(Publicado en Diario16 el 16 de marzo de 2022)
Dos años, dos años ya desde que Pedro Sánchez decretó el estado de alarma por pandemia. Parece que fue ayer. Y sin embargo, ahora podemos decir aquello de qué tiempo tan feliz. Comparado con la amenaza nuclear de Putin, con el caos de la inflación y con el nuevo desorden mundial al que estamos abocados (o sea la guerra de todos contra todos), los años del coronavirus que nos parecían tan duros, tan dramáticos, casi el fin del mundo, hoy se relativizan y se antojan poca cosa. Quién pudiera darle hacia atrás al reloj de la historia hasta volver a aquellos días de tranquilo enclaustramiento doméstico en que la gente, aunque encerrada en sus casas y con el miedo en el cuerpo, horneaba panecillos, salía a los balcones a aplaudir a los sanitarios, hacía acopio de papel higiénico y se dedicaba al teletrabajo, a ver series de televisión y a leer a los clásicos.
Comparado con la tensión global por la guerra en Ucrania, aquel mundo de pandemias no estaba tan mal, sobre todo teniendo en cuenta que hoy nos acostamos cada noche atenazados por el pánico distópico al apocalipsis nuclear y sin saber si a la mañana siguiente, cuando levantemos la persiana, emergerá ante nosotros el temido hongo atómico de Putin que nos dejará a todos achicharrados como carne de barbacoa.
Es en este nuevo contexto internacional de preguerra nuclear, de guerra caliente (que no fría), en el que nuestro presidente, Pedro Sánchez (los norteamericanos que lo acaban de descubrir ahora ya lo conocen como Superman) decide dar un nuevo giro a su personaje y a su proyecto político siguiendo las instrucciones de su Manual de resistencia, o sea aquello de reinventarse o morir. Sánchez es como ese transformista de cabaret con sombrero de copa, bastón, chaquetilla de lentejuelas y ojos maquillados de rímel que cuando uno menos se lo espera cambia de vestuario detrás de un biombo y sale a escena otra vez con un nuevo número musical o de ilusionismo. Tachán, tachán. El Sánchez de las pandemias que defendía con uñas y dientes el Estado de bienestar ha pasado a mejor vida y hoy emerge otro Sánchez, el Sánchez militarista, el Sánchez belicoso en plan general Patton que se planta en un santiamén en Lituania para pasar revista a las tropas españolas otanistas o en Laponia si es preciso, con casco y chaleco antibalas, para blindar con sacos terreros la casa de Santa Claus cercada por los tanques rusos.
El ardor guerrero impregna a los gobernantes de las cancillerías europeas, también a nuestro presidente, que ya ha anunciado un incremento del gasto en Defensa hasta alcanzar el 2 por ciento del PIB con el fin de modernizar la chatarra de nuestros ejércitos. “Nos hemos despertado de una suerte de espejismo, creímos que a las puertas de Europa no iba a poder suceder una guerra. Pero la estamos viviendo, esto no es una película, es real”, le confiesa a Ferreras, con solemnidad, antes de confirmar que España va a armarse hasta los dientes como están haciendo las demás potencias europeas. Hasta Alemania, que tras la dramática experiencia de la Segunda Guerra Mundial había abandonado todo afán militar para convertirse en el gran referente de las sociedades pacíficas europeas, va a reabrir sus fábricas armamentísticas cerradas desde los tiempos de Hitler. La historia se repite una y otra vez y pensar que los alemanes puedan volver a la pulsión nacionalista/expansionista, jaleados por un nuevo káiser o führer con ganas de entrar por la fuerza en Austria, Chequia o Alsacia y Lorena, es como para echarse a temblar. Pero así están las cosas, todos compran el relato de la guerra que propone Putin, ya nadie intenta explorar otras vías para llegar a la paz.
En primer lugar, conviene plantearse para qué le serviría a nuestro país un aumento exponencial del presupuesto en Defensa en el contexto atómico en el que nos movemos. Una Tercera Guerra Mundial duraría menos de un cuarto de hora (el tiempo justo que tarden los misiles de Kaliningrado en llegar a territorio español), de modo que los aviones de última generación y los modernos carros de combate no podrían ni salir del cuartel. Un despilfarro de miles de millones de euros para nada, una disuasión inútil porque Putin se partirá la caja al ver cómo España compra cuatro fragatillas y unos cuantos cañones más.
Por otra parte, hay que recordar que ese incremento de dos puntos en armamento que ahora predica Sánchez era justo lo que el zumbadillo Trump le exigía a los países de la OTAN hace menos de dos años (razón de más para no ir por ese camino). No hace tanto de aquella propuesta del magnate neoyorquino que al Gobierno de coalición le parecía puro populismo ultraderechista, hasta el punto de que el presidente español se rasgaba las vestiduras en público jurando y perjurando que un gabinete de izquierdas tenía otras prioridades como gobernar para el pueblo, no para los generales o para la industria armamentística. Cómo hemos cambiado, o mejor dicho, cómo nos ha cambiado Putin.
Llegados a este punto, cabe preguntarse qué ha sido de todo aquel discurso sanchista sobre el Estado de bienestar, todos aquellos bienintencionados programas socialdemócratas para aumentar la inversión sanitaria contra la pandemia, todas aquellas buenas palabras sobre la transición ecológica y la construcción de una sociedad más justa e igualitaria. En apenas dos semanas, todo se ha disuelto como un azucarillo, todo ha quedado reducido al plan de guerra, que es calcado al que promueven las derechas PP/Vox/Ciudadanos. Otra derrota sin paliativos para la izquierda española mientras la disparatada Ayuso sigue destilando demagogia. Ahora quiere liquidar el Ministerio de Igualdad para que sean las mujeres las que paguen el pato de la guerra. Delirante.
“Gastamos 20.000 millones anuales en defensa, no me parece poco”, le ha recordado Rufián a Sánchez poniendo el dedo en la llaga al igual que Baldoví, Errejón y un puñado de idealistas hoy arrinconados y tachados de ingenuos por la corriente belicista dominante solo por pedir algo que es de pura lógica: que haya más gasto social y menos inversión militar. Lamentablemente, la guerra de Putin ha traído un tiempo nuevo y ya no es mainstream ni está de moda pedir más pan y menos metralla, que con las balas no come el pueblo. La economía se reorienta hacia la guerra pero a ver cómo le explica Sánchez a los españoles que van a pasar hambre porque hay una guerra que solo vemos por la televisión. Con la subida imparable de los precios, con la gasolina y el aceite de girasol por las nubes, con el precio de la energía disparado y la inflación desbocada, el malestar y la indignación social irán a mayores. Ya lo estamos viendo estos días de manifestaciones y huelgas en todas partes, protestas donde algún que otro violento ha sacado una pistola, pasando del piquete informativo al matonismo callejero. Lo lógico sería apostar por un plan Marshall para rescatar a las víctimas de la nueva recesión (la enésima) que se avecina. Sin embargo, otra pandemia altamente contagiosa, la del militarismo sin sentido, se apodera de nosotros empezando por nuestro aguerrido presidente. Ya somos como aquellos desquiciados hermanos Marx de Sopa de ganso que gritaban ¡a la guerra, a la guerra! como pollos sin cabeza. A Pedro Sánchez le va que ni pintado el papel de Groucho, o sea Rufus T. Firefly. Nos hemos vuelto todos locos. El mundo se ha convertido en un gran psiquiátrico. No salimos de Sylvania y Libertonia.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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