizá también la deje algo preocupada y nerviosa, tanto que en las últimas horas ha decidido cambiar su eslogan de campaña, Socialismo o libertad, por el de Comunismo o libertad (lo próximo será o yo o el caos). No obstante, hay quien cree que la entrada de Iglesias en la partida generará el efecto adverso al que pretende conseguir, dando lugar a un reventón del voto ayusista. Nadie sabe lo que va pasar, todo está en el aire y el que diga lo contrario miente.
De momento, la presidenta madrileña va a plantear la batalla electoral como una ficción o hipérbole infinita: los comunistas, amigos de etarras y separatistas quieren quemar las calles y los conventos de Madrid, como en el 36. Un discurso simple y directo para masas aborregadas no apto para intelectuales ni para gente con capacidad de pensamiento crítico. Más allá de la distopía trumpista y del humo que quiere propagar Ayuso, hay poco más. Ni programa, ni proyecto, ni plan de reforma alguna para Madrid. No lo necesita. El populismo se nutre de la víscera, del odio y de las bajas pasiones.
Iglesias, por su parte, planteará la campaña a la inversa: los fascistas del PP y Vox pretenden devolvernos a los tiempos de la dictadura franquista. El choque está servido y la victoria pasa por la habilidad de cada candidato a la hora de aglutinar las distintas sensibilidades y corrientes políticas del fragmentado mapa político español. El bloque popular/voxista (nutrido con los restos del naufragio de Ciudadanos) ganará si la izquierda no logra unirse y movilizar a sus bases desencantadas. Iglesias sabe que no habrá opción alguna de triunfo sin tejer alianzas con el resto de la izquierda, es decir, con el PSOE del sosegado y tardo Gabilondo; con su examigo Errejón (si es que aún se hablan); y con esa miríada de confluencias y movimientos sociales que, atomizados, hacen la guerra por su cuenta.
El hecho de que las elecciones hayan sido convocadas en día laborable es toda una declaración de intenciones de Ayuso y un claro mensaje para la izquierda: quedaos en casa o en el trabajo, no vayáis a votar porque no tenéis ni una posibilidad de ganar. De ahí que solo una participación alta (superior al 70 por ciento) daría la victoria al bloque de izquierdas.
Pero la decisión de Iglesias tiene otra interpretación, no ya en clave de política regional, sino nacional. Su estancia en el poder (ha pasado un año pero es como si hubiesen sido diez) lo ha desgastado y ha erosionado su proyecto de activismo social. Los fracasos electorales de Podemos en las elecciones autonómicas de Galicia y los discretos resultados en Cataluña presagiaban el declive de su buena estrella. Mientras el partido morado iba perdiendo fuelle, él se metía en jardines y charcos que no tocaban y que generaban no pocas tensiones en el debilitado Consejo de Ministros (innecesaria y contraproducente su campaña de descrédito de la democracia española en medio de una crisis institucional y económica como la que vivimos). Se había convertido en parte de un problema más que en la solución.
Hay quien dice que Iglesias se va porque está aburrido y para ajustar cuentas con Errejón. Quién sabe. Lo único cierto es que su figura como líder nacional está amortizada, aunque es necesario reconocer su aportación al Gobierno de coalición y a la izquierda transformadora y real en logros como las ayudas sociales y laborales durante la pandemia, el ingreso mínimo vital, el freno a los desahucios, las soluciones a los abusos en el mercado de la vivienda, la lucha contra la pobreza energética, la ley de eutanasia y la recuperación de la memoria histórica, entre otros muchos avances. No es poco legado.
Hoy, el poder icónico del líder podemita empezaba a diluirse, como le ocurre a cualquier otro político que está en el poder, mientras emerge la figura de Yolanda Díaz, la brillante ministra de Trabajo que firma una magnífica hoja de servicios en tiempos de pandemia. El propio Iglesias ya la ha bendecido como la próxima presidenta del Gobierno de España. Quizá por eso, porque sabe que su tiempo en los pasillos de Moncloa ha terminado, ha decidido abandonar y salir por la puerta de atrás de la historia con mayúsculas sin decir nada a nadie. Por lo visto, Sánchez ni siquiera sabía que su vicepresidente estaba pensando en dejar el cargo y se ha enterado a última hora. Para el presidente de la nación, que aún no ha aceptado la dimisión de su vicepresidente segundo, es una buena noticia. A partir de ahora, por fin, podrá dormir tranquilo.
Viñeta: Igepzio
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