(Publicado en Diario16 el 5 de julio de 2023)
Primero prohibieron el Orlando de Virginia Woolf al considerar que la obra es una exaltación de la homosexualidad. Más tarde suprimieron de la cartelera La villana de Getafe, de Lope de Vega, por sus supuestas “insinuaciones sexuales”. Y ayer, en Bezana, una localidad cántabra en manos de la coalición PP/Vox, han censurado al pobre Buzz Lightyear, el simpático astronauta de la película Toy Story, solo porque en una escena aparecen dos mujeres besándose. El episodio sería como para partirse la caja de la risa de no ser tan trágico y triste.
Técnicamente podríamos decir que todo esto es consecuencia de la ola de reaccionarismo pacato que nos invade, de la fiebre de mojigatería nacionalcatolicista que retorna con fuerza, y es cierto, pero en realidad, bien mirado, no es más que una plaga de memos incultos que de tanto leer a los Moas y ver programas de televisión esotéricos sobre conspiraciones y alienígenas han grillado y han terminado por creer que vivimos en 1936.
Hace tiempo que llevamos alertando, en esta misma columna, sobre los peligros del revisionismo histórico, un bebedizo letal para la sociedad. Durante años, algunos pseudohistoriadores domingueros han estado jugando con los hechos del pasado, contaminando las mentes, inoculando el virus del negacionismo democrático, y de aquellos polvos estos lodos. Advertimos de que esto iba a pasar y ha pasado. Ahora ya es demasiado tarde para plantar cara a la pandemia de estulticia. Vuelve a ponerse de moda la figura del censor franquista rijoso, calvo y con bigote que va tapando los muslos de las señoras, metiendo tijera a novelas y guiones y colocándole el taparrabos al David de Miguel Ángel, algo que ya ha ocurrido en las escuelas de Florida. Quién nos lo iba a decir.
La historia cuenta que el Estado franquista creó un auténtico cuerpo de burócratas de la censura. El hambre de posguerra apretaba y muchos periodistas, traductores y editores aceptaron compaginar su empleo precario con el de censor para llevar un plato de garbanzos a su casa. Censurar un libro en castellano se pagaba a cien pesetas. En inglés, doscientas. Y si estaba escrito en alemán hasta trescientas rupias del ala. La maquinaria represora de la cultura funcionó a pleno rendimiento, como un buen negocio para algunos, pero finalmente los funestos funcionarios vieron que no daban abasto y en 1956 organizaron un plante: los censores escribieron una carta al director general de Información, Florentino Pérez Embid, reclamando mejoras laborales y salariales. “No es ningún secreto que sobre los lectores fijos pesa un intenso trabajo, de gran responsabilidad: tienen que examinar 500 libros mensuales”, se decía en la misiva. Habían caído en la cuenta de la locura que suponía inspeccionar miles de años de cultura humana, desde la posible pornografía en las pinturas rupestres hasta la virtud de los personajes de La colmena de Cela, pasando por los desnudos idealizados del Renacimiento. No era tarea fácil y llevaba su tiempo.
Hoy, el Partido Popular traga con el programa de Vox, que se ha propuesto volver a aquellos años oscuros de la censura franquista. Tras la abolición de las concejalías y consejerías de Igualdad el siguiente paso será, sin duda, recuperar aquella siniestra sección de Inspección de Libros dependiente del Ministerio de Información y Turismo. Los de Abascal han empezado fuerte con la tijera y a este paso volverán a la versión franquista de Mogambo, cuando un adulterio fue convertido en incesto para no corromper la moral católica del espectador. Les da igual si se trata de una obra maestra de la pintura universal, de una maravilla de la literatura o de una cumbre del cine. Van al peso, sin reparar demasiado, y cualquier día le ponen el burka a la maja desnuda de Goya para que no se resfríe ni se le vea el vello púbico. Esta guerra cultural de Vox, copiada del papanatismo trumpista yanqui, todo hay que decirlo, es una inmensa tragedia para un país, además de un delirio freudiano. Si no paran a tiempo, si no reflexionan y frenan el disparate, van a tener que tejer muchos calzones para tapar tanta carne como hay en el Museo del Prado.
Cuando el fanatismo y la ignorancia se alían, el resultado no puede ser más que una hoguera con libros ardiendo como troncos y nazis bailando alrededor en alegre aquelarre. La última víctima de la fiebre de puritanismo y gazmoñería que contagia a esta gente marciana es el gran Buzz Lightyear, que mucho nos tememos esta vez se enfrenta a una misión imposible: derrotar los prejuicios religiosos más irracionales. Los censores municipales de Bezana suprimieron el film y contraprogramaron Tipos malos, una historia de dibujos animados sobre cinco famosos delincuentes que se proponen portarse bien. “Nunca ser malo fue tan divertido”, dice el tráiler de la película. Por lo visto, a los teólogos de Vox les parece mejor educar en el gamberrismo que en valores como la diversidad, el respeto y la tolerancia al otro. Tampoco en esto son originales los muchachos falangizados. Hace tiempo que Donald Trump le declaró la guerra a la factoría Disney/Pixar, definiéndola como una “sombra despierta y repugnante de lo que era antes”. Y su delfín en Florida, el machirulo gobernador Ron DeSantis, planea multar y cerrar las atracciones de Disneylandia que promuevan valores como la igualdad sexual y modelos de familia alternativa contrarias a la moral del régimen neofascista que tratan de imponer. Corren malos tiempos para la racial, combativa y multicultural Pocahontas. Retorna el modelo de la princesita Cenicienta rubia, anglosajona, modosa, sumisa y tradicional. Pronto dirán que Mickey Mouse es un peligroso comunista. O verán un sospechoso signo de bolivarianismo chavista en la gorra del Pato Donald. La estupidez lleva al fanatismo. El delirium tremens ultra no conoce límites. Puede llegar hasta el infinito y más allá, como decía el heroico Buzz Lightyear.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
No hay comentarios:
Publicar un comentario