(Publicado en Diario16 el 15 de marzo de 2022)
Hasta hoy, China había jugado el papel del convidado de piedra en la guerra de Ucrania. Sin embargo, en las últimas horas el gigante asiático se ha desperezado para reclamar el lugar que le corresponde. Y ya se sabe lo que dijo Napoleón: “Cuando China despierte el mundo temblará”.
Occidente mira con auténtico pavor la entrada en escena de este nuevo actor protagonista en la crisis mundial. En lo que va de siglo, el régimen de Pekín ha dado su gran salto adelante, se ha situado a la cabeza entre las potencias económicas y ha desarrollado un inmenso poderío militar (tanto en armas convencionales como en potencial nuclear). De país comunista solo le queda la bandera, el control de las libertades férreo y soviético y los retratos amarillentos de Mao colgados en los edificios oficiales. Como potencia emergente que trataba de salir del atraso secular, China necesitaba crecer rápido y sin control y lo ha hecho asumiendo lo peor del capitalismo salvaje globalizante. Dar de comer a 1.400 millones de personas no debe ser una tarea nada fácil ni para el más preparado funcionario experto en planes quinquenales y los jerarcas que mandan allí entendieron que, o se entregaban al libre mercado, o sus cabezas rodarían como rodaron en su día las de los prebostes soviéticos entregados a la burocracia, a la dolce far niente y a la corrupción tras décadas de revolución fallida y miseria del pueblo.
Hoy China crece como un monstruo voraz y sin control a costa de destruir el medio ambiente, de generar éxodos y riadas de inmigrantes y de fabricar pandemias que se propagan por todo el planeta. Millones de chinos estafados por un sistema que enriquece a unos pocos y condena a la pobreza a la mayoría han terminado comiendo carne de pangolín, de murciélago, de perro o lo que les echen para calmar el ruido de tripas. Y de esos festines baratos, de esas guarradas alimentarias tercermundistas, estas plagas inmundas. Es el “cachondocomunismo” elevado a su máxima expresión, un régimen estrambótico que todavía hoy seduce a algunos nostálgicos de la extrema izquierda española, aunque no se ve a ninguno que haga la maleta para irse a vivir allí. Lo que aquel país del lejano oriente exporta al mundo es una especie de colonialismo económico globalizante, una feroz invasión silenciosa, y en Occidente ya resulta imposible comprar nada que no venga con la etiqueta de made in China. El hombre blanco los explotó y esclavizó en el pasado y ahora ellos conquistan nuestras fronteras con una flota de bazares todo a cien.
El aperturismo chino se ha centrado en lo financiero y en las grandes transacciones comerciales, fagocitando los mercados internacionales, pero en lo político sigue siendo un sistema totalitario, una dictadura al uso que no respeta los derechos humanos. Los vientos de perestroika y las ideas de cambio de Gorbachov nunca llegaron a calar en aquel mundo endogámico y siempre hermético, aunque visto lo visto, tampoco las medidas reformistas del hombre del hematoma en la calva han servido de mucho en la Madre Rusia, que tras décadas de intentos democratizantes ha terminado por caer en manos de un abyecto dictador como Vladímir Putin. Al final, las cacareadas reformas adoptadas por el régimen de Pekín alcanzaron solo a lo económico, condenando a la población a la falta de libertades políticas. El país acabó cerrando fronteras y aislándose autárquicamente en un vasto territorio convertido en una especie de inmensa y humeante fábrica industrial en la que los obreros trabajan como chinos, nunca mejor dicho, o sea a destajo, de sol a sol, hasta caer rendidos y por salarios de miseria.
En China la libertad de prensa no existe, el pluralismo político es una quimera y los disidentes llenan las cárceles donde no se sirve precisamente arroz frito tres delicias. Allí a uno le meten la perpetua por no llevar la mascarilla o lo recluyen a la fuerza (esposado por la policía) si cae infectado por el covid. Esas imágenes de chinitos sonrientes, sumisos, alineados y uniformados mientras agitan banderitas rojas y se felicitan candorosa y nacionalistamente ante las cámaras de televisión por haber superado la pandemia producen escalofrío y solo pueden ser explicadas por el poder de la censura, la formidable maquinaria de propaganda del Gobierno y la influencia de un Estado policial convertido en el nuevo Gran Hermano. China presume de haber superado el coronavirus mejor que las democracias occidentales gracias al espíritu solidario de su nación (gracias al miedo, al estrecho control gubernamental y al totalitarismo, habría que decir más bien) pero lo cierto es que hoy por hoy dos ciudades con cerca de 26 millones de habitantes (una población equivalente a más de media España), siguen confinadas por un nuevo rebrote. Y eso hasta donde se sabe, ya que de allí jamás llega una información veraz, contrastada y fiable.
Cualquiera que albergue la esperanza de que las reformas políticas puedan llevar a aquel país a algo parecido a una democracia es un ingenuo. Cualquiera que piense que Pekín va a coquetear con Occidente no es más que un cándido o alguien que vive de espaldas a los libros de historia. Por eso debe hacernos temblar el hecho de que el gigante asiático haya decidido implicarse en el sindiós ucraniano. Los buenistas y condescendientes con el totalitarismo amarillo se esfuerzan para tratar de convencernos de que China puede jugar un importante papel de pacífico mediador en esta crisis mundial. “No les interesa entrar en una guerra, ellos están en la economía y en seguir creciendo”, nos dicen como si lo tuviesen claro. Aún no han caído en la cuenta de que Xi Jinping es un Putin a la china a quien no le importaría que estallara la Tercera Guerra Mundial para entrar a saco en Taiwán. Nada podemos esperar de China, más que ayude militarmente a su hermano de revoluciones fracasadas y le envíe unas cuantas sacas con oro y yuanes para superar las sanciones y el bloqueo financiero internacional. Entre oligarcas aliados anda el juego. China se pondrá incondicionalmente de lado del sátrapa de Moscú, que a nadie le quepa la menor duda, entre otras cosas porque lo que se está jugando estos días es el futuro del nuevo orden mundial (donde los chinos llevan ventaja al resto de potencias), y también el estatus de unas estirpes corruptas bien instaladas tanto en Moscú como en Pekín. Eso es lo que se dirime en la última batalla entre totalitarismo imperialista y democracia liberal.
Viñeta: Óscar Montón
No hay comentarios:
Publicar un comentario