(Publicado en Diario16 el 15 de junio de 2023)
Hace tiempo que la leí, pero uno aún siente escalofríos cuando recuerda aquella escena de La carretera en la que un hombre y su hijo, supervivientes de un holocausto nuclear, ven cómo un grupo de personas hambrientas, transformadas en caníbales, se comen a un bebé en la espesura de un bosque. Ayer murió el autor de la novela, Cormac McCarthy.
Poético y brutal, místico y realista a la vez, siempre misterioso y profundo, McCarthy era un narrador de prosa cruda, directa, desnuda y sin artificios. Fue uno de esos outsiders de la literatura norteamericana contemporánea, un autodidacta que se construyó a sí mismo y exploró nuevas fronteras literarias. Sus personajes, perdidos o desarraigados, bandoleros, vaqueros y contrabandistas, casi siempre maltratados por la vida, fronterizos y al margen del orden social, transitan por desiertos y despoblados, por ciudades deshumanizadas, por paisajes devastados. De ahí que podamos calificarlo como un visionario que supo ver el final de la esencia de lo humano.
McCarthy fue un artesano, un “gregario solitario”, como lo definió el New York Times. No escribió prolíficamente. Siempre se movió a contracorriente, nunca siguió el impulso de la moda novelística del momento. En apenas una docena de obras, volcó todo su particular mundo interior rebosante de personajes al límite, de historias marcadas por la neurosis de una sociedad enferma, de escenas asombrosas de la América salvaje y profunda. Su decisión de cambiar de nombre de pila, adoptando el de un antiguo rey de Irlanda, revelaba un cierto carácter indómito y rebelde en el joven escritor. No se sujetaba a norma alguna ni escuela. Era simplemente Cormac, el tipo celoso de su intimidad que andaba hurgando en la naturaleza humana y en el misterio de la vida y la muerte, que le obsesionó durante toda su existencia. Era tal su condición de francotirador al margen del establishment, que se permitía poner a caer de un burro a los grandes clásicos de las letras universales como Henry James y Marcel Proust. “No los entiendo. En mi opinión, eso no es literatura”, bromeó en alguna ocasión.
Sus comienzos fueron duros y entró al circuito literario por puro azar. Alguna vez contó que decidió enviar el manuscrito de su primera novela a Random House porque “era la única editorial de la que había oído hablar”. Así de sencillo. Pero no todo en la vida de Cormac McCarthy fueron caminos de éxito y premios Pulitzer. También las pasó canutas. El oficio de escritor le arrastró a una situación de “descarnada pobreza” que lo hizo todavía más retraído y solitario. Recorrió el país en camionetas de mala muerte; vivía de motel en motel. Se casó con una inglesa a la que conoció en una travesía oceánica. Se divorció. Más tarde volvió a contraer matrimonio. Volvió a separarse. De su tercera mujer tuvo un hijo, que probablemente le cambió la visión del mundo, ya que se inspiró en él para escribir La carretera, su novela apocalíptica sobre el desastre nuclear que hoy nos parece tan real e inminente. Más allá de funcionar como una obra de anticipación, casi una distopía, en cada página se transpira el amor infinito de un padre que sabe que todo está perdido y que aun así lucha hasta el final, a la desesperada, por salvar lo que más quiere en un mundo sin esperanza completamente arrasado por la ceniza y la radiación. Una historia íntima con la que se sentirá identificado todo aquel lector que alguna vez haya sentido esa extraña inquietud, quizá miedo, a no saber qué será de su hijo en el futuro.
Se va un grande, un escritor prodigioso a quien el pope de las letras Harold Bloom situó como uno de los cuatro mejores narradores norteamericanos de nuestros días junto a Philip Roth, Thomas Pynchon y Don DeLillo. Nos deja un puñado de novelas eternas (El guardián del vergel, La oscuridad exterior, Hijo de Dios, Suttree, Meridiano de sangre, la trilogía de la Frontera, El pasajero y Stella Maris, además de las ya comentadas). Tras las penurias de la vida bohemia llegó Hollywood con un buen contrato, pero él siguió manteniéndose al margen en su refugio de Santa Fe (Nuevo México), en cuyo instituto hizo amistad con el físico y divulgador Murray Gell-Mann. Siempre prefirió a los científicos para charlar y compartir ideas interesantes. De hecho, en alguna que otra entrevista llegó a confesar que no conocía a demasiados escritores. No le interesaba el mundillo literario, solo la literatura. Quizá por eso siempre fue un profeta solitario.
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