(Publicado en Diario16 el 18 de marzo de 2022)
A Vladímir Putin no le gustan los periodistas. Les tiene alergia. Hace solo unos días, Rusia promulgó una ley por la cual todo reportero que hable mal del Gobierno o del Ejército o se muestre favorable a las sanciones económicas será condenado a penas de hasta 15 años de cárcel. La amenaza vale también para cualquier ciudadano. Informar desde Moscú se ha convertido en un ejercicio de alto riesgo. Xavier Colás, corresponsal de El Mundo en la capital moscovita, aseguraba en una reciente entrevista que “con el conflicto varios medios rusos ya han sido borrados del mapa”. Cuando se le preguntó si le resultaba complicado trabajar allí, y si en algún momento se había sentido espiado por agentes gubernamentales, respondió de manera inquietante: “No suelo hablar de esos asuntos porque tanto si lo niego como si lo admito estoy animando a que redoblen sus esfuerzos”.
Ya van quedando pocos periodistas extranjeros acreditados en la Rusia de Putin. Salvando las distancias, ser corresponsal en Moscú en 2022 no será muy distinto a haberlo sido en la Alemania de Hitler en los años 30 del pasado siglo. Hay que amar mucho la profesión y tener mucho temple para seguir sobre el terreno arriesgándose a contar la verdad. Por eso cada vez son menos. Poco a poco los grandes medios internacionales han ido abandonando el país. Si ya no es un lugar seguro para la población autóctona, mucho menos para un corresponsal extranjero que no sea de la cuerda del presidente que hace apenas veinte días decidió invadir Ucrania.
En las últimas semanas, destacados medios internacionales anunciaron que suspendían su labor informativa en Moscú hasta nueva orden. La reforma penal exprés promulgada por el Kremlin fue suficiente motivo para disuadir a cualquier corresponsal y hacerle entender que la prensa internacional no es bien recibida. Putin ha secuestrado al pueblo y ningún secuestrador quiere testigos. Así las cosas, la BBC, la CNN y Bloomberg comunicaron que abandonaban Rusia de inmediato. Pronto, otros medios como Televisión Española, la Agencia EFE, El País, la RAI o Radio France seguían el mismo camino. No se trató solo de una medida de pura lógica sino también acertada desde el punto de vista pragmático, ya que si a Putin se le ocurriese detener y encarcelar a un reportero extranjero el episodio vendría a añadir más tensión a las ya de por si críticas relaciones diplomáticas entre Rusia y Occidente. Incluso podría ser considerado como un casus belli.
Por supuesto, los periodistas rusos lo tienen todavía peor a la hora de desempeñar su trabajo, arriesgándose a dar con sus huesos en una cárcel de Siberia. No extraña que desde que estalló la crisis ucraniana la prensa local haya registrado una cascada de dimisiones nunca vista hasta hoy. Se ha instalado la idea de que dedicarse al periodismo en la Rusia de Putin puede ser un salvoconducto directo para una prisión de alta seguridad, como le ocurrió en su día al disidente Navalny. El último ejemplo de profesional represaliado ha sido Marina Ovsyannikova, la periodista que decidió jugarse el pellejo irrumpiendo en directo en un plató de televisión durante un informativo estatal para mostrarle al mundo un cartel con el eslogan “no a la guerra”. Oficialmente, el Gobierno de Putin ha cerrado el episodio con una multa simbólica, pero todos en Moscú saben que de aquí a un tiempo, cuando los ecos de la heroicidad de Ovsyannikova se hayan apagado y ya nadie se acuerde de ella, la editora televisiva sufrirá las represalias del régimen. Probablemente sea Marina una de las primeras a las que se le aplicará la nueva ley que establece 15 años de cárcel y que pende como una espada de Damocles sobre las cabezas de cientos de profesionales de la información.
Hoy los medios de comunicación rusos que durante años no se plegaron a las instrucciones, directrices y consignas del Kremlin han sido prácticamente silenciados. No queda resistencia informativa alguna, no queda cuarto poder ni nadie que se atreva a decir la verdad. Todos los periodistas siguen a rajatabla la neolengua putinesca, ese siniestro manual oficial distribuido por el Estado en todas las empresas periodísticas y que, entre otras cosas, obliga a utilizar el eufemístico término “operación especial” en lugar de “invasión” o “guerra” (en realidad lo de Ucrania es la continuación del genocidio nazi en una época diferente y con actores distintos). Cientos de periodistas trabajan a diario bajo la constante amenaza de perder su empleo mientras prosigue la cadena de renuncias de muchos que temen que algún día el servicio secreto aparezca en sus casas para acusarles de “agentes extranjeros”, una sentencia sin juicio, un pasaporte al gulag que recuerda a aquellos tiempos soviéticos de la Guerra Fría.
Por eso no está de más que cada vez que abramos la página web de un diario nacional o conectemos la televisión o la radio, sea cual sea el canal por el que optemos (en España afortunadamente todavía existe el pluralismo informativo), tengamos muy presente que en los tiempos que corren es todo un lujo poder decir que disponemos de una prensa libre e independiente. Apretamos el botón del mando a distancia y ahí aparece un o una corresponsal de guerra con su casco, su chaleco antibalas y su micrófono (cinco de ellos ya han sido asesinados, más de una treintena heridos). Estoicos, valientes, con una entereza que asusta. Pese a los salarios de miseria y las condiciones laborales precarias que soportan, a diario nos sirven información de calidad desde Kiev, desde un convoy de refugiados o con soldados ucranianos entrevistados a pie de trinchera. Pasar un solo minuto en el frente de guerra, entre mutilados y fallecidos, vehículos despanzurrados por los misiles y edificios reducidos a esqueletos en llamas, no deja de ser una experiencia amarga que marca para toda la vida por muy profesional y muy frío que uno sea. La confortable audiencia de una sociedad libre como la nuestra, los espectadores de los telediarios que reciben esa crónica a las tres o a las ocho, mientras engullimos un suculento filete de ternera, debemos valorar su trabajo, mostrarnos muy orgullosos de ellos y tener muy presente que todos esos ultras que gritan aquello de “prensa manipuladora” se sentirían muy felices y satisfechos si hubiese un apagón informativo como el que pretende Putin. Nuestros bravos corresponsales, ellos y ellas, son los últimos ojos de la democracia, testigos incómodos antes de que una oscuridad total caiga definitivamente sobre el mundo.
Viñeta: Currito Martínez
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