(Publicado en Diario16 el 9 de marzo de 2022)
Cuca Gamarra ha rubricado una nueva intervención parlamentaria para la historia de la infamia. Hoy no era el momento del oportunismo ni de tratar de arrinconar al Gobierno de coalición, poniéndolo contra las cuerdas, sino de cerrar filas, de llamar a la unidad y de plantarle cara a Putin todos juntos. Es decir, era el día de los discursos elevados para la posteridad, de las ideas nobles y los grandes principios, no de refocilarse otra vez en el barro. Sin embargo, la portavoz del Grupo Popular en el Congreso de los Diputados no ha sabido o no ha querido estar a la altura de las circunstancias excepcionales que vive la humanidad. Hubiese sido suficiente con seguir el ejemplo de los republicanos yanquis, que todos a una, en pie y olvidando viejas rencillas, han aplaudido patrióticamente el último mensaje de Joe Biden contra la invasión de Ucrania. Lamentablemente, este PP está yendo aún más lejos que el propio Donald Trump en el populismo demagógico, en el manual de la política-basura, y ya podemos concluir que ni la llegada de Núñez Feijóo, el supuesto gallego moderado, servirá para que los populares se bajen del monte.
Desde hace tiempo sabemos que en el PP no hay un Winston Churchill con la vitola de estadista, pero entre el discurso de la sangre, el sudor y las lágrimas del político que se enfrentó a las bombas nazis en la Segunda Guerra Mundial y la parrafada pedestre y de brocha gorda que se ha marcado hoy la ínclita portavoz popular hay una gran diferencia.
Como cada miércoles, tocaba sesión de control en el Congreso y doña Cuca se había apuntado un par de preguntas improvisadas para Pedro Sánchez (con la que tiene liada en Génova no dispondrá de demasiado tiempo para preparar sus intervenciones parlamentarias). Todo el país estaba pendiente de ella. Había curiosidad por saber si el Partido Popular daba por superada su nefasta etapa casadista marcada por la crispación sin tregua y por una obtusa labor de oposición destroyer o se respiraba aire puro en el ambiente enrarecido del hemiciclo. Sin embargo, desde el minuto en que la portavoz tomaba la palabra ya se veía que las formas y maneras eran las mismas de siempre, que el voxismo seguía impregnando el discurso político del principal partido conservador y que Gamarra no hablaba por boca de Feijóo, el centrado, sino por el depuesto Pablo Casado, el ultra. De modo que ya podemos decir aquello de “españoles, el casadismo no ha muerto”.
La intervención de la diputada popular ha sido decepcionante, triste, como para arrojar la toalla y perder la esperanza en todo, no ya en la posibilidad de que algún día este país pueda contar con un partido conservador con sentido de Estado, a la europea y a la altura de lo que se espera de él en momentos de crisis monumentales como las que estamos viviendo, sino la confianza misma en el ser humano. Si el mundo ha llegado a este punto de no retorno es precisamente porque las pulsiones rupturistas han ganado terreno a la solidaridad, al trabajo en común, a la lógica de la razón y del juego democrático. Al igual que Putin debe creer que el hombre es un lobo para el hombre, como dijo Thomas Hobbes, Cuca Gamarra ha olido el rastro de la sangre en el peor momento para la civilización humana y ha afilado la faca a ver qué cacho de la presa Sánchez podía llevarse a su casa. O sea, casadismo de garrafón en estado puro. Tratar de acusar al Gobierno de la inflación que asola Europa y del facturón del gas (cuando no hay más culpable que el sátrapa de Moscú) es un ejercicio de perverso cainismo y de cálculo electoralista barato, todo eso que, entre otras cosas, ha llevado a Casado a la cola del paro. Cuando Gamarra pone en juego esas sucias prácticas de oposición tóxica y radiactiva, la metralla de siempre de la crispación, no hace más que seguir los pasos erráticos de su exjeje. Lo cual que su señoría podría estar cavando también su propia tumba, no solo por no saber calibrar y modular el discurso para adaptarlo a las circunstancias históricas, sino porque el nuevo equipo directivo que llega de tierras gallegas parece estar en otra onda mientras que ella, por lo visto, ni siquiera se ha olido lo que está por venir.
Gamarra es una ciega política que no se ha enterado aún de lo que pasa hoy por hoy en este desgraciado planeta y lo que es todavía peor: no se cosca de lo que se está cociendo en su propio partido. Y eso, en los tiempos convulsos que vive el PP, ya es más grave, porque puede ser causa de cese o finiquito en diferido como el que Génova 13 le ha dado al defenestrado Casado de la noche a la mañana. Gamarra, una nostálgica irredenta del peor casadismo, no está sabiendo comprender que nos encontramos a las puertas de un nuevo tiempo político. En breve, Feijóo va a tomar las riendas de la cúpula directiva nacional (si Díaz Ayuso no lo impide antes) para imponer una nueva estrategia de cara a las elecciones generales. Con la doctrina de la “previsibilidad” que ya impusiera en su día Mariano Rajoy pretende llegar a la Moncloa. ¿Y qué significa eso? Pues hombre, obviamente rebajar el nivel de tensión política (que estaba más disparado que el precio de la luz), cerrar acuerdos con el Gobierno en lo que se pueda, desbloquear lo que Casado metió en el congelador (véase la renovación del Consejo General del Poder Judicial) y marcar ciertas distancias con Vox. Feijóo pactará con los ultras porque no le queda más remedio si quiere llegar al poder –hay que ser un ingenuo para no verlo–, pero no es lo mismo el acuerdo puntual que la coalición o asumir como propia la retórica neofranquista de Abascal.
De nada de todo eso parece haberse enterado doña Cuca, que sigue aferrada al garrote dialéctico que Casado guardaba bajo el escaño y con el que le arreaba estopa a Sánchez día sí día también. “¿Para qué estoy utilizando la guerra, señoría?”, le ha replicado con amargura el presidente mientras Gamarra se encogía de hombros mirando el guion como diciendo: “¿Y yo qué sé? Hago lo que hemos hecho siempre, lo que nos decía el jefe”. O sea, darle caña al presidente, sin ton sin son, hasta que hable latín. Pobre mujer.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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