domingo, 27 de marzo de 2022

BIDEN

(Publicado en Diario16 el 25 de marzo de 2022)

Joe Biden saca al duro vaquero que lleva dentro y amenaza seriamente a Vladímir Putin: si Rusia emplea armas químicas en Ucrania, Estados Unidos responderá de inmediato. Cada día que pasa sube un peldaño más la tensión mundial. Hasta hoy, Rusia había hecho valer su inmenso poder de disuasión nuclear, obligando a la OTAN, a Europa y a Occidente en general, a quedarse al margen del horrible genocidio ucraniano. Cualquier interferencia en el conflicto por parte del bloque aliado sería considerada por el régimen de Moscú como un acto de abierta hostilidad. Y la Tercera Guerra Mundial estaría servida. Esa ha sido la razón fundamental de que la Alianza Atlántica haya optado por la prudencia, por no entrar en las provocaciones del mataniños Putin y por ayudar a los ucranianos desde la sombra, es decir, limitándose a enviarle armamento pero sin tomar parte activa con tropas sobre el terreno.

Hasta ahora daba la sensación de que el mundo se había plegado a las exigencias del sátrapa, convertido en el gran archivillano planetario, el dueño y señor de la Tierra. Siete mil cabezas nucleares dispuestas para ser lanzadas sobre cualquier punto del planeta son un argumento más que suficiente para enmudecer a la comunidad internacional. Ayer, sin embargo, el escenario cambió significativamente. Occidente pasó a la ofensiva. Estados Unidos enseñó los dientes por primera vez al advertir a Putin de que el uso de armas químicas, bacteriológicas o nucleares (incluso de baja intensidad) obligaría a intervenir a las fuerzas atlantistas. ¿En qué consistiría esa intervención? Ahí está la clave. En principio, el grado de respuesta dependería de “la naturaleza del uso”, o sea del tipo de armamento que emplee Moscú. Al menos así lo ha afirmado Biden.

Ahora bien, el presidente norteamericano está sometido a tensiones fortísimas. Por un lado de los que exigen un cambio de estrategia, mano dura, pasar del silencio, del miedo a la amenaza rusa, de la prudencia y del mirar para otro lado a una posición mucho más beligerante. Los halcones del Pentágono, los generalotes tejanos, no son precisamente pacifistas, y desde que comenzó el conflicto bélico se han sentido heridos en su orgullo, en su amor propio. Tener que claudicar ante el eterno enemigo, tener que quedarse en la contención y en la prudencia cuando Washington dispone de un arsenal nuclear a la altura del ruso, no ha debido gustar al sector más cowboy y cafetero de la cúpula militar yanqui. Además, en los últimos días se ha sumado a las presiones la poderosa industria armamentística, deseosa de darle salida a unas ojivas que llevan décadas oxidándose en las bases secretas de Houston.

Pero a Biden, un hombre que ha dado síntomas evidentes de cansancio a causa de la edad, las presiones le llegan también del otro lado. Los trumpistas se la tienen jurada y han prometido asestarle un golpe de Estado para sacarlo de la Casa Blanca en silla de ruedas y en cuanto sea posible. Cualquier día las tribus salvajes de Donald Trump, los chamanes, los barbudos paramilitares de los Proud Boys y los trogloditas con cabezas de bisonte irrumpen en el Despacho Oval, agarran en volandas al vejete, muy amablemente, y lo aparcan en el geriátrico. De hecho, ayer mismo sin ir más lejos, Trump reaparecía para referirse a la crisis de Ucrania y de paso enviarle un dardo envenenado al Somnoliento Joe. El magnate neoyorquino ha vuelto a dejar claro que siente una profunda admiración por Putin, ha defendido la invasión ordenada por el Kremlin (que le parece maravillosa) y ha insistido en que con él en la Presidencia esta guerra jamás habría estallado. Pero, ¿cómo tomarse en serio a un hombre que hace solo unos días proponía bombardear Rusia con aviones americanos que se hagan pasar por chinos? Todo es de un surrealismo disparatado e incomprensible.

Está claro que el sector trumpista del Partido Republicano va con Rusia. Una vez más, la primera superpotencia del mundo muestra una gran debilidad, el país está dividido entre intervencionistas demócratas y aislacionistas republicanos (más bien putinescos). Ni siquiera en los peores tiempos de la Segunda Guerra Mundial el imperio de las barras y estrellas había sufrido una fractura tan sangrante. Cuando Roosevelt compareció ante la nación para dar su célebre discurso de la infamia tras el ataque de los japoneses sobre Pearl Harbor, todos los norteamericanos se pusieron detrás de él como un solo soldado. “Con confianza en nuestras fuerzas armadas –con la ilimitada determinación de nuestro pueblo– obtendremos el inevitable triunfo, con la ayuda de Dios…”. Hoy Biden no tiene ni la mitad del apoyo que recibió su homólogo en 1941. Su índice de popularidad no se encuentra en el momento más álgido precisamente y la mayoría de las reformas que proponía han sido paralizadas en el Congreso por los republicanos.​ Muchos norteamericanos lo ven como un abuelete despistado que se duerme en el Senado, durante las grandes sesiones parlamentarias, y que ya está para jubilar.

Ayer, en la cumbre de la OTAN, Biden quiso proyectar al mundo la imagen de líder de un país fuerte, como lo fue en su día la gran potencia que derrotó al nazismo. Sin embargo, la puesta en escena no debió inquietar demasiado a Putin, el nuevo Hitler que sueña con invadir Europa. El gran gendarme del mundo ya no es aquel muchacho joven y vigoroso de las montañas de Minnesota que se alistaba altruistamente para morir en las playas de Normandía. En menos de un siglo, el imperio se ha quedado obsoleto, anciano, senil. El fascismo ha rebotado en América como un búmeran y no hay mucha diferencia entre un nazi de Oregón de hoy y un mastuerzo de las SS de 1933. Las bravuconadas de ayer de Biden, su invitación a echar a Rusia del G20 y a cortar toda relación comercial con ese país, hacen reír a los jerarcas del Kremlin. Moscú apunta sus misiles nucleares de baja intensidad hacia Ucrania. La OTAN mueve cuatro de sus batallones hacia Eslovaquia, Hungría, Rumanía y Bulgaria. La partida de ajedrez que Putin le proponía a Biden ha comenzado. Estados Unidos deja de ser un espectador más entre el público para ponerse detrás del tablero. El problema es que ya se sabe que, con piezas blancas o negras, no hay nadie que le gane al ajedrez a un ruso.

Viñeta: Alejandro Becares

ROLDÁN

(Publicado en Diario16 el 24 de marzo de 2022)

Ha muerto Luis Roldán. El que fuera icono del felipismo corrupto y decadente, la oveja negra de la Benemérita que convulsionó España con sus trapacerías, fugas de película y papeles secretos de Laos, se ha ido de este mundo en un hospital de Zaragoza. Personaje crucial sin el que no se puede entender la historia reciente de este país, ‘El Algarrobo’ se lleva a la tumba no pocos secretos de Estado, entre ellos qué fue del grueso de su fortuna amasada ilícitamente y que actualmente sigue en paradero desconocido. Diez millones de euros de los que nunca más se supo. Diez millones que se ha llevado consigo al otro barrio.

Fue precisamente una noticia de Diario 16 la que destapó el caso Roldán cuando, tras ser nombrado director general de la Guardia Civil, se airearon sus propiedades valoradas en más de 400 millones de pesetas. Había metido la mano en la caja sin ningún pudor. El escándalo monumental supuso un antes y un después en el devenir de este país, tanto que puede decirse que a partir de ese instante el felipismo quedó herido de muerte. La victoria de Aznar en el 96 no se entiende sin Mariano Rubio, sin Filesa, sin los GAL, sin las barrabasadas de aquella cúpula de Interior implicada en el feo asunto de los fondos reservados. Pero por encima de todos ellos, como gran estrella de la corrupción sociata de aquel tiempo, siempre estará el enigmático Roldán con su gabardina de detective de novela negra, sus gafas oscuras, su sospechoso maletín y ese aire de tipo duro, calvorota, rollizo y misterioso que siempre dio la sensación de saber mucho más de lo que parecía.  

Tras ser cazado mientras metía las narices en la hucha de todos, en el año 94 Roldán protagonizó la fuga más trepidante de la historia de este país. Aquel día había sido citado por el juzgado para entregar el pasaporte pero no apareció por allí. Puso pies en polvorosa, se desvaneció como si se lo hubiese tragado la tierra. Al Estado se le escapó por la chimenea pero siempre quedó la duda de si le abrieron la jaula al pájaro, dejándolo volar, ya que se había convertido en un peligro para las altas esferas. ¿Cómo pudo ser posible que a la Justicia se le escabullera el hombre más peligroso, el enemigo público número 1 en aquellos tiempos? Le leyenda cuenta que en su valiosa agenda privada había un detallado listín con la corrupción española del momento que ni la guía telefónica de Madrid. Así que le dieron cuerda al juguete/trasto y lo dejaron marchar.

Tras meses en busca y captura, de jugar al gato y al ratón con la Interpol, su rastro reapareció en Laos y finalmente fue detenido en el aeropuerto de Bangkok. A partir de ahí el trepidante y sublime espectáculo de la corrupción para consumo de la sociedad de masas: los titulares impactantes, las entrevistas en exclusiva, las fotos de las orgías en la portada de Interviú. Un tío en calzoncillos y señoras en pelotas, esa fue la imagen que quedó de una época decadente, la del cachondosocialismo felipista que tocaba tristemente a su fin. La peripecia roldanesca incluso daría para una película, Paesa, el hombre de las mil caras. Y así fue como nació el mito del nuevo Luis Candelas, un pícaro bandolero que vendía thriller, diversión y novela negra para entretenimiento de los españoles acuciados por la crisis.

Toda aquella basura política y moral hasta entonces inédita en nuestro país, toda aquella corrupción propia de los estados occidentales avanzados, fue la que Roldán inauguró como nuevo fenómeno sociológico. Hoy seguimos padeciendo la lacra de otros roldanes más o menos glamurosos, más o menos atractivos para la prensa. El bipartidismo del 78 ha tenido dos grandes agentes corruptos que han reventado las cloacas del sistema: Roldán en el PSOE; Villarejo en el PP. Dos caras de la misma moneda, dos boinas eternas que han terminado por imponer moda y tendencia en la beautiful people de la gran pasarela Cibeles de la corrupción. Y en medio de ambos, el tesorero Bárcenas, otro abrigo carísimo, otro símbolo de la descomposición.

Con Roldán se hizo añicos el sueño de una democracia limpia y justa tras cuarenta años de dictadura, con él nos dimos de bruces contra la cruda realidad, o sea la corrupción capitalista como sistema económico, el poder del dinero que siempre acaba enfangándolo todo, el final de los valores ilustrados, de los nobles ideales, de la democracia en fin. En Estados Unidos tuvieron el Watergate, aquí, con Roldán, inauguramos la era de los tipos que le hacen la peineta a los periodistas en Barajas cuando regresan de meter el dinero en las cajas de Suiza. Una corrupción casposa, rancia, hortera, cañí. Una corrupción de tebeo de Ibáñez made in Spain pero tan sórdida y tóxica como otra cualquiera.

Roldán fue finalmente juzgado en un tribunal de Madrid. Le cayeron 28 años de prisión por malversación, cohecho, fraude fiscal y estafa, una pena que el Tribunal Supremo incrementó en tres años más. Luego la cárcel femenina de Brieva (donde por lo visto acaban los testigos incómodos para el poder), después los primeros permisos penitenciarios. Y por último el olvido. La odisea delictiva del picoleto de paisano fue quedando atrás como un mal recuerdo del pasado. El hombre más buscado del mundo se encerró en una vida anónima, monacal, discreta, alejada de todo tipo de lujo para no llamar la atención. Se fue a vivir a un piso de 70 metros cuadrados heredado de sus padres, se jubiló y subsistió modestamente con una pensión de 774 euros. Plácidos paseos por la ribera del Ebro y por la Plaza del Pilar. Algún que otro viaje con su pareja rusa pero sin llamar la atención. La cosa se fue enfriando y, aunque la Policía nunca dejó de buscar el rastro de la fortuna oculta, el tesoro obra del robo y el expolio jamás apareció. Roldán siempre dijo que el dinero lo tenía Paesa, el espía que fingió su propia muerte poniéndose una esquela. Hoy pocos dudan de que aquella manta de Roldán que no llegó a destaparse completamente escondía oscuros secretos de Estado que terminarán en la tumba con el ilustre finado. Se va la gabardina bogartiana y gris de la que a día de hoy no sabemos casi nada y que nos hace sospechar que, de una forma o de otra, los malos siempre terminan ganando la partida. 

Ilustración: Artsenal

CASADO LO DEJA

(Publicado en Diario16 el 24 de marzo de 2022)

En medio de la Tercera Guerra Mundial, del colapso de España como país y de otras convulsiones planetarias merece la pena detenerse un momento a preguntarse: ¿qué ha sido de Pablo Casado? Sí hombre, acuérdese el ocupado lector, aquel líder del PP que iba para presidente del Gobierno y que acabó siendo vilmente acuchillado por los suyos, como César, a las puertas de Génova. Aquel señor que cada vez que subía a la tribuna de oradores de las Cortes organizaba una zapatiesta o un 36. Desde hace semanas no sabemos nada de él. Es como si se lo hubiese tragado la tierra. Ni un mensaje de ultratumba a los españoles, ni un escueto discurso a la nación, ni un breve análisis para las FAES sobre el futuro de España (dicen que los pagan bien, así que por ahí, con permiso de Aznar, podría tener fácil colocación). Nada de nada, rien de rien, silencio total.

A Casado se lo ha llevado el viento de la historia, como a un personaje del novelón de Margaret Mitchell, pero no deja de extrañar esa desaparición súbita de la vida pública española. Lo último que sabemos de él es que salió aceleradamente del Congreso de los Diputados, la cabeza alta y varios puñales calientes clavados en la espalda, mientras el fiel amigo Montesinos corría tras él para consolarlo en su peor momento vital y profesional. Desde entonces, nunca más se supo. ¿Estará metido en algún camión o en alguna barricada, codo con codo con los camioneros en huelga? No parece. Su compromiso con la defensa de las clases obreras nunca llegó a tanto. ¿Andará por la España rural, entre vacas y ovejas, tratando de recabar votos para reconquistar el poder de su partido? Sería absurdo. En el PP hace semanas que han pasado página y aquellas tácticas propagandísticas baratas propias de los chicos Harvard ya no se llevan. Feijóo tiene otro talante, otras formas, otro estilo. Ni moderado ni ultra, ni fu ni fa, sino todo lo contrario. A la gallega. Un nuevo tiempo político.

Y el caso es que uno no deja de sentir un fuerte escalofrío cuando piensa cómo se las gastan en la gran Famiglia genovesa. A Casado, que un día lo tuvo todo y ahora no tiene nada, van a dejarlo tirado cual colilla. Así es la política española, hoy estás arriba y mañana si te he visto no me acuerdo. Hoy te ponen la alfombra roja en todas partes y mañana pasan de ti como un pobre con cartela tirado en la calle, uno de esos invisibles a los que Ossorio el miope no ve. Paradójicamente, y mientras no se celebre el congreso de la requeterrefundación del 1 de abril que investirá con toda seguridad a Feijóo, Casado sigue siendo oficialmente el presidente de la formación conservadora. Lo cual no deja de tener su aquel. Un fiambre político es el líder del partido. Extraño fenómeno paranormal. Sin embargo, los fantasmas hablan, susurran, dan golpecitos con el dedo en la lápida, mueven el vaso de la güija, se comunican, envían mensajes y psicofonías desde el Más Allá sea lo que sea eso. Este no. Este es un espíritu silencioso, retraído, tímido. Ni siquiera responde a la orden de manifiéstate. Un huidizo. Con lo que ha sido él, que abría la boca y temblaba España. Y pese a todo, algo nos dice que, allí donde se encuentre, esta ánima defenestrada puede andar tramando algo. El qué, no lo sabemos. Cuando estaba en activo, en la cresta de la ola, no paraba de conspirar contra Sánchez y ese carácter intrigante no se pierde de la noche a la mañana. Cuesta trabajo creer que un fantasma así pueda evaporarse sin atormentar y ajustar cuentas a quienes le traicionaron, que no fueron pocos precisamente. 

Mientras tanto, hasta Cuca Gamarra parece haber abandonado ya el viejo manual casadista. Ayer, durante la sesión de control al Gobierno, la vimos algo cambiada, mucho más relajada y sin la bilis habitual supurándole por los cuatro costados. Se conoce que el Lincoln gallego le ha debido dar el toque. Modérate rica, que ya se hunde Sánchez él solito sin necesidad de que nosotros quedemos como bárbaros o como el Grupo Wagner de Putin. Y la consigna ha surtido efecto entre las filas populares.

A día de hoy nadie sabe cuál va a ser el futuro de Casado. “Pablo está desbordado ahora mismo por todo lo que ha pasado, aún no puede plantearse nada”, dicen fuentes próximas al descabalgado/laminado. Algunos lo ven como analista en algún programa de televisión, con Margallo, Espe Aguirre, Cifuentes y otras viejas glorias del parlamentarismo patrio. Últimamente la tele se ha convertido en el gran cementerio de dinosaurios. Normal, pagan mejor que en el Senado o en el Parlamento Europeo. Tampoco se descarta su fichaje por una gran corporación extranjera u organismo internacional. Cuando fue jefe de gabinete de Aznar viajó mucho, hizo agenda de contactos con líderes mundiales y acumuló experiencia sobre el Atlántico Norte. Eso sí que no. Cualquier cosa menos meterlo en la OTAN, que es de gatillo fácil, carácter vehemente y aznarista y lengua afilada. No está la cosa como para ir tocándole los misiles a Putin. Un carguete cómodo en la ONU sin molestar demasiado sería lo ideal. Pero a ver dónde lo colocamos.

Lo normal es que renuncie al acta de diputado antes de imprimir una fotocopia de recuerdo. Se da por hecho que su última intervención será en el Congreso de Sevilla, para el que está preparando un discurso/testamento en su línea liberal-conservadora-ultraderechista-socialdemócrata-centrista-democristiana. A buen seguro que más de uno de los que estén sentados en primera fila tragarán saliva por lo que pueda decir en ese momento. Ayuso, sin duda, aprovechará para ir a la barra a por una tapa y una caña, eso fijo. ¿Aportará Casado nuevos datos sobre el Hermanísimo de la presidenta y sus contratos por la patilla? Totalmente descartado. Esa historia ya no la compra ni la Fiscalía. Eso sí, cuando deje el escaño de diputado tendrá derecho a una indemnización por cese, siempre y cuando no trabaje en otra cosa ni reciba una indemnización del partido que lo despide. Lo más probable es que deje la política y se marche al extranjero con la familia, lo más lejos posible de la ingrata España, pero nadie descarta que Feijóo le ofrezca un puesto simbólico como a Teo García Egea. Nada importante, un detalle, un carguete pero digno. Pilla cacho, Pablo, no seas tonto.

Viñeta: Pedro Parrilla

LA IZQUIERDA ÚTIL

(Publicado en Diario16 el 23 de marzo de 2022)

Pedro Sánchez todavía no ha caído en la cuenta de que lo que se juega estos días es mucho más que unos simples céntimos arriba o abajo en el precio del carburante. Está en el aire el futuro del país, el futuro de la izquierda, el futuro del PSOE. Su futuro político. Tras dos crisis galopantes (2008 y 2020) más otra a las puertas por la guerra de Putin, la desigualdad social se ha disparado en España por encima del 26 por ciento, entre las más elevadas de la Unión Europea. ¿Qué quiere decir esto? Que al menos uno de cada cuatro españoles se encuentra en riesgo extremo de pobreza. La cifra, por mucho que ya nos hayamos acostumbrado, resulta absolutamente insoportable. Un país moderno y avanzado de la Europa democrática no puede tolerar semejante drama social y aceptarlo con un resignado “es lo que hay”.

Hoy mismo hemos sabido que el paro de camioneros está dejando sin reservas a las oenegés y servicios sociales de emergencia, los que proveen las colas del hambre donde cada día son atendidas cientos de personas arruinadas. Los náufragos de la recesión. Bancosol, el Banco de Alimentos de la Costa del Sol que auxilia a 50.000 personas en Málaga, presenta hoy un aspecto desolador con sus estanterías totalmente vacías. Esta situación llega días después del demoledor informe de Cáritas que alerta de que más de un millón y medio de madrileños se encuentran en riesgo de exclusión social. Ante esta situación límite hay varias maneras de reaccionar. Se puede decir, como hace el portavoz de la Comunidad de Madrid, Enrique Ossorio, que él no ve pobres por ningún lado, demostrando que necesita una visita urgente al oftalmólogo o más bien al psicoanalista para que le revise su escaso grado de empatía emocional con un pueblo que sufre. Esa sería la actitud o postura negacionista, tan típica de los fieles correligionarios del ayusismo trumpista.

Pero también se puede caer en la autocomplacencia y el feliz triunfalismo, como suele hacer a menudo Sánchez, y jactarse de lo mucho que ha hecho este Gobierno para acabar con la desigualdad, el precariado laboral y la pobreza endémica. Es cierto que el gabinete de coalición ha adoptado medidas sociales como el bono contra la pobreza energética, el ingreso mínimo vital y otras prestaciones sociales. Pero ahora se está viendo que esas tímidas iniciativas socialdemócratas han sido claramente insuficientes, cortas, apenas unas tiritas sobre una hemorragia imparable, ya que buena parte del pueblo sigue viviendo una situación económica y vital agónica hasta el punto de que el dinero no le da para llegar a final de mes. La situación por la que atraviesan camioneros, agricultores, ganaderos y pescadores es sintomática de que en España se trabaja mucho, se cobra poco y se vive mal. Ese sistema ultracapitalista liberal injusto y aberrante es el que no ha sabido corregir este Gobierno, que ni siquiera ha tenido la audacia para derogar la infame reforma laboral de la derecha (de la nueva ley fiscal que se prepara mejor hablaremos otro día, ya que no parece que las grandes fortunas, multinacionales y superricos vayan a ver amenazado su estatus económico).

Hoy, durante la sesión de control al Gobierno, nuestro querido presidente ha vuelto a dar una nueva muestra de escasa autocrítica y presuntuoso exceso de confianza al enumerar sus supuestos logros políticos, como haber atajado “la escalada de precios de la energía, bajando un sesenta por ciento los impuestos aplicados a la electricidad, un ochenta por ciento los peajes a la industria electrointensiva y aumentando la protección del bono social”. Entonces, si todas esas medidas de choque progresistas han funcionado tan eficazmente, si las clases más humildes están tan bien protegidas y arropadas, ¿por qué medio país se lanza a las calles sumándose a lo que ya es una huelga general de facto no avisada ni anunciada? ¿Acaso sigue pensando que el pueblo español se ha vuelto facha de repente haciéndole el juego a la extrema derecha?

Una vez más, ha tenido que ser el doctor de la izquierda Gabriel Rufián quien tumbe a Sánchez en el diván de los miércoles para explicarle que una cosa es vivir en la burbuja de la Moncloa y otra muy distinta buscarse las habichuelas en la cruda realidad, como hacen millones de sufridos españoles que hoy protestan a la desesperada en nuestras calles y carreteras. ″¿Saben por qué pasa esto? Porque a la izquierda no nos entiende nadie. No nos sabemos explicar y hablamos de temas que no le interesan a nadie”, le ha soltado al presidente el líder de Esquerra. “Tenemos que dejar de militar exclusivamente en la moral y empezar a militar en la utilidad”, sentencia el político catalán poniendo otra vez el dedo en la llaga. Ante semejante andanada dialéctica (más bien las verdades del barquero) Sánchez se ha revuelto con su manida táctica habitual: “Su discurso es el que alimenta a la ultraderecha”. Acabáramos. Ahora resulta que Rufián también se ha vuelto facha, facha como los camioneros, facha como los médicos y enfermeras, facha como los trabajadores del rural que estos días se manifiestan por un trabajo decente que les dé para vivir con dignidad. Definitivamente, el presidente del Gobierno debe hacérselo mirar.

En esa misma línea de la necesaria autocrítica ha ido Íñigo Errejón, el otro mango de la pinza que la izquierda real tiene la obligación de aplicarle al Ejecutivo de coalición para que no caiga en el narcisismo, ombliguismo y desvarío por derroteros liberales. El diputado de Más País acierta en el diagnóstico cuando dice que el Gobierno no es responsable “ni de la pandemia ni de la guerra en Ucrania”, pero sí de decidir “cómo se distribuyen las cargas y los esfuerzos que en España están mal distribuidos”. O dicho de otra forma: aquí el pato de la crisis siempre lo pagan los mismos, así que ya está bien de cachondeos.

Los españoles se han cansado de estafas y abusos y a las pruebas nos remitimos: mientras la gente pasa hambre las compañías eléctricas se han embolsado 7.000 millones de vellón. Los famosos beneficios caídos del cielo, un maná que, por lo que sea, nunca llega a las clases obreras. ¿Cuándo piensa el señor presidente controlar el mercado energético y de los carburantes fijando precios justos? Esa es la pregunta del millón. El intervencionismo estatal (la nacionalización si es preciso) figura el primero entre los diez mandamientos del socialismo clásico al que Sánchez por lo visto ha renunciado para abrazar una socialdemocracia mal entendida. La limosna del bono energético está muy bien, pero la clave está en construir un sistema económico más equilibrado, redistributivo y justo donde la brecha de la desigualdad se vaya acortando poco a poco. Todo eso que debería hacer un Gobierno auténticamente de izquierdas, no una vulgar imitación del centro al estilo de la vieja UCD.

Por cierto, la huelga con tintes de auténtica rebelión popular va cada día a peor y hoy Heineken-Cruzcampo anuncia que tendrá que parar la producción si continúan los paros del transporte. Que se ande con cuidado Sánchez, porque un español puede pasar sin comer pero no sin un bar abierto y una jarra fría de cerveza. Desde el descalabro de Madrid ya debería saberlo. Así que, con las cosas del comer (y del beber), poca broma.

Viñeta: Currito Martínez

EL PATRIARCA CIRILO

(Publicado en Diario16 el 23 de marzo de 2022)

Putin ha sabido construir un proyecto político autoritario apuntalado en cuatro pilares esenciales: el ultranacionalismo, la xenofobia contra pueblos y personas (la persecución contra homosexuales y feministas es de manual de primero de nazismo), la tradición cultural y la religión ortodoxa. Sobre esas cuatro patas sujeta el sátrapa de Moscú su siniestro régimen imperialista y militar propio de siglos pasados. Pero centrémonos en la Iglesia, un aspecto clave al que los medios de comunicación occidentales no están concediendo el espacio y el tiempo que merece (obviamente los rusos no informan ya porque todo periodista que se atreva a hacerlo acabará inevitablemente en un gulag de Siberia).

La religión ortodoxa está perfectamente incardinada en el régimen político, tanto como el nacionalcatolicismo lo estuvo en su día en el franquismo español. No hay más que echar un vistazo al escudo de armas de Rusia para saber lo que significa el putinismo. El águila bicéfala desplegando sus alas y en el centro San Jorge matando al dragón. Obviamente, el pajarraco que sostiene en sus garras un orbe y un cetro recuerda mucho al pollo fascista que adornó la rojigualda durante nuestro oscuro cuarentañismo. En cuanto a San Jorge, es todo un símbolo para los rusos. De hecho, es el patrón de la ciudad de Moscú. Pura mitología cristiana al servicio de la propaganda política.

Las estadísticas aseguran que la Iglesia de Moscú mueve 150 millones de fieles. Ni Marx con sus tratados filosóficos sobre el opio del pueblo, ni Lenin con sus encendidos discursos revolucionarios en las calles, ni Stalin con sus purgas contra los mencheviques y zaristas pudieron acabar con la religión. El sentimiento espiritual quedó latente, en lo más secreto de los corazones de las gentes, pese a décadas de persecuciones y de limpieza ideológica comunista. Tras el hundimiento de la URSS, el crucifijo volvió a ocupar un lugar preferente junto a los nuevos zares y oligarcas, formando casi un Estado teocrático. El dinero y Dios retornaron de la mano, como no podía ser de otra manera. Capitalismo y religión suelen ser dos caras del mismo orden establecido. Durante los últimos años, el pequeño dictador Putin ha estado atrayéndose a todo ese amplio segmento de población creyente. Cada 19 de enero acude al día del Bautismo del Señor y a menudo sigue las misas organizadas por el patriarca Cirilo I en recuerdo de algún glorioso acontecimiento histórico del pasado. Esas imágenes de Putin zambulléndose como un yoyó en las frías aguas rusas mientras se santigua una y otra vez, como un fanático meapilas, tienen como finalidad enardecer a las masas de su parroquia. Si Trump se consolidó en el poder gracias a las sectas religiosas y Bolsonaro dominó el Brasil con la ayuda de los evangélicos, Putin tiene a los ultraortodoxos.

Al patriarca Cirilo la prensa internacional lo define como un hombre ultraconservador al uso. Además, es amigo personal y confidente del líder del Kremlin. El pope ruso está encantado con Vladímir Vladímirovich Putin, a quien ve como el gran defensor de la Rusia unida, religiosa y grande frente a la decadencia de Occidente y la amenaza islamista de los pueblos del sur. Las soflamas de Putin contra los homosexuales y los drogadictos ucranianos occidentalizados se repiten a menudo en los templos de todo el país. ¿”La invasión de Ucrania? Es correcto luchar, es una guerra contra el lobby gay”, dijo el patriarca hace solo unos días. Y ahí va otra perla del Matusalén ruso: “Hoy existe una prueba de lealtad a este poder [occidental], una especie de transición a ese mundo feliz, el mundo del consumo excesivo, el mundo de la libertad visible. ¿Sabes cuál es esta prueba? Es muy simple y a la vez terrible: es un desfile gay”. Eso exactamente fue lo que dijo el santurrón ortodoxo que bendijo la guerra en Siria como justa.

Viendo las cosas que dice Cirilo y las que alegan algunos obispos de la Conferencia Episcopal Española cabe concluir que estamos ante discursos casi calcados, lo cual da mucho miedo. Así no extraña que entre Putin y los nostálgicos españoles haya habido sintonía ideológica hasta hace solo unos días, cuando Rusia invadió Ucrania y los ultras ibéricos se desmarcaron del putinismo y de sus atrocidades y masacres televisadas porque ya no era bueno para el negocio. La religión está en el ADN de todo fascista, ya sea ruso, español o turco otomano.

La estrecha amistad entre dictador y patriarca quizá tenga algo que ver con que, desde que Putin llegó al poder, cada año se restauran mil iglesias arrasadas por los comunistas. La llamada a la guerra santa contra aquellos que quieren destruir las esencias rusas está sin duda en el origen del conflicto. Detrás de esta contienda fratricida hay una porción importante de guerra santa, de santa cruzada contra quienes pretendan ir contra la moral, las buenas costumbres y las esencias rusas. Una ofensiva para salvar a la humanidad de los modos de vida demasiado occidentalizantes, aperturistas y libertarios. Esta no es solo una guerra contra los irredentos ucranianos que quieren entrar en la OTAN como sea y que han consumado un cisma con la Iglesia de Moscú, que también. Esta es una guerra contra el espíritu de la razón, contra la libertad, contra el progreso, contra la ciencia y contra todo lo que vaya contra Dios y sus recias tablas de la ley. De nada servirá que el papa Francisco, con su rojerío católico, medie en este sangriento campo de batalla neofeudal. Los rusos, los nuevos bárbaros del siglo XXI, no pararán hasta arrasarlo todo y plantar la cruz de ocho brazos en el corazón de Kiev.

Viñeta: Alejandro Becares 'Becs'

SÁNCHEZ VE FACHAS EN TODAS PARTES

(Publicado en Diario16 el 22 de marzo de 2022)

No hace falta un gobierno perfecto; se necesita uno que sea práctico, decía Aristóteles. Está claro que Sánchez no ha leído a los clásicos griegos. Un país levantado en huelgas por oriente y por occidente, el rural echado al monte, las estanterías de los supermercados vacías, los camioneros llevando sus remolques hasta las puertas de Moncloa, como hace Putin con sus tanques en Ucrania, y al presidente del Gobierno no se le ocurre otra cosa que enrocarse y decir que no negociará nada con sindicatos minoritarios, con sectarios manipulados por la ultraderecha, con fachas. Craso error. En política, la arrogancia siempre es el camino más directo a la derrota.

No es la España fascista la que se rebela como en el 36, es la gente, el pueblo angustiado tras una pandemia terrible, miles de familias que no llegan a final de mes y que no entienden de rojos ni azules, sino del plato de lentejas que ya no entra en casa como antes. Es cierto que Vox ha infiltrado en los piquetes a sus comandos cayetanos, cazadores y taurinos. Pero confundir el todo con la parte, meter a todos los manifestantes en el mismo saco nazi, es un disparate político que traerá consecuencias. El protestante ultra que secunda el paro con el fin de reventar el sistema y derrocar al Gobierno no cambiará de bando, pero el que no sea de la cuerda de Abascal se sentirá abandonado, huérfano, humillado y ninguneado como ciudadano, de modo que quizá opte por el voto de castigo en las próximas generales. Otro suculento bocado para Vox, que pesca en el caladero de la indignación y del proletariado traicionado.

Por lo visto, al igual que el niño aquel de El Sexto Sentido veía fantasmas en todas partes, Sánchez ya ve ultras hasta debajo de la cama. El premier socialista debe creer que el país ha sufrido un ataque zombi, un walking dead a la española, y de la noche a la mañana el mundo entero se ha vuelto facha. Fachas en los camiones, fachas en los barcos de pesca, agricultores y ganaderos fachas. Todos fachas. Se ha metido tanto en el papel de Salvador Allende que acabará atrincherado en la Moncloa ya convertida en una especie de último refugio o Palacio de la Moneda.

Hace tiempo que le venimos haciendo la conveniente crítica marxista y freudiana al presidente para entender al personaje y, al final, uno llega a la conclusión de que el líder no está sabiendo analizar el momento histórico que vivimos. Ya le ocurrió con las elecciones en Madrid, donde una aprendiz de bruja, una niña ágrafa de libros, le dio un soberano revolcón simplemente sirviendo tapas y cañas. En aquel momento Sánchez creyó que con el miedo al nazi, con cuatro eslóganes manidos, con el cartel del “no pasarán” y colocando a un candidato que recordaba mucho a los viejos republicanos azañistas de antes tenía ganada la capital del Estado. Y el testarazo fue antológico. ¿Qué falló? Está claro que la gente votó por cansancio y hastío contra la pandemia, pero a nadie en Moncloa se le ocurrió salir a la calle para constatar la pulsión social y negociar con los gremios hosteleros levantiscos, que a fin de cuentas fueron los que dieron la victoria a Ayuso. En el PSOE se limitaron a decir que analizarían lo que había pasado para extraer las consecuencias pertinentes y ahí quedó la cosa. Ahora vemos que no aprendieron la lección.

El miedo al facha no funcionó entonces y no va a funcionar ahora, entre otras cosas porque al mago que abusa del truco se le acaban viendo las trampas. Por mucho que Sánchez tire del viejo y polvoriento manual socialista (lo saca del cajón solo para lo que le interesa) la gente va a seguir ahí, rugiendo en la calle, pidiendo ayudas contra el facturón de la luz y los combustibles. Cosa lógica por otra parte. Si el pueblo tuviera sus necesidades básicas cubiertas no estaría bloqueando las carreteras, estaría en su casa viendo las series turcas de televisión. Un pacífico padre de familia no se convierte en un alborotador tumultuario, en un cojo mantecas o en un violento chaleco amarillo solo porque se lo sugiera Santi Abascal. Si le cuadran las cuentas a final de mes seguirá trabajando como siempre. Si el dinero le llega para pagar los portes y el gasoil hará su vida normal sin meterse a vocinglero sindical, a pincharruedas reventón, piquetero u otros jaleos huelguísticos.

Sánchez sabrá mucho de ganar primarias y congresos en el partido socialista, pero de psicología de los pueblos, de psicoanálisis de las masas, parece que entiende poco. Hay que tener mucho cuajo para decirle al pueblo que aplace su hambre hasta la próxima cumbre de Bruselas. Hay que tener mucho rostro para concluir que la protesta del transporte es cosa del minoritario sindicato de camioneros franquista cuando cada día se suma al paro una asociación más. Fenadismer, la federación nacional mayoritaria de los transportistas, también se ha apuntado a la huelga y a este paso se va a echar a la calle hasta el gremio del circo, funambulistas y sexadores de pollo, que también serán acusados de fascistas por el Gobierno.

Ante este panorama caótico solo nos queda concluir que al presidente ya empieza a darle todo igual, o sea que se la trae floja, al pairo o pendulona que el país se vaya al garete. La última propuesta del Gobierno (un paquete de ayudas de 500 millones de euros para subvencionar el combustible) no satisface a los transportistas, que insisten en que Sánchez los reciba y les dé cariño. Danone paraliza la producción por falta de leche. Mercedes, Ford y otras compañías automovilísticas cierran y preparan drásticos ERTES. A los andamios ya no llega el hormigón. Conserveras, fábricas de electrodomésticos, lonjas de pescadores, industrias informáticas. Todo parado y al borde de la ruina mientras los animales de las granjas se mueren por falta de pienso. ¿También son fachas los cerdos, las gallinas y las vacas? En todo caso esos animales votarán al PP, que para eso se los trabajó Pablo Casado en su día.

El país parado y al borde del colapso; la psicosis por el desabastecimiento cundiendo en la ciudadanía; y mientras tanto Sánchez centrado en el pacto de rentas entre trabajadores y empresas. ¿Pero pacto de qué si dentro de nada los españoles no tendrán ni piedras que echarse a la boca? Eso sí, la culpa de todo la tiene Putin. Que espabile Pedro, que se deje de orgullos absurdos, que suba los impuestos a los ricos y que subvencione ya el carburante si no quiere que el PSOE termine como el Pasok, o sea en el vertedero de la historia. Y mira que se lo advirtió Aristóteles: sea práctico hombre, sea práctico.

Viñeta: Iñaki y Frenchy

LOS OLIGARCAS

(Publicado en Diario16 el 21 de marzo de 2022)

Las sanciones contra Rusia están arrinconando a los oligarcas rusos. Grandes yates requisados, cuentas corrientes bloqueadas, mansiones confiscadas y paraísos fiscales cerrados. El ejemplo paradigmático es Roman Abramovich, hasta hace unos días dueño del Chelsea. Cuando se inició la invasión de Ucrania, el magnate futbolístico se deshizo del club, subió a su avión privado y se plantó en Israel aprovechando que tiene la nacionalidad por ser de origen judío. A Abramovich lo han cosido a sanciones en el Reino Unido, en Canadá y en otros países occidentales por haber colaborado estrechamente con el presidente ruso, Vladímir Putin. A esta hora su paradero sigue siendo desconocido.

No es el único millonario que de la noche a la mañana ha pasado de los palcos versallescos, de los grandes palacios de París, Londres y Berlín, a paria de la sociedad. Nikolay Tokarev, presidente de la compañía de oleoductos Trasneft y amigo personal de Putin desde los viejos tiempos de la KGB, también ha caído en desgracia. La Unión Europea le ha congelado los activos financieros. Estados Unidos le ha impuesto severas sanciones y el Reino Unido le ha prohibido entrar en el país. Un golpe durísimo para uno de los más estrechos colaboradores del autoritario Estado ruso.

La lista negra de jerarcas putinescos no es precisamente corta: ahí está Igor Sechin, presidente del gigante petrolero Rosneft y considerado por algunos la mano derecha del tirano; Alisher Usmanov, el magnate del hierro, del mineral, del acero, de los medios de comunicación y de internet, además de uno de los grandes burócratas locales; Alexéi Mordashov, el hombre más rico de Rusia, según Forbes (amasa una fortuna de más de 25.000 millones de euros y es accionista de Severstal y NordGold, buques insignia de la siderurgia y la minería nacional); y por supuesto Mijaíl Fridman, el dueño de los supermercados DIA y del sector de la alimentación al que se le calcula un patrimonio de 13.500 millones de dólares.

Hemos tenido que llegar al borde de la Tercera Guerra Mundial para que Occidente cayera en la cuenta de que el modelo económico depredador de los oligarcas era un cáncer que amenazaba con acabar con el mundo. Gente que esquilma el medio ambiente; gente que se embolsa miles de millones de dólares que acaban en paraísos fiscales; gente que conforma la nueva aristocracia globalizadora, los nuevos nobles del siglo XXI cuyo futuro y fortunas peligran como peligraron en su día las estirpes nobiliarias decapitadas durante la Revolución Francesa. Hablamos de las dinastías del nuevo desorden mundial, las cien casas heráldicas que controlan el noventa por ciento de la riqueza del planeta. Una mafia rusa que se baña en piscinas con caviar y champán, una casta que planea la explotación a destajo del Polo Norte y que arrasa la naturaleza con sus infames grúa y pozos extractores, sus nefastas plataformas y tuberías, sus maquinarias y humos altamente contaminantes. Allá donde iban les ponían la alfombra roja. Allá donde abrían un banco eran flamantemente invitados a las galas de las grandes cancillerías. Eran ellos los que daban color y ambiente a las cenas benéficas de las principales embajadas. Merkel les reía las gracias por miedo a que cerraran el grifo del gas y los alemanes pasaran frío en invierno. Macron hacía obscenos negocios con ellos en la montaña rusa de Eurodisney. Y la monarquía española les ponía lujosos pisos y chalés en Marbella, en Mallorca, en la cálida costa mediterránea convertida en la nueva Crimea de Putin. ¿Dónde estaba entonces la Interpol para actuar contra los bandoleros y camelleros del Kremlin?

Hoy son el gran símbolo de un mundo decadente que se viene irremediablemente abajo, el paradigma de otro antiguo régimen que se tambalea con el estruendo de las bombas y el horror de Mariúpol. Energía, petróleo árabe, finanzas sospechosas, banca mala, tráfico de armas, trata de blancas, contrabando de drogas, todo era controlado por estos capos de la falsa globalización que se derrumba como un castillo de naipes. La guerra siempre es la culminación fatal de una injusticia social, el epílogo de la corrupción de unas élites y de un sistema agotado que revienta por los cuatro costados antes de que llegue otro mundo gatopardista donde todo cambiará para que todo siga igual. Así ha funcionado, desde hace más de dos siglos, el monstruo del capitalismo industrial: tras una gran crisis, una gran guerra. La conflagración de 1914 fue el resultado de un modelo colonial marcado por las tensiones entre países. La de 1939 fue el segundo capítulo de una historia trágica que no se supo cerrar a tiempo con el Tratado de Versalles, una rendición que puso de rodillas a Alemania, hundió en la miseria a millones de alemanes y abrió la puerta a los fascismos. Esta tercera contienda mundial a la que nos vemos abocados sin remedio también es la consecuencia de un modelo económico aberrante y agotado (la globalización asimétrica), en el que unas pocas familias y clanes convierten el planeta en su terruño particular rebosante de esclavos.

A los fatuos oligarcas que hasta hoy controlaban la economía mundial, imponiendo su ley al resto del mundo con el chantaje del gas y el abuso de los precios del petróleo, se les acabó el chollo. Si Putin acordara una paz provisional con Ucrania o desistiera en su violenta invasión hoy mismo (que no lo hará) quedará recluido para siempre en Rusia, junto a su camarilla de oligarcas de confianza. Ya nunca más podrá poner el pie fuera de sus fronteras sin temor a ser detenido y puesto a disposición del Tribunal Penal Internacional para ser juzgado como el gran nazi del siglo XXI que es. Y si decide seguir adelante en sus planes de expansión hacia el oeste, la internacionalización del conflicto durará décadas, un escenario tétrico en el que cualquier hipótesis cabe, incluida la guerra nuclear.

En cualquier caso, nada será igual a partir de ahora. Una época de la historia llega a su fin con la caída de Rusia como gran superpotencia y el advenimiento de China. El viejo orden mundial, tal como lo conocíamos, se desmorona mientras emerge otra cosa. Tal vez un mundo fracturado en dos, dividido por un muro sentimental de odio y polarizado en sendos bloques antagónicos, enfrentados y de espaldas el uno al otro en una tensión atómica militar y económica sin precedentes. Por un lado, un mundo capitalista clásico con sus democracias liberales (Europa y Estados Unidos); por otro, un mundo tecnofeudal, autoritario, las nuevas dictaduras replegadas en sí mismas y retrocediendo en el tiempo hasta aplastar los derechos humanos (China y Rusia). Un modelo de jerarcas, de señores feudales globalistas que viven a cuerpo de rey y reprimen a millones de personas según el modelo policial, orwelliano y controlador del Gran Hermano.

La humanidad civilizada se lanza a la caza y captura de los oligarcas moscovitas. Los prebostes del Kremlin suben a sus jets privados y corren a refugiarse en sus búnkeres secretos de Siberia. Los ingenuos todavía confían en que, arruinados y reducidos a la categoría de parias, los ricos rusos se revuelvan contra el sátrapa y le den un golpe de Estado en medio de la noche fría de Moscú. No entienden que los magnates no son más que las variadas cabezas de una misma hidra, diferentes partes de un solo monstruo donde Putin destaca como todopoderosa madre y señora del engendro.

Viñeta: Iñaki y Frenchy

LOS CHALECOS AMARILLOS

(Publicado en Diario16 el 18 de marzo de 2022)

El Gobierno Sánchez se niega a sentarse a negociar con los transportistas de esa misteriosa plataforma minoritaria de camioneros que ha nacido de la noche a la mañana para poner el país patas arriba con una huelga salvaje. Tras cinco días de paro, ayer los supermercados y grandes superficies comerciales mostraban ya un inquietante aspecto distópico, desolador, con estanterías vacías y clientes ansiosos porque no encontraban una simple botella de leche, una docena de huevos o su cerveza favorita. Esta generación de españoles no es la de sus padres y abuelos, aquellos bravos resistentes de posguerra habituados a la escasez, a la cartilla de racionamiento y al mendrugo de pan negro. Hemos vivido más de cuarenta años de paz y prosperidad, de abundancia, de Estado de bienestar y de cobertura de unas necesidades mínimas. No estamos acostumbrados a sufrir. Nuestra capacidad de resiliencia es muy limitada. Jamás nos prepararon para esto.

La guerra de Adolf Putin (o Vladímir Hitler) va a ponernos ante el espejo de lo que somos. El conflicto es un desafío inmenso para una sociedad hedonista que no sabe pasar sin la calefacción y el plasma de 55 pulgadas. Llegan tiempos duros de desabastecimientos, de carestías, momentos que nunca imaginamos que viviríamos y que solo conocemos por los libros y las películas de Hollywood. Pero la historia es implacable y se mueve como un violento huracán que de cuando en cuando castiga a la civilización humana. Esta es nuestra guerra, la guerra que nos ha caído en desgracia, la guerra que todas las generaciones habían tenido que soportar siglo tras siglo y que nosotros, felices privilegiados, pensábamos que nunca nos tocaría.

La protesta de los camioneros que hartos de los precios de los combustibles amenazan con dejar al pueblo sin alimentos es perfectamente legítima. Miles de familias que viven del camión llevan años con la soga al cuello, agobiados por las facturas, acosados por todo tipo de impuestos directos e indirectos. Un infierno fiscal de cuotas, de autónomos, de IVA, de tasas municipales, de IRPF. Estas nuevas víctimas del barril de petróleo no son ricos ni millonarios, es gente que vive en la carretera, de acá para allá, y que no llega a final de mes. Esa situación dramática que lastra a los transportistas afecta a otros sectores estratégicos para el país como el de los agricultores, ganaderos y pescadores, que también han padecido los efectos de la crisis y el sartenazo no solo del Estado sino de Bruselas. Mientras el abnegado lechero asturiano es cosido a impuestazos, el oligarca vive tranquilamente en su yate amarrado en Mallorca. Una injusticia más.

En ese caldo de cultivo de descontento social se han gestado movimientos antisistema que como el de los “chalecos amarillos” en Francia han puesto contra las cuerdas al gabinete de Macron. Ahí, en el barro de la Europa rural, profunda, machacada, maltratada y abandonada por la UE de los grandes bancos y las oligarquías financieras ha terminado por resucitar el fantasma del trumpismo, del putinismo, el peligroso sentimiento de odio contra la democracia liberal, el nacionalismo xenófobo, el euroescepticismo visceral que movimientos ultras como los liderados por Le Pen, Orbán, Salvini y Abascal han sabido canalizar en forma de votos en las urnas. Cada galón de gasoil a precio de oro es una palada más de rabia. ¿Qué fue el Brexit sino la reacción furibunda de los pequeños propietarios agrícolas, de los comerciantes asustados por la competencia extranjera y del proletariado industrial estafado? Con los años, todo ese polvorín también se ha ido gestando en nuestro país ante la indolencia de los gobernantes. Tenía que estallar y ha estallado, en buena medida porque ningún gobierno se ha sentado a negociar con los colectivos afectados para adoptar las reformas económicas y fiscales pertinentes que deberían garantizar el precio de los carburantes y la estabilidad de la cadena alimentaria. Pese a que los sectores afectados por la crisis endémica iban lanzando periódicos mensajes de SOS, pese a que han denunciado la especulación perpetrada con la energía y los alimentos, el grito de ayuda era sistemáticamente desatendido. Todo eso ocurría antes de la guerra de Putin, cuando la inflación ya estaba por las nubes por mucho que diga Sánchez.

Ahora bien, aunque es cierto que las reclamaciones de los transportistas son legítimas, nada de eso puede justificar el boicot total, el bloqueo brutal de las carreteras y una movilización que va camino de paralizar el país en el peor momento, cuando la población vive con angustia y miedo la posibilidad de que estalle una guerra mundial. La huelga salvaje amenaza con paralizar la actividad industrial, agrícola y ganadera, dejando a los españoles sin alimentos y agravando el paro y la crisis económica. Una auténtica guerra local en medio de otra guerra global. El Gobierno Sánchez denuncia que los alborotadores son minoritarios y que Vox es la mano que mece la cuna de esta gran agitación social maquinada sin duda en el momento que más daño hace. Alguien está interesado en desestabilizar el país haciéndole el juego a Putin, que abre y cierra el grifo del gas a voluntad y azuza incendios sociales en Europa allá donde sea posible. Puede que tenga razón la ministra portavoz, Isabel Rodríguez; puede que sea cierto que entre las plataformas manifestantes haya corrientes ultraderechistas interesadas en que el país acabe reventando por los cuatro costados con el objetivo de ganar las próximas elecciones generales. Ya lo hicieron con la pandemia, así que llueve sobre mojado. Sin embargo, Sánchez comete un grave error si cree que pactando con el sindicato mayoritario de camioneros y despreciando al minoritario porque es ultra logrará reducir el conflicto a una simple cuestión de orden público. ¿Qué piensa hacer, sacar al Ejército a la calle para reprimir a los piquetes violentos y llenar las cárceles de manifestantes?

Obviamente, el presidente se está equivocando en la lectura del problema por mucho que tenga sus razones de peso para pensar que alguien en la sombra está moviendo los hilos de la desestabilización. Ha llegado la hora de sentarse a negociar un límite al precio del gasoil. Hay no pocas medidas que pueden adoptarse, desde una bajada provisional de impuestos como ha hecho Italia con el IVA hasta un cheque estatal similar al bono eléctrico que se concede a las familias en riesgo de pobreza energética. Pero la gran pregunta sigue siendo: ¿dónde está el premier socialista, cómo es posible que Moncloa esté transmitiendo esa sensación de orfandad? ¿Por qué no se reúne ya con el sector, con todo el sector, para acabar con un conflicto que tiene con el corazón encogido a los españoles? El Ejecutivo parece noqueado, paralizado, falto de reflejos. Si Sánchez está desbordado que pida ayuda, que busque un gran acuerdo nacional para afrontar la crisis. Es normal que se sienta superado, una pandemia, un volcán y la tercera guerra mundial son trances como para deprimir a cualquier gobernante por mucho que se dé un aire a Superman. Y si está cansado que dimita y venga otro u otra. Todo menos no hacer nada ante el sindiós que se avecina.

Cada minuto que pasa aumenta el colapso en las carreteras, cada hora las estanterías de los supermercados están más vacías y cada día crece el descontento, no ya de los transportistas, sino de los españoles en general, que ven cómo empiezan a escasear los alimentos y cómo alguien está jugando con las cosas de comer. Si Putin tiene a sus tanques con los que está arrasando Ucrania, Abascal tiene a su flota de camiones con la que puede tomar España. Hoy ya no es necesario sacar del cuartel a la División Acorazada Brunete para dar un golpe letal al Gobierno. Con el país paralizado, con toneladas de alimentos echándose a perder y con las industrias cerradas a cal y canto, la tormenta perfecta se cierne sobre Sánchez. Los transportistas, espoleados por las derechas, han caldeado el ambiente de cara a la manifestación del fin de semana que promete ser histórica. La España vaciada no estaba tan vacía. Ruge fuerte, ruge como un león hambriento. Sánchez creía que la guerra estaba en Ucrania y la tiene ya a las puertas de Madrid. La invasión de Putin era esto.

Viñeta: Pedro Parrilla

MATAR AL MENSAJERO

(Publicado en Diario16 el 18 de marzo de 2022)

A Vladímir Putin no le gustan los periodistas. Les tiene alergia. Hace solo unos días, Rusia promulgó una ley por la cual todo reportero que hable mal del Gobierno o del Ejército o se muestre favorable a las sanciones económicas será condenado a penas de hasta 15 años de cárcel. La amenaza vale también para cualquier ciudadano. Informar desde Moscú se ha convertido en un ejercicio de alto riesgo. Xavier Colás, corresponsal de El Mundo en la capital moscovita, aseguraba en una reciente entrevista que “con el conflicto varios medios rusos ya han sido borrados del mapa”. Cuando se le preguntó si le resultaba complicado trabajar allí, y si en algún momento se había sentido espiado por agentes gubernamentales, respondió de manera inquietante: “No suelo hablar de esos asuntos porque tanto si lo niego como si lo admito estoy animando a que redoblen sus esfuerzos”.

Ya van quedando pocos periodistas extranjeros acreditados en la Rusia de Putin.  Salvando las distancias, ser corresponsal en Moscú en 2022 no será muy distinto a haberlo sido en la Alemania de Hitler en los años 30 del pasado siglo. Hay que amar mucho la profesión y tener mucho temple para seguir sobre el terreno arriesgándose a contar la verdad. Por eso cada vez son menos. Poco a poco los grandes medios internacionales han ido abandonando el país. Si ya no es un lugar seguro para la población autóctona, mucho menos para un corresponsal extranjero que no sea de la cuerda del presidente que hace apenas veinte días decidió invadir Ucrania.

En las últimas semanas, destacados medios internacionales anunciaron que suspendían su labor informativa en Moscú hasta nueva orden. La reforma penal exprés promulgada por el Kremlin fue suficiente motivo para disuadir a cualquier corresponsal y hacerle entender que la prensa internacional no es bien recibida. Putin ha secuestrado al pueblo y ningún secuestrador quiere testigos. Así las cosas, la BBC, la CNN y Bloomberg comunicaron que abandonaban Rusia de inmediato. Pronto, otros medios como Televisión Española, la Agencia EFE, El País, la RAI o Radio France seguían el mismo camino. No se trató solo de una medida de pura lógica sino también acertada desde el punto de vista pragmático, ya que si a Putin se le ocurriese detener y encarcelar a un reportero extranjero el episodio vendría a añadir más tensión a las ya de por si críticas relaciones diplomáticas entre Rusia y Occidente. Incluso podría ser considerado como un casus belli.  

Por supuesto, los periodistas rusos lo tienen todavía peor a la hora de desempeñar su trabajo, arriesgándose a dar con sus huesos en una cárcel de Siberia. No extraña que desde que estalló la crisis ucraniana la prensa local haya registrado una cascada de dimisiones nunca vista hasta hoy. Se ha instalado la idea de que dedicarse al periodismo en la Rusia de Putin puede ser un salvoconducto directo para una prisión de alta seguridad, como le ocurrió en su día al disidente Navalny. El último ejemplo de profesional represaliado ha sido Marina Ovsyannikova, la periodista que decidió jugarse el pellejo irrumpiendo en directo en un plató de televisión durante un informativo estatal para mostrarle al mundo un cartel con el eslogan “no a la guerra”. Oficialmente, el Gobierno de Putin ha cerrado el episodio con una multa simbólica, pero todos en Moscú saben que de aquí a un tiempo, cuando los ecos de la heroicidad de Ovsyannikova se hayan apagado y ya nadie se acuerde de ella, la editora televisiva sufrirá las represalias del régimen. Probablemente sea Marina una de las primeras a las que se le aplicará la nueva ley que establece 15 años de cárcel y que pende como una espada de Damocles sobre las cabezas de cientos de profesionales de la información.

Hoy los medios de comunicación rusos que durante años no se plegaron a las instrucciones, directrices y consignas del Kremlin han sido prácticamente silenciados. No queda resistencia informativa alguna, no queda cuarto poder ni nadie que se atreva a decir la verdad. Todos los periodistas siguen a rajatabla la neolengua putinesca, ese siniestro manual oficial distribuido por el Estado en todas las empresas periodísticas y que, entre otras cosas, obliga a utilizar el eufemístico término “operación especial” en lugar de “invasión” o “guerra” (en realidad lo de Ucrania es la continuación del genocidio nazi en una época diferente y con actores distintos). Cientos de periodistas trabajan a diario bajo la constante amenaza de perder su empleo mientras prosigue la cadena de renuncias de muchos que temen que algún día el servicio secreto aparezca en sus casas para acusarles de “agentes extranjeros”, una sentencia sin juicio, un pasaporte al gulag que recuerda a aquellos tiempos soviéticos de la Guerra Fría.

Por eso no está de más que cada vez que abramos la página web de un diario nacional o conectemos la televisión o la radio, sea cual sea el canal por el que optemos (en España afortunadamente todavía existe el pluralismo informativo), tengamos muy presente que en los tiempos que corren es todo un lujo poder decir que disponemos de una prensa libre e independiente. Apretamos el botón del mando a distancia y ahí aparece un o una corresponsal de guerra con su casco, su chaleco antibalas y su micrófono (cinco de ellos ya han sido asesinados, más de una treintena heridos). Estoicos, valientes, con una entereza que asusta. Pese a los salarios de miseria y las condiciones laborales precarias que soportan, a diario nos sirven información de calidad desde Kiev, desde un convoy de refugiados o con soldados ucranianos entrevistados a pie de trinchera. Pasar un solo minuto en el frente de guerra, entre mutilados y fallecidos, vehículos despanzurrados por los misiles y edificios reducidos a esqueletos en llamas, no deja de ser una experiencia amarga que marca para toda la vida por muy profesional y muy frío que uno sea. La confortable audiencia de una sociedad libre como la nuestra, los espectadores de los telediarios que reciben esa crónica a las tres o a las ocho, mientras engullimos un suculento filete de ternera, debemos valorar su trabajo, mostrarnos muy orgullosos de ellos y tener muy presente que todos esos ultras que gritan aquello de “prensa manipuladora” se sentirían muy felices y satisfechos si hubiese un apagón informativo como el que pretende Putin. Nuestros bravos corresponsales, ellos y ellas, son los últimos ojos de la democracia, testigos incómodos antes de que una oscuridad total caiga definitivamente sobre el mundo.

Viñeta: Currito Martínez

LA HUELGA DE VOX

(Publicado en Diario16 el 17 de marzo de 2022)

La producción de leche se paraliza, el aceite de girasol y el pescado empiezan a escasear, la gasolina alcanza precios prohibitivos mientras algunos sindicatos del transporte –no mayoritarios pero sí bulliciosos y capaces de bloquear las carreteras–, se declaran en huelga. Son las primeras consecuencias en España de la guerra ucraniana mientras la OCDE prevé que la economía mundial caerá un punto y la inflación seguirá disparada en los próximos días. Si alguno pensaba que España podría librarse del efecto bumerán de las durísimas sanciones impuestas a Putin se equivocaba. Vivimos en un mundo globalizado en el que si se hunde un país importante (y Rusia lo es) todos pagamos las consecuencias.

Conviene que vayamos aceptando que estamos en guerra (de momento una guerra solo económica, pero guerra al fin y al cabo) y que eso se paga. Los occidentales hemos arruinado a una superpotencia nuclear, ahí es nada, un acontecimiento histórico que no saldrá gratis. Las durísimas sanciones contra el sátrapa de Moscú están perfectamente justificadas desde el punto de vista ético, político y filosófico. Las democracias liberales no podían asistir impasibles al genocidio que a diario se perpetra en Ucrania, donde los drones y misiles del tirano mataniños están atacando, sin compasión, escuelas infantiles, hospitales de maternidad y edificios civiles. La última masacre perpetrada en el teatro de Mariúpol, donde las tropas rusas ni siquiera han respetado a los menores que allí se ocultaban junto a cientos de refugiados, es una prueba definitiva de que con su oposición frontal a Putin Occidente está en el lado bueno de la historia.

La razón nos asiste, así que ninguna de las medidas económicas coercitivas que ha adoptado la Unión Europea está fuera de lugar. Hacemos simplemente lo que ordena la justicia y la razón humanitaria. Lo contrario sería mirar para otro lado o incluso algo peor: nos convertiría en cómplices de crímenes contra la humanidad en las entrañas de Europa. Ninguna sociedad que se considere a sí misma decente puede tragar con semejante barbarie de un nazi enloquecido. Pero defender la libertad y la democracia, ponerse de lado de un pueblo machacado cruelmente, tiene un coste. Y ya estamos empezando a pagar.

La guerra ha comenzado y Putin sabe que tiene un as en la manga con la que puede asfixiarnos: el petróleo, la energía, el combustible esencial para mantener las economías capitalistas. Occidente ataca retirando sus multinacionales de Moscú, hundiendo el rublo y expropiando los yates de los oligarcas rusos y el sátrapa y sus secuaces del petróleo disparan el precio de la gasolina y amenazan con cerrar el grifo del gas para que millones de occidentales pasen frío y carestía. El casus belli está servido. La estrategia de Putin ha sido meridianamente clara desde el principio. Ucrania es solo el pretexto, lo que realmente pretende el exagente del KGB es lanzarle un desafío a Europa del calibre del que Hitler realizó en los años treinta del pasado siglo. Con el dictador ruso va un nacionalismo fraguado en el victimismo, en el odio a la democracia liberal y a su modo de vida, en el complejo freudiano de un imperialista nostálgico y decadente que no se resiste a entender que los años del zarismo y de la Gran Rusia ya pasaron a la historia.

La guerra de Putin va contra la libertad, de ahí que lleve años instigando, patrocinando y financiando movimientos ultraderechistas, populistas y antisistema en todos los países europeos. Hoy tenemos al enemigo en casa, dentro de nuestras fronteras, grupos subversivos dispuestos a desestabilizar y a convulsionar a las sociedades democráticas desde dentro. Lo vimos durante los peores días del procés en Cataluña, cuando un sector del independentismo, el encabezado por Carles Puigdemont, mantuvo estrechos contactos con el Kremlin. Periódicos como El País llegaron a publicar que el Gobierno de Vladímir Putin barajó enviar 10.000 soldados rusos a Cataluña, además de armas de guerra, para alentar una insurrección popular separatista que sería tanto como prender la llama de una segunda guerra civil en España. Hoy Gabriel Rufián llama a los putinianos catalanes “señoritos” que han jugado “a James Bond” con sus clandestinas idas y venidas al Kremlin. Al fin se da cuenta de que la izquierda democrática, y Esquerra lo es, debe estar lejos de esta gente. Más vale tarde que nunca.

Después, ya en plena pandemia, algunos grupos políticos extremistas simpatizantes con el trumpismo y el putinismo (las dos caras del nuevo totalitarismo globalizante del siglo XXI) se dedicaron a agitar las calles para tratar de derribar al Gobierno de Pedro Sánchez. Todo el país pudo verlo en directo. Una vez más, las siniestras fuerzas interiores se conjuraban para erosionar la democracia e instaurar movimientos autoritarios. Fueron los días de las revueltas callejeras de los “cayetanos” del barrio de Salamanca, protestas de clases acomodadas que con la excusa de que la libertad estaba amenazada por los decretos de confinamiento contra el coronavirus no buscaban más que deslegitimar al Gobierno de coalición para intentar derrocarlo súbitamente dándole un golpe blando. La fracasada moción de censura de Vox fue la escenificación definitiva de la convulsión en las calles.   

Hoy estamos asistiendo a un nuevo episodio de lo que el historiador y sociólogo estadounidense Christopher Lasch definió en su libro La rebelión de las élites y la traición a la democracia como una revolución de las clases adineradas y las jerarquías empeñadas en romper el pacto social y el consenso democrático. Espeluzna escuchar cómo uno de los portavoces autorizados de la Plataforma Nacional del transporte asegura que el presidente ucraniano Zelenski es un “nazi”, que Biden es un “baboso” reponsable del “sionismo satánico” y que la guerra en Ucrania es poco menos que un “cuento chino”. Ese mismo discurso de que Putin no tiene nada que ver con la inflación y la crisis en el precio de los combustibles es el que esgrimió Santiago Abascal en la pasada sesión de control en la Cortes, donde descargó sobre Sánchez, y no sobre el líder ruso, la nueva recesión que planea ya sobre nuestras cabezas.

Lo que vemos estos días, el llamamiento a “parar España” de un sector minoritario de los camioneros que bajo una protesta legítima como puede ser el aumento del precio del combustible y del gasóleo pretende bloquear el país entero –provocando el caos en sectores estratégicos como el lechero, el ganadero y el pesquero, rompiendo la cadena alimentaria y culminando el desabastecimiento de productos de primera necesidad en los supermercados– culmina un nuevo movimiento desestabilizador. Lo acaba de decir la portavoz del Gobierno, Isabel Rodríguez, que ve la mano de la extrema derecha en estas agrias protestas, un chantaje calcado al que se llevó a cabo durante las manifestaciones de los “chalecos amarillos” en Francia, un ataque en toda regla contra el derecho elemental a la alimentación del pueblo orquestado por las oscuras fuerzas ultras y sus piquetes violentos.

A las puertas de una conflagración nuclear y con la población española traumatizada por una pandemia, este tipo de violenta agitación callejera despide un claro tufillo a Putin y a sus cómplices políticos en España. La guerra empieza a ganarse cuando el enemigo se divide, cuando se resquebraja la unidad y empiezan las disensiones. A río revuelto ganancia de populismos. O Sánchez se pone las pilas ya y apacigua los conflictos sociales, los fuegos que vayan surgiendo con la crisis internacional, o esto acabará mal. Que deje ya de dar vueltas con el Falcon por la frontera lituana de la OTAN y preste atención a estas otras guerras interiores, sociales, mucho más peligrosas para nosotros que la que se libra estos días en Ucrania.   

Ilustración: Artsenal

LAS MADRES

(Publicado en Diario16 el 17 de marzo de 2022)

“He visto mucha gente muerta. Tengo veinte años y ya he visto fosas comunes. Vi cadáveres reales. Es terrible”, asegura ante los periodistas Mykola Valentinovych, un soldado ruso capturado por el ejército ucraniano. No es el único testimonio del calvario que están sufriendo los militares de Putin que son enviados a una guerra que nadie entiende, solo la cabeza trastornada del dirigente del Kremlin. Las noticias que se filtran desde Moscú son aterradoras y dan una idea del nivel de perversidad del hombre al que nos enfrentamos. Rancho caducado desde hace siete años para una tropa desmoralizada, torturas para los que se atrevan a desertar, jóvenes a los que al llegar al cuartel les retiran el teléfono móvil para que no puedan comunicarse con nadie, ni siquiera con sus familias, y grupos neonazis que imponen su ley entre las filas. A los reclutas de Putin se les trata como carne de cañón, espartanos sin ningún derecho cuya única misión es ir a morir o dejarse matar por la patria, por la Madre Rusia. Solo un país fascista trata a sí a sus mejores chicos, al futuro de su pueblo.

Por las noticias que nos van llegando con cuentagotas cabe sospechar que el ejército del mataniños del KGB debe ser algo así como una especie de secta nacionalista aislada del resto del mundo. Para el muchacho con la mala suerte de ser alistado ya nada será igual. Si tenía novia, puede que no vuelva a verla jamás. Si tenía mujer e hijos, tendrá que despedirse de ellos al partir hacia el frente porque cabe la posibilidad de que nunca más sepan de él. Los soldados que caigan muertos en el campo de batalla o en alguna emboscada en una ciudad sitiada como Kiev o Mariúpol quedarán allí para siempre, enterrados en la nieve, en tierra de nadie, sin que nadie vaya a recoger sus cadáveres. En las fuerzas armadas rusas sigue rigiendo viejo el manual de guerra totalitario del siglo XX que mandaba fusilar a todo aquel que no obedecía la cadena de mando, cuestionaba las órdenes de los superiores o se mostraba tímido o remiso a la hora de matar mujeres, ancianos y niños, arrasándolo todo a su paso, tras entrar en una ciudad invadida.

Ayer mismo, sin ir más lejos, un bombardeo tan salvaje como absurdo acabó con la vida de diez personas que esperaban en una de las colas del pan de la localidad de Chernígov, al norte del país. Diez inocentes, diez almas inofensivas cuyo único delito había sido comprar algo de comida para alimentar a su familia. Solo un sádico, o un desequilibrado, o ambas cosas a la vez puede transmitir semejante orden macabra. Quizá el oficial que apretó el botón del cañón seguía instrucciones del Kremlin. Quizá no se atrevió a desobedecer por miedo a terminar en un campo de concentración en Siberia, o en una celda de aislamiento, o fusilado. Quizá… quién sabe lo que pudo pasar por la cabeza del ejecutor. La cuestión es que fue un nuevo execrable crimen de guerra, otro más, una masacre que Occidente anotará en los cuadernos de la Corte Penal Internacional para, si algún día es posible, poner a los asesinos ante un tribunal de justicia. Somos conscientes de que será difícil esposar a Putin y a su banda de vampiros ávidos de sangre, pero conviene ir tomando nota para que quede en los libros de historia y para que nadie olvide lo que está ocurriendo este crudo y triste invierno de 2022 en las entrañas mismas de Europa, los días más sangrientos desde la Segunda Guerra Mundial.

Las víctimas de esta maldita guerra son los civiles ucranianos, sí, pero también todos esos jóvenes soldados rusos a los que el loco del maletín nuclear envía a morir cada día a las trincheras de la sinrazón. Niños uniformados que lloran por sus madres, guerreros forzosos que ni saben por lo que luchan ni sienten el más mínimo deseo de luchar. “Hemos irrumpido en sus casas como fascistas”, se lamenta el soldado capturado Olexandr Morozov, de 21 años. Galkin Serguéi Alekseevich, otro militar rehén de los ucranianos, dice compungido: “Ancianos, mujeres, niños, perdón por invadir estas tierras”. Todos piden por favor que los saquen del infierno en el que los ha metido el sátrapa de Moscú.

No es la primera vez que sucede este horror. Se cree que en la guerra de Chechenia más de dos mil cuerpos de soldados rusos fueron abandonados cruelmente en el campo de batalla. Cientos de madres se congregaron frente al ministerio de la guerra de Putin para exigir un alto el fuego y poder recoger los cadáveres de los fallecidos. Los jerarcas del Kremlin no lo permitieron. Meses después, cuando todo hubo acabado, las familias de los militares pudieron recuperar lo que quedaba de ellos, que era poco, ya que las aves carroñeras y los animales depredadores se habían dado un festín. Fue un auténtico espanto que tampoco trascendió a la opinión pública internacional. Putin controla los medios de comunicación con mano de hierro e impide que salga de Rusia cualquier información que no sea la debidamente filtrada por el Estado Mayor de la Defensa. De vez en cuando alguien valiente como la periodista Marina Ovsyannikova logra romper el cerco del dictador y jugándose la vida logra colocar un mensaje de libertad para que el pueblo ruso sepa lo que está ocurriendo. Así funcionan los estados totalitarios anacrónicos, esos que algunos idiotas de uno y otro signo, aquí, al otro lado de la trinchera, en Occidente, en España, en el oasis de paz europeo, aún se atreven a defender.

De esta extraña guerra de Ucrania sale un paisaje de cráteres y ruinas muy similar al que queda tras una explosión nuclear, ciudades enteras arrasadas, miles de muertos, mutilados, enfermos mentales, miseria, hambre y penalidades de todo tipo. La obra de una bestia enferma y desalmada. Pero también quedará la nobleza y valentía de esas madres que empiezan a perder el miedo y que están dispuestas a todo para saber qué fue de sus hijos. Una legión de madres llenas de rabia contra el monstruo. Un ejército de madres con los corazones rotos dispuestas a asaltar el palacio de invierno para sacar a zapatillazos al tirano malnacido que se refugia allí abajo, como una rata en su búnker lleno de rublos, de vodka y de ojivas nucleares. “El amor de una madre por su hijo no conoce ley ni piedad, se atreve a todo y aplasta cuanto se le opone”, ya lo dijo Agatha Christie. Que el zar no desprecie el valor de una madre llena de coraje porque su poder destructor puede ser mil veces superior al de un misil atómico de Kaliningrado. Que el déspota tiemble porque aquella gloriosa Revolución de Octubre va a ser un juego de niños cuando se levanten las madres hambrientas de justicia y sedientas del amor de sus hijos. Que se vaya buscando otra alcantarilla-búnker, porque esta no le servirá de nada al puto Putin.  

Viñeta: Pedro Parrilla

MÁS MADERA, ESTO ES LA GUERRA

(Publicado en Diario16 el 16 de marzo de 2022)

Dos años, dos años ya desde que Pedro Sánchez decretó el estado de alarma por pandemia. Parece que fue ayer. Y sin embargo, ahora podemos decir aquello de qué tiempo tan feliz. Comparado con la amenaza nuclear de Putin, con el caos de la inflación y con el nuevo desorden mundial al que estamos abocados (o sea la guerra de todos contra todos), los años del coronavirus que nos parecían tan duros, tan dramáticos, casi el fin del mundo, hoy se relativizan y se antojan poca cosa. Quién pudiera darle hacia atrás al reloj de la historia hasta volver a aquellos días de tranquilo enclaustramiento doméstico en que la gente, aunque encerrada en sus casas y con el miedo en el cuerpo, horneaba panecillos, salía a los balcones a aplaudir a los sanitarios, hacía acopio de papel higiénico y se dedicaba al teletrabajo, a ver series de televisión y a leer a los clásicos.

Comparado con la tensión global por la guerra en Ucrania, aquel mundo de pandemias no estaba tan mal, sobre todo teniendo en cuenta que hoy nos acostamos cada noche atenazados por el pánico distópico al apocalipsis nuclear y sin saber si a la mañana siguiente, cuando levantemos la persiana, emergerá ante nosotros el temido hongo atómico de Putin que nos dejará a todos achicharrados como carne de barbacoa.

Es en este nuevo contexto internacional de preguerra nuclear, de guerra caliente (que no fría), en el que nuestro presidente, Pedro Sánchez (los norteamericanos que lo acaban de descubrir ahora ya lo conocen como Superman) decide dar un nuevo giro a su personaje y a su proyecto político siguiendo las instrucciones de su Manual de resistencia, o sea aquello de reinventarse o morir. Sánchez es como ese transformista de cabaret con sombrero de copa, bastón, chaquetilla de lentejuelas y ojos maquillados de rímel que cuando uno menos se lo espera cambia de vestuario detrás de un biombo y sale a escena otra vez con un nuevo número musical o de ilusionismo. Tachán, tachán. El Sánchez de las pandemias que defendía con uñas y dientes el Estado de bienestar ha pasado a mejor vida y hoy emerge otro Sánchez, el Sánchez militarista, el Sánchez belicoso en plan general Patton que se planta en un santiamén en Lituania para pasar revista a las tropas españolas otanistas o en Laponia si es preciso, con casco y chaleco antibalas, para blindar con sacos terreros la casa de Santa Claus cercada por los tanques rusos.

El ardor guerrero impregna a los gobernantes de las cancillerías europeas, también a nuestro presidente, que ya ha anunciado un incremento del gasto en Defensa hasta alcanzar el 2 por ciento del PIB con el fin de modernizar la chatarra de nuestros ejércitos. “Nos hemos despertado de una suerte de espejismo, creímos que a las puertas de Europa no iba a poder suceder una guerra. Pero la estamos viviendo, esto no es una película, es real”, le confiesa a Ferreras, con solemnidad, antes de confirmar que España va a armarse hasta los dientes como están haciendo las demás potencias europeas. Hasta Alemania, que tras la dramática experiencia de la Segunda Guerra Mundial había abandonado todo afán militar para convertirse en el gran referente de las sociedades pacíficas europeas, va a reabrir sus fábricas armamentísticas cerradas desde los tiempos de Hitler. La historia se repite una y otra vez y pensar que los alemanes puedan volver a la pulsión nacionalista/expansionista, jaleados por un nuevo káiser o führer con ganas de entrar por la fuerza en Austria, Chequia o Alsacia y Lorena, es como para echarse a temblar. Pero así están las cosas, todos compran el relato de la guerra que propone Putin, ya nadie intenta explorar otras vías para llegar a la paz.

En primer lugar, conviene plantearse para qué le serviría a nuestro país un aumento exponencial del presupuesto en Defensa en el contexto atómico en el que nos movemos. Una Tercera Guerra Mundial duraría menos de un cuarto de hora (el tiempo justo que tarden los misiles de Kaliningrado en llegar a territorio español), de modo que los aviones de última generación y los modernos carros de combate no podrían ni salir del cuartel. Un despilfarro de miles de millones de euros para nada, una disuasión inútil porque Putin se partirá la caja al ver cómo España compra cuatro fragatillas y unos cuantos cañones más.

Por otra parte, hay que recordar que ese incremento de dos puntos en armamento que ahora predica Sánchez era justo lo que el zumbadillo Trump le exigía a los países de la OTAN hace menos de dos años (razón de más para no ir por ese camino). No hace tanto de aquella propuesta del magnate neoyorquino que al Gobierno de coalición le parecía puro populismo ultraderechista, hasta el punto de que el presidente español se rasgaba las vestiduras en público jurando y perjurando que un gabinete de izquierdas tenía otras prioridades como gobernar para el pueblo, no para los generales o para la industria armamentística. Cómo hemos cambiado, o mejor dicho, cómo nos ha cambiado Putin.

Llegados a este punto, cabe preguntarse qué ha sido de todo aquel discurso sanchista sobre el Estado de bienestar, todos aquellos bienintencionados programas socialdemócratas para aumentar la inversión sanitaria contra la pandemia, todas aquellas buenas palabras sobre la transición ecológica y la construcción de una sociedad más justa e igualitaria. En apenas dos semanas, todo se ha disuelto como un azucarillo, todo ha quedado reducido al plan de guerra, que es calcado al que promueven las derechas PP/Vox/Ciudadanos. Otra derrota sin paliativos para la izquierda española mientras la disparatada Ayuso sigue destilando demagogia. Ahora quiere liquidar el Ministerio de Igualdad para que sean las mujeres las que paguen el pato de la guerra. Delirante.

“Gastamos 20.000 millones anuales en defensa, no me parece poco”, le ha recordado Rufián a Sánchez poniendo el dedo en la llaga al igual que Baldoví, Errejón y un puñado de idealistas hoy arrinconados y tachados de ingenuos por la corriente belicista dominante solo por pedir algo que es de pura lógica: que haya más gasto social y menos inversión militar. Lamentablemente, la guerra de Putin ha traído un tiempo nuevo y ya no es mainstream ni está de moda pedir más pan y menos metralla, que con las balas no come el pueblo. La economía se reorienta hacia la guerra pero a ver cómo le explica Sánchez a los españoles que van a pasar hambre porque hay una guerra que solo vemos por la televisión. Con la subida imparable de los precios, con la gasolina y el aceite de girasol por las nubes, con el precio de la energía disparado y la inflación desbocada, el malestar y la indignación social irán a mayores. Ya lo estamos viendo estos días de manifestaciones y huelgas en todas partes, protestas donde algún que otro violento ha sacado una pistola, pasando del piquete informativo al matonismo callejero. Lo lógico sería apostar por un plan Marshall para rescatar a las víctimas de la nueva recesión (la enésima) que se avecina. Sin embargo, otra pandemia altamente contagiosa, la del militarismo sin sentido, se apodera de nosotros empezando por nuestro aguerrido presidente. Ya somos como aquellos desquiciados hermanos Marx de Sopa de ganso que gritaban ¡a la guerra, a la guerra! como pollos sin cabeza. A Pedro Sánchez le va que ni pintado el papel de Groucho, o sea Rufus T. Firefly. Nos hemos vuelto todos locos. El mundo se ha convertido en un gran psiquiátrico. No salimos de Sylvania y Libertonia.

Viñeta: Iñaki y Frenchy

martes, 15 de marzo de 2022

CHINA

(Publicado en Diario16 el 15 de marzo de 2022)

Hasta hoy, China había jugado el papel del convidado de piedra en la guerra de Ucrania. Sin embargo, en las últimas horas el gigante asiático se ha desperezado para reclamar el lugar que le corresponde. Y ya se sabe lo que dijo Napoleón: “Cuando China despierte el mundo temblará”.

Occidente mira con auténtico pavor la entrada en escena de este nuevo actor protagonista en la crisis mundial. En lo que va de siglo, el régimen de Pekín ha dado su gran salto adelante, se ha situado a la cabeza entre las potencias económicas y ha desarrollado un inmenso poderío militar (tanto en armas convencionales como en potencial nuclear). De país comunista solo le queda la bandera, el control de las libertades férreo y soviético y los retratos amarillentos de Mao colgados en los edificios oficiales. Como potencia emergente que trataba de salir del atraso secular, China necesitaba crecer rápido y sin control y lo ha hecho asumiendo lo peor del capitalismo salvaje globalizante. Dar de comer a 1.400 millones de personas no debe ser una tarea nada fácil ni para el más preparado funcionario experto en planes quinquenales y los jerarcas que mandan allí entendieron que, o se entregaban al libre mercado, o sus cabezas rodarían como rodaron en su día las de los prebostes soviéticos entregados a la burocracia, a la dolce far niente y a la corrupción tras décadas de revolución fallida y miseria del pueblo.

Hoy China crece como un monstruo voraz y sin control a costa de destruir el medio ambiente, de generar éxodos y riadas de inmigrantes y de fabricar pandemias que se propagan por todo el planeta. Millones de chinos estafados por un sistema que enriquece a unos pocos y condena a la pobreza a la mayoría han terminado comiendo carne de pangolín, de murciélago, de perro o lo que les echen para calmar el ruido de tripas. Y de esos festines baratos, de esas guarradas alimentarias tercermundistas, estas plagas inmundas. Es el “cachondocomunismo” elevado a su máxima expresión, un régimen estrambótico que todavía hoy seduce a algunos nostálgicos de la extrema izquierda española, aunque no se ve a ninguno que haga la maleta para irse a vivir allí. Lo que aquel país del lejano oriente exporta al mundo es una especie de colonialismo económico globalizante, una feroz invasión silenciosa, y en Occidente ya resulta imposible comprar nada que no venga con la etiqueta de made in China. El hombre blanco los explotó y esclavizó en el pasado y ahora ellos conquistan nuestras fronteras con una flota de bazares todo a cien.

El aperturismo chino se ha centrado en lo financiero y en las grandes transacciones comerciales, fagocitando los mercados internacionales, pero en lo político sigue siendo un sistema totalitario, una dictadura al uso que no respeta los derechos humanos. Los vientos de perestroika y las ideas de cambio de Gorbachov nunca llegaron a calar en aquel mundo endogámico y siempre hermético, aunque visto lo visto, tampoco las medidas reformistas del hombre del hematoma en la calva han servido de mucho en la Madre Rusia, que tras décadas de intentos democratizantes ha terminado por caer en manos de un abyecto dictador como Vladímir Putin. Al final, las cacareadas reformas adoptadas por el régimen de Pekín alcanzaron solo a lo económico, condenando a la población a la falta de libertades políticas. El país acabó cerrando fronteras y aislándose autárquicamente en un vasto territorio convertido en una especie de inmensa y humeante fábrica industrial en la que los obreros trabajan como chinos, nunca mejor dicho, o sea a destajo, de sol a sol, hasta caer rendidos y por salarios de miseria.

En China la libertad de prensa no existe, el pluralismo político es una quimera y los disidentes llenan las cárceles donde no se sirve precisamente arroz frito tres delicias. Allí a uno le meten la perpetua por no llevar la mascarilla o lo recluyen a la fuerza (esposado por la policía) si cae infectado por el covid. Esas imágenes de chinitos sonrientes, sumisos, alineados y uniformados mientras agitan banderitas rojas y se felicitan candorosa y nacionalistamente ante las cámaras de televisión por haber superado la pandemia producen escalofrío y solo pueden ser explicadas por el poder de la censura, la formidable maquinaria de propaganda del Gobierno y la influencia de un Estado policial convertido en el nuevo Gran Hermano. China presume de haber superado el coronavirus mejor que las democracias occidentales gracias al espíritu solidario de su nación (gracias al miedo, al estrecho control gubernamental y al totalitarismo, habría que decir más bien) pero lo cierto es que hoy por hoy dos ciudades con cerca de 26 millones de habitantes (una población equivalente a más de media España), siguen confinadas por un nuevo rebrote. Y eso hasta donde se sabe, ya que de allí jamás llega una información veraz, contrastada y fiable.

Cualquiera que albergue la esperanza de que las reformas políticas puedan llevar a aquel país a algo parecido a una democracia es un ingenuo. Cualquiera que piense que Pekín va a coquetear con Occidente no es más que un cándido o alguien que vive de espaldas a los libros de historia. Por eso debe hacernos temblar el hecho de que el gigante asiático haya decidido implicarse en el sindiós ucraniano. Los buenistas y condescendientes con el totalitarismo amarillo se esfuerzan para tratar de convencernos de que China puede jugar un importante papel de pacífico mediador en esta crisis mundial. “No les interesa entrar en una guerra, ellos están en la economía y en seguir creciendo”, nos dicen como si lo tuviesen claro. Aún no han caído en la cuenta de que Xi Jinping es un Putin a la china a quien no le importaría que estallara la Tercera Guerra Mundial para entrar a saco en Taiwán. Nada podemos esperar de China, más que ayude militarmente a su hermano de revoluciones fracasadas y le envíe unas cuantas sacas con oro y yuanes para superar las sanciones y el bloqueo financiero internacional. Entre oligarcas aliados anda el juego. China se pondrá incondicionalmente de lado del sátrapa de Moscú, que a nadie le quepa la menor duda, entre otras cosas porque lo que se está jugando estos días es el futuro del nuevo orden mundial (donde los chinos llevan ventaja al resto de potencias), y también el estatus de unas estirpes corruptas bien instaladas tanto en Moscú como en Pekín. Eso es lo que se dirime en la última batalla entre totalitarismo imperialista y democracia liberal.

Viñeta: Óscar Montón