(Publicado en Diario16 el 18 de marzo de 2021)
La miniserie documental de Netflix sobre Nevenka Fernández está removiendo conciencias. Veinte años después del que fue el primer caso de acoso sexual en el mundo de la política enjuiciado en España, Nevenka rompe su silencio tras largos años en el extranjero para evocar su doble calvario: el que tuvo que soportar al enfrentarse a su agresor, un político de renombre en su comunidad, y el que le impuso una sociedad provinciana, cruel y machista.
Hoy los que tenemos cierta edad todavía recordamos aquella historia que supuso un impacto emocional en la sociedad española: la joven concejala del Ayuntamiento de Ponferrada que pidió la baja por depresión tras ser sometida a humillaciones y vejaciones; el alcalde machirulo, Ismael Álvarez, que la perseguía a todas horas; y el infame complot de los compañeros de partido que se pusieron de parte del jefe para desacreditar a la víctima, hacerla pasar por una loca fabuladora y hundirle la vida. Hasta tal punto fue la tortura, el trauma psicológico y la operación de acoso y derribo, que Nevenka se vio obligada a emigrar lejos de la manada de lobos, tanto como Inglaterra e Irlanda, donde decidió instalarse para dejar atrás la caza de brujas a la que fue sometida y porque nadie le daba trabajo en nuestro país, ya que de alguna manera acabó triunfando la versión de que ella era la mala de la película.
Nevenka es la constatación empírica de que por lo general el acoso sexual suele esconder diferentes secuencias engarzadas como un montaje macabro, historias paralelas a cada cual más sórdida. Detrás del abuso a una mujer suele estar el acoso laboral o mobbing; el acoso del entorno social (los mal llamados amigos y compañeros de trabajo que acaban convirtiéndose en cómplices del agresor); el acoso de la familia (un tribunal implacable que tiende a la incomprensión y la suspicacia); el acoso de los jueces obsesionados con saber si la mujer se defendió más allá de los límites del deber (o sea, la preguntita de rigor: “¿cerró usted las piernas?”); el acoso mediático a manos de unos periodistas carroñeros ávidos por vender una historia de poder, morbo y sexo; y en definitiva el acoso de toda una sociedad y una opinión pública que en este tipo de casos suele ponerse de lado del más fuerte: el hombre.
Pero es que además el truculento suceso en el que se vio envuelta Nevenka Fernández tenía un ingrediente que lo hacía todavía más nauseabundo y repugnante: el abuso de poder de un capo de la política que utilizaba su estatus de superioridad para hacerle la vida imposible a su presa. De todos los casos de acoso sexual, quizá el que comete el poderoso contra la indefensa sea el más abominable y abyecto de todos porque da por supuesto que el abuso de superioridad jerárquica, los manoseos, los piropos y las obscenidades van con el cargo.
No hay más que tirar de hemeroteca para comprobar dónde se posicionó cada cual. La derecha cerró filas con el agresor, al que presentaron como un honrado, cristiano y decente ciudadano caído en las redes y malas artes de una pérfida y hermosa ninfa o femme fatale. La izquierda, una vez más, reclamó justicia y que se llegara al fondo del asunto. Conviene no olvidar que Ana Botella pidió “respeto total” para el acosador, mientras que el juez tuvo que recordarle al fiscal inquisidor y guardián de las esencias del patriarcado que Nevenka era “una testigo, no una acusada”. “Hablar me ha salvado”, confesó la muchacha ante el tribunal, que finalmente condenó al alcalde a una pena testimonial de nueve meses de cárcel y multa.
Veinte años después, puede decirse que Nevenka Fernández fue una pionera del “no es no”, del movimiento Me Too, de la lucha contra la violencia sexual y de la rebeldía contra el violador del poder, ya que decidió dar el paso de denunciar a su verdugo, abriendo la puerta a otras víctimas que siguieron su ejemplo desde entonces hasta nuestros días. Estremece pensar en el infierno que tuvo que soportar aquella mujer cuya voz se quebraba en las ruedas de prensa, un drama que al fin y al cabo no fue sino la pesadilla de otras muchas que por circunstancias personales e históricas se vieron obligadas a sufrir el acoso en silencio y cuyos nombres no conoceremos jamás porque sintieron el terror paralizante a la hora de denunciar al patriarca criminal o porque los periódicos de la época sencillamente decidieron no publicar el reportaje o dar un breve en la sección de sucesos.
Pero sobre todo, la historia de Nevenka es una interesante página del pasado que nos ilustra cómo era la España de entonces y cómo hemos cambiado. A la vista de este caso, puede decirse que a las mujeres de 1999 aún se las consideraba esclavas de su tiempo, rehenes de una Transición sexual siempre inacabada. Pocas se atrevían a enfrentarse al agresor, mucho menos si era el cacique del pueblo. Afortunadamente, las cosas ya no son así. Es cierto que, todavía hoy, muchas sufren en silencio el trauma del abuso. Pero cada vez son más las que dan el paso para desenmascarar ante la comunidad al depredador íntimo, furtivo y secreto que algunos hombres esconden debajo de un traje caro, una placa dorada con su apellido o un brillante currículum profesional. Y, por supuesto, cada vez son más las que salen a la calle a pedir igualdad de derechos, el final de los abusos ancestrales y un trato digno como persona. Todo eso significa el feminismo, que por mucho que digan Díaz Ayuso y las señoras marquesonas de los barrios bien de Madrid, no es sino la otra cara fundamental del socialismo.
Ahora que la extrema derecha trata de imponer de nuevo sus cavernícolas teorías reaccionarias, conviene no perderse una de las series de Netflix más interesantes de los últimos años. Porque Nevenka es la voz que no pudieron ahogar, la palabra que no pudieron tergiversar, la dignidad que no pudieron ensuciar y la valentía que no pudieron vencer. Su historia nos concierne a todos.
Viñeta: Álex
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