(Publicado en Diario16 el 18 de marzo de 2022)
El Gobierno Sánchez se niega a sentarse a negociar con los transportistas de esa misteriosa plataforma minoritaria de camioneros que ha nacido de la noche a la mañana para poner el país patas arriba con una huelga salvaje. Tras cinco días de paro, ayer los supermercados y grandes superficies comerciales mostraban ya un inquietante aspecto distópico, desolador, con estanterías vacías y clientes ansiosos porque no encontraban una simple botella de leche, una docena de huevos o su cerveza favorita. Esta generación de españoles no es la de sus padres y abuelos, aquellos bravos resistentes de posguerra habituados a la escasez, a la cartilla de racionamiento y al mendrugo de pan negro. Hemos vivido más de cuarenta años de paz y prosperidad, de abundancia, de Estado de bienestar y de cobertura de unas necesidades mínimas. No estamos acostumbrados a sufrir. Nuestra capacidad de resiliencia es muy limitada. Jamás nos prepararon para esto.
La guerra de Adolf Putin (o Vladímir Hitler) va a ponernos ante el espejo de lo que somos. El conflicto es un desafío inmenso para una sociedad hedonista que no sabe pasar sin la calefacción y el plasma de 55 pulgadas. Llegan tiempos duros de desabastecimientos, de carestías, momentos que nunca imaginamos que viviríamos y que solo conocemos por los libros y las películas de Hollywood. Pero la historia es implacable y se mueve como un violento huracán que de cuando en cuando castiga a la civilización humana. Esta es nuestra guerra, la guerra que nos ha caído en desgracia, la guerra que todas las generaciones habían tenido que soportar siglo tras siglo y que nosotros, felices privilegiados, pensábamos que nunca nos tocaría.
La protesta de los camioneros que hartos de los precios de los combustibles amenazan con dejar al pueblo sin alimentos es perfectamente legítima. Miles de familias que viven del camión llevan años con la soga al cuello, agobiados por las facturas, acosados por todo tipo de impuestos directos e indirectos. Un infierno fiscal de cuotas, de autónomos, de IVA, de tasas municipales, de IRPF. Estas nuevas víctimas del barril de petróleo no son ricos ni millonarios, es gente que vive en la carretera, de acá para allá, y que no llega a final de mes. Esa situación dramática que lastra a los transportistas afecta a otros sectores estratégicos para el país como el de los agricultores, ganaderos y pescadores, que también han padecido los efectos de la crisis y el sartenazo no solo del Estado sino de Bruselas. Mientras el abnegado lechero asturiano es cosido a impuestazos, el oligarca vive tranquilamente en su yate amarrado en Mallorca. Una injusticia más.
En ese caldo de cultivo de descontento social se han gestado movimientos antisistema que como el de los “chalecos amarillos” en Francia han puesto contra las cuerdas al gabinete de Macron. Ahí, en el barro de la Europa rural, profunda, machacada, maltratada y abandonada por la UE de los grandes bancos y las oligarquías financieras ha terminado por resucitar el fantasma del trumpismo, del putinismo, el peligroso sentimiento de odio contra la democracia liberal, el nacionalismo xenófobo, el euroescepticismo visceral que movimientos ultras como los liderados por Le Pen, Orbán, Salvini y Abascal han sabido canalizar en forma de votos en las urnas. Cada galón de gasoil a precio de oro es una palada más de rabia. ¿Qué fue el Brexit sino la reacción furibunda de los pequeños propietarios agrícolas, de los comerciantes asustados por la competencia extranjera y del proletariado industrial estafado? Con los años, todo ese polvorín también se ha ido gestando en nuestro país ante la indolencia de los gobernantes. Tenía que estallar y ha estallado, en buena medida porque ningún gobierno se ha sentado a negociar con los colectivos afectados para adoptar las reformas económicas y fiscales pertinentes que deberían garantizar el precio de los carburantes y la estabilidad de la cadena alimentaria. Pese a que los sectores afectados por la crisis endémica iban lanzando periódicos mensajes de SOS, pese a que han denunciado la especulación perpetrada con la energía y los alimentos, el grito de ayuda era sistemáticamente desatendido. Todo eso ocurría antes de la guerra de Putin, cuando la inflación ya estaba por las nubes por mucho que diga Sánchez.
Ahora bien, aunque es cierto que las reclamaciones de los transportistas son legítimas, nada de eso puede justificar el boicot total, el bloqueo brutal de las carreteras y una movilización que va camino de paralizar el país en el peor momento, cuando la población vive con angustia y miedo la posibilidad de que estalle una guerra mundial. La huelga salvaje amenaza con paralizar la actividad industrial, agrícola y ganadera, dejando a los españoles sin alimentos y agravando el paro y la crisis económica. Una auténtica guerra local en medio de otra guerra global. El Gobierno Sánchez denuncia que los alborotadores son minoritarios y que Vox es la mano que mece la cuna de esta gran agitación social maquinada sin duda en el momento que más daño hace. Alguien está interesado en desestabilizar el país haciéndole el juego a Putin, que abre y cierra el grifo del gas a voluntad y azuza incendios sociales en Europa allá donde sea posible. Puede que tenga razón la ministra portavoz, Isabel Rodríguez; puede que sea cierto que entre las plataformas manifestantes haya corrientes ultraderechistas interesadas en que el país acabe reventando por los cuatro costados con el objetivo de ganar las próximas elecciones generales. Ya lo hicieron con la pandemia, así que llueve sobre mojado. Sin embargo, Sánchez comete un grave error si cree que pactando con el sindicato mayoritario de camioneros y despreciando al minoritario porque es ultra logrará reducir el conflicto a una simple cuestión de orden público. ¿Qué piensa hacer, sacar al Ejército a la calle para reprimir a los piquetes violentos y llenar las cárceles de manifestantes?
Obviamente, el presidente se está equivocando en la lectura del problema por mucho que tenga sus razones de peso para pensar que alguien en la sombra está moviendo los hilos de la desestabilización. Ha llegado la hora de sentarse a negociar un límite al precio del gasoil. Hay no pocas medidas que pueden adoptarse, desde una bajada provisional de impuestos como ha hecho Italia con el IVA hasta un cheque estatal similar al bono eléctrico que se concede a las familias en riesgo de pobreza energética. Pero la gran pregunta sigue siendo: ¿dónde está el premier socialista, cómo es posible que Moncloa esté transmitiendo esa sensación de orfandad? ¿Por qué no se reúne ya con el sector, con todo el sector, para acabar con un conflicto que tiene con el corazón encogido a los españoles? El Ejecutivo parece noqueado, paralizado, falto de reflejos. Si Sánchez está desbordado que pida ayuda, que busque un gran acuerdo nacional para afrontar la crisis. Es normal que se sienta superado, una pandemia, un volcán y la tercera guerra mundial son trances como para deprimir a cualquier gobernante por mucho que se dé un aire a Superman. Y si está cansado que dimita y venga otro u otra. Todo menos no hacer nada ante el sindiós que se avecina.
Cada minuto que pasa aumenta el colapso en las carreteras, cada hora las estanterías de los supermercados están más vacías y cada día crece el descontento, no ya de los transportistas, sino de los españoles en general, que ven cómo empiezan a escasear los alimentos y cómo alguien está jugando con las cosas de comer. Si Putin tiene a sus tanques con los que está arrasando Ucrania, Abascal tiene a su flota de camiones con la que puede tomar España. Hoy ya no es necesario sacar del cuartel a la División Acorazada Brunete para dar un golpe letal al Gobierno. Con el país paralizado, con toneladas de alimentos echándose a perder y con las industrias cerradas a cal y canto, la tormenta perfecta se cierne sobre Sánchez. Los transportistas, espoleados por las derechas, han caldeado el ambiente de cara a la manifestación del fin de semana que promete ser histórica. La España vaciada no estaba tan vacía. Ruge fuerte, ruge como un león hambriento. Sánchez creía que la guerra estaba en Ucrania y la tiene ya a las puertas de Madrid. La invasión de Putin era esto.
Viñeta: Pedro Parrilla
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