(Publicado en Diario16 el 10 de marzo de 2022)
Cuenta la historia que en 1919, finalizada la Primera Guerra Mundial, las potencias vencedoras buscaron la manera de sentar en el banquillo de los acusados al káiser Guillermo II de Alemania como responsable de la mayor catástrofe bélica que hasta ese momento había vivido la humanidad. Sin embargo, la idea no pudo llevarse a efecto por falta de acuerdo. Hubo que esperar a los juicios de Núremberg y Tokio para que, por primera vez, se pudiera sentar a criminales de guerra (en este caso de las potencias fascistas) ante un tribunal de Justicia. Desde entonces, la Corte Penal Internacional ha mostrado su eficacia a la hora de perseguir masacres y matanzas como las ocurridas en Yugoslavia y Ruanda que en otro tiempo hubiesen quedado impunes.
Ahora bien, la aplicación del Derecho Internacional funciona cuando se trata de enjuiciar al dictador de un país pequeño al que se puede perseguir y detener, pero no cuando el bandido o matón es el líder de una de las tres superpotencias mundiales. Es decir, el amo del mundo. De esta manera, cabe preguntarse: ¿podrá la Corte Penal Internacional juzgar algún día a Putin y sus secuaces por crímenes de genocidio y lesa humanidad? Parece difícil, cuando no imposible. La Fiscalía del tribunal ha anunciado la apertura de una investigación de oficio contra la Federación Rusa, pero todas las cancillerías saben que en realidad estamos ante un brindis al sol, ya que para enjuiciar al sátrapa ruso y a sus generales primero habría que dictar una orden de detención contra todos ellos y nadie en su sano juicio puede llegar a pensar que se le podrá poner el cascabel a ese gato. Un criminal acorralado es capaz de todo y Putin apretará el botón nuclear, sin dudarlo, antes de caer en manos de los jueces occidentales. Ya se ha ocupado de blindarse en el poder hasta 2036 para que la policía militar otanista no pueda sacarlo de su palacio de invierno a corto plazo. Por eso declaraciones buenistas como las realizadas en las últimas horas por Pedro Sánchez, que ha anunciado la persecución judicial de los delitos del líder ruso, hacen reír al tirano, que asiste al espectáculo del fin del mundo confortablemente recostado en su poltrona.
De modo que la comunidad internacional se encuentra ante una macabra paradoja: tener que asistir a execrables delitos de genocidio, cada día y en directo por televisión, sin poder hacer absolutamente nada. Nunca antes se había planteado un dilema tan diabólicamente urdido, tan lejos de poderse resolver. Lo que todo el planeta tuvo la desgracia de ver ayer, la matanza de Mariúpol en prime time, ha sobrepasado cualquier límite de bestialismo y crueldad. Los cadáveres se acumulan en las cunetas. El alcalde de la ciudad cifra en más de mil los civiles asesinados por las tropas rusas. El hospital de maternidad bombardeado sin compasión alguna quedará como uno de los símbolos de esta maldita guerra, al igual que en su día lo fue Gernika en la Guerra Civil Española o Srebrenica en el conflicto de Bosnia.
Las imágenes revelan en toda su crudeza lo que ocurre cuando un sádico como Putin se instala en el poder. Mujeres embarazadas ensangrentadas, niños atrapados bajo los escombros de un edificio totalmente derruido y decenas de incubadoras, cotidianas máquinas concebidas para fabricar vida, reducidas a simples despojos de muerte y destrucción. Atrocidades inimaginables, escenas horripilantes que por desgracia no son nuevas, ya que en los últimos días se han repetido en otras partes del país ante la parálisis de Occidente, atenazado por el pánico a que Putin pueda apretar el botón nuclear en cualquier momento, como en el peor de los cómics de supervillanos que hasta hoy nos parecían cosa de ciencia ficción. Probablemente, de encontrarnos en el mundo de 1939 y no en 2022 ya habría estallado la Tercera Guerra Mundial. Pero el contexto atómico en el que nos movemos lleva a los países aliados de la OTAN a meditar con sumo cuidado cada movimiento y cada paso que da en su cara a cara diario con el psicópata. De ahí que la Alianza Atlántica se resista a cerrar el espacio aéreo ucraniano, que sería tanto como una declaración de guerra de facto contra Rusia. El inicio de una contienda nuclear que reduciría el planeta a cenizas y polvo radiactivo. El final de la raza humana.
Tras la matanza en el hospital materno-infantil de Mariúpol, los jerarcas del Kremlin han reaccionado ante la repulsa internacional con el mismo cinismo de siempre, con ese enloquecido intento por darle la vuelta a la verdad hasta construir una realidad paralela, alternativa, distópica. En las últimas horas, el verdugo Lavrov ha ofrecido una nauseabunda explicación de los crímenes ocurridos en las últimas horas al alegar que el centro sanitario había sido convertido en un almacén militar bajo control de radicales ucranianos y que ya no había pacientes en su interior. La misma falsa retórica que empleaban los nazis para justificar la guerra, el mismo discurso para defender la aniquilación masiva de grandes grupos humanos en toda Europa. La solución final que hoy Putin también abraza en su intento de borrar Ucrania del mapa. En el fondo, ya no cabe ninguna duda de que Rusia ha decidido subir varios peldaños en su espiral de violencia. Atacando hospitales y escuelas, empleando bombas de racimo que lo arrasan todo a su paso, el Ogro de Moscú no hace sino tratar de minar la moral de la población, que ha decidido resistir con lo que tiene en una heroica defensa numantina hasta el final. La cifra de bajas civiles puede ascender a más de dos mil personas muertas y sigue creciendo. Al mataniños Putin (escudado en sus bárbaros mercenarios de la Legión Wagner dedicados al saqueo, la rapiña y la violación de mujeres) ya solo le interesa sembrar el terror, terror gratuito, máximo terror hasta lograr la rendición incondicional del pueblo ucraniano, que el presidente Zelenski rechaza de plano.
Así las cosas, todo hace prever que la estrategia militar de atacar a la población civil de forma indiscriminada va a continuar in crescendo en los próximos días, sobre todo teniendo en cuenta que Moscú no tiene la menor intención de negociar nada con Ucrania y que cada mesa diplomática que se convoca para tratar sobre treguas y corredores humanitarios, ya sea en Bielorrusia o en Turquía, no es más que una nueva farsa de Putin. Entre tanto, la tensión crece en la zona y cualquier chispa puede detonar el conflicto a escala mundial. Borrell vuelve a recordar a todos esos animosos que piden ir a la guerra que la intervención de la OTAN desencadenaría un apocalipsis nuclear. Por si no se han enterado aún. Un solo error, una decisión mal calculada o tomada en caliente, un incidente fortuito como el derribo de un avión aliado o un ataque contra un convoy humanitario internacional y todo el planeta volará por los aires. De ahí que Occidente esté manejando a Putin no ya como a un criminal de guerra al que es preciso sentar en el banquillo de los acusados, sino como a un loco con una lata de gasolina y un mechero al que conviene tratar con cuidado. Con sumo cuidado.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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